Según el Diccionario bíblico adventista, en los tiempos bíblicos eran comunes dos tipos de pactos: uno que se concertaba entre iguales, y otros entre un señor y un vasallo; es decir, entre un superior y un inferior. En el primer caso, ambas partes se ponían de acuerdo en cuanto a las condiciones, los privilegios y las responsabilidades (Gen. 21:32; 26:18). Pero, cuando el pacto se refrendaba entre un superior y un inferior, el primero especificaba las condiciones, los privilegios y las responsabilidades que les correspondían a las dos partes (2 Sam. 3:21; 5:3).
Las Sagradas Escrituras denominan pacto o alianza a la relación que existe entre Dios y su pueblo escogido. En la historia de Israel, puesto que se trataba de un pacto hecho entre un Ser superior y otro inferior -entre el Ser infinito y el hombre finito-, el Señor mismo estableció las provisiones y las condiciones, y las dio a conocer, y el pueblo tenía que aceptarlas o rechazarlas. Cada vez que Dios tomó la iniciativa de hacer un pacto con sus hijos, como individuos o como nación, su objetivo consistía en acercarse más a su pueblo, en un plan de comunión, con el fin de bendecirlo.
Una vez aceptadas y ratificadas las provisiones del pacto, ambas partes se obligaron a cumplir sus términos, que implicaban todo lo necesario para que el plan de salvación fuera plenamente eficaz. El Señor prometió bendecir a Israel, darle la tierra de Canaán, revelarle su voluntad, usarlo como instrumento misionero y enviar al Mesías. La nación, por su parte, se comprometió a obedecer todos los preceptos divinos.
Todos los pactos que el Señor hizo con su pueblo se basaron en la lealtad. Si lo recordamos, podremos identificar tres elementos básicos de esos pactos: el primero es la confirmación de la promesa del pacto mediante un juramento divino (Gál. 3:16; Heb. 3:13, 17); el segundo es la respuesta del pueblo, es decir, su obediencia a la voluntad de Dios tal como aparece en los Diez Mandamientos (Deut. 4:13); y el último es el medio por el cual se cumpliría la obligación divina, a saber, Cristo y el plan de redención (Isa. 42:1, 2).
El pacto de Dios para la salvación del hombre estaba implícito en la promesa que el Señor le hizo a Adán en Génesis 3:15. Se lo confirmó a Noé, Abraham, Moisés, y lo ratificó en el Si-naí con la nación de Israel. Como consecuencia de la infidelidad de Israel, Dios lo renovó y se lo extendió al Israel espiritual (Jer. 31:31-34; Mat. 21:43; Gál. 3:29; Heb. 8:8-11; 1 Ped. 2:9, 10).
Como consecuencia de las dos fases de esta alianza, que las Escrituras denominan “Pacto antiguo y nuevo” (ver Heb. 8:7, 13), algunos estudiosos argumentan que la nueva dispensación dejó totalmente de lado lo que ellos llaman la antigua dispensación. En vista de esto, los cristianos estaríamos libres de obedecer la Ley de Dios. Smuts van Rooyen, no obstante, presenta en este número de Ministerio una serie de argumentos que aclaran este asunto.
Sobre el autor: Director de Ministerio, edición de la CPB.