“Es importante que todos comprendamos que hay una gran obra que debe hacerse rápidamente”. [1]

Este pensamiento ha sido el alma de cientos de mensajes presentados a los creyentes en la esperanza adventista durante los largos años de consagrado servicio de Elena G. de White. Cuanto más se leen estos mensajes, especialmente en su forma manuscrita original, tanto más se advierten la seriedad, la ansiedad, y la angustiosa aflicción de espíritu que impulsaron a la mensajera del Señor a “llorar en voz alta” y a “no escatimar”, y a levantarse a cualquier hora de la noche para escribir. Con cuánta frecuencia encontramos expresiones como las siguientes en sus escritos:[2] “Me he levantado a la una de la mañana para escribirle”. “Noche tras noche, durante unas cuatro semanas, he sido incapaz de dormir después de las doce de la noche”. “La carga que pesa sobre mí ha sido tan pesada que durante semanas he sido incapaz de dormir después de la una o dos de la mañana”. (Véase también Testimonies, tomo 5, pág. 430.)

 En la antigüedad hubo hombres que experimentaron esta carga, y la expresión “la carga de Jehová” se repite como un refrán a través de los escritos de los profetas del Antiguo Testamento. No era una carga común la que mantenía despierta noche tras noche a Elena G. de White. No era un insomnio como el que padecen muchas personas, derivado de preocupaciones domésticas y comerciales, de la indigestión o la fatiga nerviosa. No era comparable a la justa y concienzuda preocupación que experimentan los obreros consagrados cuando se ven urgidos por la obra en el campo donde trabajan. Porque en el caso de Elena de White no obraba solamente el peso de la responsabilidad que podría descansar sobre un solo individuo. Era el cuadro total de un mundo de necesidad, o de obreros que debían ser guiados, o de las almas que debían ser salvadas, que había sido puesta sobre ella por el Señor. Cuando estaba en Australia, no sólo eran las necesidades de la obra las que la preocupaban de continuo, sino los problemas de Battle Creek, los de África, y Europa, los de Washington, y los muchos campos donde no se había iniciado obra todavía. Cuando estaba en Elmshaven durante la última parte de su vida, estaba preocupada con problemas de Australia, Loma Linda, Glendale y el Sur.

 A medida que la obra progresaba, crecían y aumentaban los problemas. ¡Qué tremenda y abrumadora carga habrá sido hacer frente hora a hora a las necesidades del campo mundial, y al mismo tiempo conocer las razones que tras los bastidores eran la causa que entorpecía el progreso de la obra! Con cuánto empeño procuró compartir esta comprensión íntima del problema con los dirigentes a fin de lograr un progreso más rápido.

 Esta carga, expresada en cada carta, en cada página, es una de las mayores evidencias de su inspiración. Era una pasión absorbente y compelente que la obligaba a extender a otros la belleza, la magnitud, el privilegio de la tarea que debería ser incuestionablemente aceptada por cada seguidor de Cristo. Y Elena G. de White estaba eminentemente calificada para hablar de aquello que absorbía todo su pensamiento. Habiendo visto con sus ojos, habiendo oído con sus oídos, habiendo sido testigo de su majestad, y habiendo probado el don celestial y sido participante del Espíritu Santo, ¿cómo podía ser desobediente a la visión celestial, especialmente cuando sabía que los favores que había recibido no eran para su goce egoísta, sino que iban a ser compartidos con tantos como quisieran recibirlos?

 Parte de la carga consistía en el hecho de que los mensajes no siempre eran aceptados. Algunas veces nos vemos inclinados a pensar que únicamente en el presente surgen dudas en las mentes de algunos, pero reamente esto no es cosa nueva. Siempre ha habido quienes se oponen, critican y no creen. Una cosa era que los creyentes recibieran vislumbres de los dominios de los bienaventurados, y otra distinta que aceptaran duras palabras de reproche y consejo contra la realización de lo que parecían los planes más sólidos. No era fácil para alguien de disposición apacible por naturaleza oponerse a hombres fuertes, de conocimientos, experiencia e influencia —dirigentes de la obra— y encontrar incredulidad y oposición. Con frecuencia su valor la abandonaba al presentar los mensajes de reproche. Una vez fue animada por el siguiente sueño:

