Participar del servicio de la Comunión puede ser una experiencia intensamente emocional. Tanto la ceremonia del lavado de los pies como los emblemas de la Cena del Señor nos ofrecen la oportunidad de unir los aspectos teológicos y emocionales de nuestra fe. Nuestra participación en esa ceremonia puede comunicar muchas cosas: la aceptación del amor de Jesús, el recordativo de su muerte en la cruz, el momento de la victoria contra el mal, la anticipación del día en que participaremos de ese ritual con el Señor y, finalmente, nuestro amor unos por otros.

Pero ¿qué tenemos que decir acerca de la no participación en esa ceremonia? Normalmente, hay varias razones para la autoexclusión. Con frecuencia, incluye la incomodidad por los conflictos interpersonales no resueltos y el sentido de que somos indignos ante Dios. Además, Pablo advierte: “De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Cor. 11:27).

Si sentimos verdaderamente nuestra indignidad, ¿deberíamos abstenemos del riesgo de hacernos culpables “del cuerpo y de la sangre del Señor”? No. Excluirnos de la Comunión porque nos sentimos indignos es interpretar mal las palabras de Pablo en este texto.

Comprensión engañosa

¿Qué quiere decir Pablo al usar la palabra “indignamente”? Este término tiene origen en el griego tocios, que significa “equilibrar dos pesos de la balanza”;[1] es decir, el objetivo colocado en el plato de una balanza solo es valioso cuando puede ser equilibrado o igualado por el peso del otro plato.

En este contexto, ¿cuándo es que parecemos dignos, en comparación con Cristo? La respuesta es obvia: cuando producimos “frutos dignos de arrepentimiento” (Mat. 3:8). Pero, toda persona que lee la Biblia se ve como indigna, especialmente en contraste con Jesús. En verdad, tal percepción nos permite recibir el don de la gracia, como el hijo pródigo que, considerándose indigno, fue perdonado por el padre (Luc. 15:22-24). O el centurión de Capernaum que, después de expresar su falta de mérito para recibir a Cristo en su casa, fue elogiado por su fe (Luc. 7:6, 9).

Solo Cristo es digno: “El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (Apoc. 5:12). Por los méritos de Jesucristo, recibimos gracia y perdón; nada viene de nosotros mismos. Pablo afirmó: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio” (1 Tim. 4:12). Por lo tanto, desde esta perspectiva, los autores bíblicos describen la imposibilidad de cualquiera de nosotros de llegar a la iglesia un sábado por la mañana y encontrarse “digno” de participar de la Cena.

El mensaje de Pablo

Entonces, ¿cuál es el significado de las palabras del apóstol en el texto en consideración? La respuesta puede ser encontrada en el contexto y en la construcción gramatical del pasaje.

De manera semejante a otros cristianos en el período del Nuevo Testamento, los corintios acostumbraban celebrar la Comunión toda vez que cenaban. Muchos se olvidaban del significado de la ceremonia e ingerían los emblemas como si fueran alimento común. Entonces, Pablo escribió: “Cuando, pues, os reunís vosotros, esto no es comer la cena del Señor. Porque al comer, cada uno se adelanta a tomar su propia cena; y uno tiene hambre, y otro se embriaga. Pues qué, ¿no tenéis casas en que comáis y bebáis? ¿O menospreciáis la iglesia de Dios, y avergonzáis a los que no tienen nada? ¿Qué os diré? ¿Os alabaré? En esto no os alabo” (1 Cor. 11:20-22).

El apóstol necesitó explicar nuevamente la importancia de esta ordenanza, porque su real significado se había perdido. Después de aclarar el significado de la ceremonia, les advirtió que no volvieran a cometer el engaño. En verdad, los orientó para que compartieran los emblemas en memoria del sacrificio de Cristo.

El problema tratado por Pablo se relacionaba con la manera en que los corintios celebraban la Comunión, no en la cualidad moral de los participantes. Como escribió J. Póhler, “la indignidad no consiste en la cualidad moral -es decir, en el carácter de los participantes de la Santa Cena- sino en el resultado de la manera equivocada de considerar esa ceremonia, contradictorio respecto de su solemnidad”.[2] Y nuestra Guía de procedimientos para ministros señala: “Pablo no está hablando de personas indignas que participan, sino de la manera indigna en la que participan”.[3]

Este punto de vista queda claro: “Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí” (1 Cor. 11:29). Comparando esto con el versículo 27, entendemos que la idea expresada es la indignidad en el sentido de que alguien participa de los emblemas sin comprender lo que está haciendo; es decir, una actitud irreverente acerca de la ordenanza.

