La palabra “capellán” tiene su origen en la historia de la capa de San Martín de Tours. Según la tradición, Martín de Tours era un soldado romano que se encontró con un mendigo pasando frío y, movido por la compasión, cortó su capa por la mitad para compartirla con él. Más tarde tuvo un sueño en el que veía a Cristo vistiendo la parte de su capa que había dado al pobre, lo que le llevó a la conversión. La mitad conservada del manto se convirtió en una reliquia sagrada, custodiada a lo largo de los siglos por clérigos llamados cappellani, nombre que dio origen al término “capilla” (cappella), el lugar donde se guardaba.
Con el tiempo, los capellanes fueron designados por los reyes para celebrar misas, custodiar reliquias y redactar documentos. Se convirtieron en consejeros reales en asuntos eclesiásticos y seculares, y esta función se extendió por todo el Occidente cristiano. Hoy, el papel del capellán no se limita a las monarquías, sino que está presente en hospitales, escuelas, prisiones, equipos deportivos, fuerzas armadas, entre otros contextos.
La historia de San Martín me recuerda a Eliseo, el joven granjero al que Elías encomendó la misión de continuar su legado profético. El manto que Elías le lanzó mientras ascendía al cielo (2 Rey. 2:13) simbolizaba no solo el llamado divino, sino también el poder y la formación para cumplir la misión de curar y enseñar. Al igual que Elías había sido un líder espiritual en Israel, Eliseo iba a discipular a una nueva generación para marcar la diferencia en el reino.
Eliseo tenía el perfil de un buen capellán. Era alguien “siempre amigable y compasivo, y estaba dispuesto a ayudar” (Comentario biblico adventista [ACES, 1993], t. 2, p. 864). A diferencia de Elías, que tenía mensajes de condena y juicio, Eliseo era un profeta pacífico. “La Inspiración nos lo describe como hombre que tenía trato personal con el pueblo y que, rodeado por los hijos de los profetas, impartía curación y regocijo por medio de sus milagros y su ministerio” (Elena de White, Profetas y reyes [ACES, 2008], p. 177). Sin embargo, “Aunque era dócil y manso, Eliseo poseía también energía y firmeza. Abrigaba el amor y el temor de Dios, y de la humilde rutina del trabajo diario obtuvo fuerza de propósito y nobleza de carácter, y creció en la gracia y el conocimiento divinos” (Elena de White, La educacion [ACES, 2009], p. 58).
Eliseo, el profeta de la paz, se convirtió en la persona adecuada para “compartir el manto” con las nuevas generaciones. Su ministerio se basó en dos pilares. El primero fue reforzar las escuelas de los profetas, situadas en puntos estratégicos: Gilgal, Betel y Jericó. Estas unidades fueron fundadas por Samuel y restablecidas por Elías, con el objetivo de formar a los jóvenes para trabajar en la obra del Señor. El segundo pilar consistía en traer curación y bendición a la gente. Sanó a un leproso, resucitó al hijo de la sunamita, multiplicó alimentos, hizo flotar un hacha e incluso revivió a los muertos en su tumba.
Si te fijas bien, verás que Eliseo es un tipo de Cristo, que combina el doble ministerio de enseñar y curar. Como “profeta de la gracia”, dio un anticipo de lo que Jesús haría siglos más tarde. ¿No debería ser éste el perfil de un capellán en el siglo XXI: llevar la Palabra y animar a los demás? Dios quiere capellanes en su obra que sean ejemplos de carácter y poder. Que cubran a los despreciados, alimenten a los hambrientos, escuchen a los afligidos, consuelen a los afligidos, enseñen a los inexpertos y amen a los perdidos. En otras palabras, pequeños cristianos. ¿Compartirás tu capa?
Sobre el autor: Editor de la revista Ministerio, edición de la CPB