 “Una persona me trajo una tela blanca, y me pidió que la cortara para confeccionar trajes para personas de todas las medidas y descripciones de carácter y circunstancias en la vida… Me sentí desanimada por la cantidad de trabajo que me esperaba y declaré que se me había comprometido para confeccionar trajes para otros durante más de veinte años, y mis esfuerzos no habían sido apreciados, ni tampoco había visto que mi obra hubiera realizado mucho bien…

 “La persona replicó: ‘Corta los trajes. Ese es tu deber. La pérdida no es tuya, sino mía. Dios no ve las cosas como el hombre las ve. El expone la obra que desea que se haga, y tú no sabes qué va a prosperar, esto o aquello”. [3]

 Fue únicamente la inalterable convicción de que su vida estaba oculta con Cristo en Dios y que recibiría fortaleza para cumplir los propósitos de Dios para su vida lo que le dio una fortaleza de hierro y la sustentó en los días cuando la carga parecía mayor de lo que podía sobrellevar.

 “He escrito fielmente las advertencias que me ha dado Dios. Han sido impresas en libros, y sin embargo no puedo contenerme. Debo escribir estas cosas una vez y otra. No pido que se me alivie. Mientras el Señor me conserve la vida, debo seguir soportando estos graves mensajes. [4]

 “Cuando en mi juventud acepté la obra que me dio Dios, la recibí con una promesa de que recibiría ayuda especial del poderoso Auxiliador. También se me dio el encargo solemne de presentar fielmente el mensaje del Señor sin hacer diferencia entre amigos o enemigos… No espero que todos acepten el reproche y reformen sus vidas, pero de todos modos debo cumplir mi deber”. [5]

Una verdad sin filtrar

 Hay sólo pocas personas de quienes puede decirse con toda verdad que sus vidas están ocultas con Cristo en Dios. En su completa sumisión a la voluntad de Dios, Elena G. de White salió de la escena y permitió que Cristo fuera supremamente exaltado. Esta cualidad de abnegación le ha dado una forma característica a su estilo. No hay esfuerzo por escribir brillantemente, por llamar la atención a sí misma por la originalidad de la construcción. No hay rasgos de ingenio, agudezas o sofisterías. El pensamiento emana de un corazón lleno, de una mente limpia —en forma directa, sencilla, natural, sin depender de artificios superficiales de construcción. El resultado es un lenguaje terso, hermoso. Habla con autoridad y confianza; no hay apologías, explicaciones o vacilaciones. Si una sola vez apareciera un dejo de sarcasmo o un matiz de liviandad, sería tan evidente que mancharía la belleza y la uniformidad del mensaje. Pero hay una belleza y uniformidad que es un medio muy efectivo de despertar la confianza del lector. En ningún otro escrito, excepción hecha de la Biblia, puede encontrarse la verdad “tomando tan poco gusto del plato”, para utilizar su propia expresión.

 ¡Cuánta sabiduría se revela en la elección de Dios de una mensajera! Al elegir a Elena G. de White para que fuera el conducto portador de su mensaje, el Señor hizo posible que todo el haz de luz brillara sobre la faz de Cristo, su amor y misericordia. Casi invariablemente esta norma se ve en cada carta personal escrita, en cada conferencia pronunciada, y en cada capítulo de cada libro. La Sra. White con frecuencia comenzaba una carta según su modo acostumbrado, se refería brevemente al problema que la persona le había presentado, añadía unas palabras de consejo o recomendación, y luego, tan naturalmente como la flor se vuelve hacia el sol, llenaba gran parte de la carta con comentarios acerca del amor de Cristo, su vida de humildad, sus sufrimientos y abnegación, el poder transformador de su presencia personal. En lugar de procurar razonar con el individuo que le había escrito pidiéndole consejo, o de analizar su problema, ella levantaba a Cristo y decía: “Mirad a Cristo. Si lo amáis y sometéis todo a él, él resolverá vuestros problemas y os guiará en esta decisión. No necesitaréis acudir a mí en busca de consejo, sino que podéis buscar directamente la sabiduría de Dios”.