La primera Cena

Analicemos el primer ritual de la Comunión, establecido por Jesús. Según la Biblia, después de que Satanás tomó posesión de Judas, el Señor celebró la Cena con los discípulos (Luc. 22:3, 14-20), entre los que estaba Judas, que ya tenía planificado traicionar a su Señor. ¿Por qué el Maestro no impidió que participara de esa ceremonia? ¿Acaso no lo consideraba indigno? Elena de White escribe: “Aunque Jesús conocía a Judas desde el principio, le lavó los pies. Y el traidor tuvo ocasión de unirse con Cristo en la participación del sacramento. Un Salvador longánimo ofreció al pecador todo incentivo para recibirlo, para arrepentirse y ser limpiado de la contaminación del pecado. Este ejemplo es para nosotros. Cuando suponemos que alguno está en error y pecado, no debemos separamos de él. No debemos dejarlo presa de la tentación por algún apartamiento negligente, ni impulsarlo al terreno de batalla de Satanás. Tal no es el método de Cristo. Porque los discípulos estaban sujetos a yerros y defectos, Cristo lavó sus pies, y todos menos uno de los Doce fueron traídos al arrepentimiento”.[4]

Jesús no solo recibió a Judas en la Comunión, sino también invitó a Pedro, que era presuntuoso y todavía no estaba plenamente convertido (Luc. 22:32). Los demás discípulos tampoco eran modelo de conversión o virtud; aun así, Cristo celebró la Cena con ellos, sabiendo que luego lo abandonarían.

Conclusión

Nuestra teología y la comprensión de la Cena del Señor nos ayudan a enseñar su significado a nuestros hermanos. Esta ceremonia nos remite al Calvario, donde redescubrimos y comprendemos el amor de Cristo: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). No es sorprendente que Elena de White haya escrito: “Cristo instituyó este rito para que hablase a nuestros sentidos del amor de Dios expresado en nuestro favor. No puede haber unión entre nuestras almas y Dios excepto por Cristo. La unión y el amor entre hermanos deben ser cimentados y hechos eternos por el amor de Jesús”.[5]

Mientras se nos sirven los emblemas, tenemos una razón extra para dejarnos conquistar por su amor, así como ocurrió con el centurión ante la cruz (Mar. 15:39). No tenemos que pensar en nosotros mismos, en nuestra indignidad, sino en Jesús y su justicia. El sentido propio de indignidad debe atraernos a la Comunión, no apartarnos de ella.

“Pero el servicio de la Comunión no había de ser una ocasión de tristeza. […] Mientras los discípulos del Señor se reúnen alrededor de su mesa, no han de recordar y lamentar sus faltas. No han de espaciarse en su experiencia religiosa pasada, haya sido esta elevadora o deprimente. […] Ahora han venido para encontrarse con Cristo”.[6]

Necesitamos ayudar a nuestras congregaciones a comprender que la Comunión no es un fin, sino un comienzo. La semana siguiente a la Comunión, no la que la precede, debe ser la mejor para nosotros. La reconciliación con Dios, con nosotros mismos y con nuestros hermanos en la fe no debe ser un requisito previo para la participación en la Cena del Señor, sino el resultado de eso. Así, la “comunión siempre debe ser una experiencia solemne, pero nunca sombría. Los errores fueron corregidos, los pecados perdonados, la fe reafirmada; es el momento de conmemorar”.[7]

Sobre el autor: Secretario de la Iglesia Adventista en Italia.


Referencias

[1] W. Forester, Theologisches Worterbuch zum Neuen Testament (Stuttgart: Kohlhammer, 1933), t. 1, p. 1013.

[2] Rolf J. Póhler, Cene et Ablution des Pieds (Dammarie-lés- Lys, Franca: Editions Vie et Santé, 1991), t.

1, p. 251.

[3] Asociación Ministerial de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, Guía de procedimientos para ministros (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1995), p. 274.

[4] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 612.

[5] Ibíd., p. 614.

[6] Ibíd., pp. 613, 614.

[7] Manual de la iglesia, p. 85.