 Las aflicciones individuales, las dificultades entre hermanos, y los obstáculos aparentemente insalvables desaparecerían si los hermanos pudieran participar de tal espíritu de amor y obediencia sin reserva.

 Otras veces el mensaje o consejo particular recibido por la Sra. de White tomaba la forma de citas directas de las Escrituras —página tras página de verdad, directamente de la Biblia. En el estudio de estas selecciones se puede obtener una inspiración especial. Nuevos significados y aplicaciones a situaciones emergen a medida que las palabras familiares aparecen en cada situación específica. Parece como si toda la Palabra de Dios estuviera instantáneamente a mano para su uso. Con toda seguridad su mente era dirigida hacia esos pasajes apropiados.

 Las glorias de la palabra eterna eran realidades para Elena G. de White; la compañía de Cristo era una presencia permanente; los santos ángeles estaban siempre a su lado.

Una gran obra que debe hacerse

“Tengo plena fe en Dios… Él obra a mi derecha y a mi izquierda. Mientras escribo acerca de temas importantes, él está junto a mí, ayudándome. Despliega mi obra delante de mí, y cuando estoy perpleja buscando una palabra adecuada con la cual expresar mi pensamiento, él la trae clara y distinta a mi mente. Siento que cada vez que pregunto, aun cuando todavía estoy hablando, él responde: ‘Aquí estoy’”. [6]

 “El terrible sentido de mi responsabilidad se posesiona de mí de tal modo que me deja cargada como un carro debajo de las gavillas. No deseo sentir menos agudamente mi obligación ante el Poder Supremo. Esa Presencia siempre está conmigo, ejerciendo autoridad suprema y tomando nota del servicio que presto o dejo de hacer”.[7]

 Toda su vida estaba dedicada a impartir esta seguridad y consuelo a otros. Sabía que otros podían tener la misma experiencia si estaban dispuestos a colocarse en la debida relación con Dios.

 No admira que fuera difícil para ella comprender la indiferencia de la gente que profesaba recibir a Cristo, y su ensimismamiento en cosas baladíes como el vestido, los muebles para sus casas, las diversiones para pasar el tiempo, y las vanidades de la vida. “Hay una gran obra que debe hacerse”, les recordó una vez y otra.

 “Cuando veo a mis hermanos andando y trabajando como hombres en un sueño, siento que debería hacerse algo para despertarlos. Quiera el Señor ayudarme a hacer todo mi deber, porque no debe haber demora. Estamos aproximándonos al último gran conflicto”. [8]

 “Temo por nuestro pueblo —temo que el amor al mundo lo despoje de la santidad y la piedad”. [9]

 “¡Si yo pudiera impresionar en esta iglesia el hecho de que Cristo tiene derecho a su servicio! Hermanos y hermanas, ¿os habéis hecho servidores de Cristo? Y si dedicáis la mayor parte de vuestro tiempo a serviros a vosotros mismos, ¿qué respuesta le daréis al Maestro cuando os pida que rindáis cuenta de vuestra mayordomía?” [10]

 Y hoy que estamos cincuenta años más cerca del último gran conflicto, ¡cuánto más debemos despertar a las responsabilidades de la tarea que tenemos delante! Examinémonos a la luz del Espíritu Santo para ver qué parte desempeña el yo en nuestras vidas, y comprender las posibilidades que hay de servicio ilimitado si nos colocamos en Ja correcta relación con Dios. No seamos como hombres que andan en un sueño, sino que despertemos y levantémonos para hacer frente a la urgencia del tiempo.

Sobre el autor: Bibliotecaria de los Archivos Históricos de la Vernier Radcliffe Memorial Library, Loma Linda


Referencias

[1] Manuscrito 1, 1910

[2] Carta 146, 1902; carta 78, 1903; carta 239, 1903.

[3] Testimonies, tomo 5, págs. 657, 658.

[4] Manuscrito 21, 1910.

[5] Testimonies, tomo 5, pág. 677.

[6] Carta 127, 1902.

[7] Life Sketches, pág. 432.

[8] Carta 201, 1902.

[9] Carta 146, 1902

[10] Testimonies, tomo 5, pág. 619.