Encontré especialmente estimulante el artículo titulado “Cierre esa Puerta” [publicado en El Ministerio de marzo-abril de 1962]. Los siete puntos sugeridos para cerrar esa puerta son todos buenos. Sin embargo creo que hay otros puntos de vista que deberían considerarse en el examen de este problema tan importante.

Sin preocuparme de delimitar responsabilidades (y creo que nadie podría hacerlo), me gustaría considerar en primer lugar el hecho de que la mayor parte de los apóstatas salen de la iglesia después de diez años de feligresía. El autor dejó al lector la interpretación de este hecho. Espero, sin embargo, que no concluyamos apresuradamente que se trata de cristianos convertidos por el hecho de haber estado diez años en la iglesia.

Por ejemplo, el temor puede motivar a una persona a adherirse a fuertes convicciones durante largos períodos de tiempo. Algunas personas que tienen ciertas convicciones religiosas harán muchas buenas obras y se aferrarán tenazmente a sus prácticas religiosas para escapar a los fuegos del purgatorio o para aliviar el tormento de un pariente en el purgatorio. Es posible que alguien, bajo una gran convicción intelectual acerca de la inevitabilidad del juicio de Dios, adhiera durante años a ciertas prácticas, en un esfuerzo por agradar a un Dios airado que destruirá a los impíos en su segunda venida. Por supuesto, los impíos a que se refiere son los que han seguido pecando hasta después de su día de gracia. Bien podríamos predicar como Juan el Bautista: “¿Quién os ha enseñado a huir de la ira que vendrá?” (Mat. 3:7).

En nuestra enseñanza, pública o privada, convendría que instásemos a la gente a no huir de Dios, sino a acudir a él; a no temer a Dios, sino a confiar en él. Debemos recordar que la gente se salva por la fe, y no por el temor. El temor puede convertirlos en miembros de la iglesia, pero nunca los hará cristianos. Los temerosos serán arrojados en el lago de fuego junto con los asesinos y los idólatras (Apoc. 21:8). El temor de Dios que tantas veces queremos poner en la gente debería ser un respeto por él. Este tema de la motivación cristiana debería tratarse muy cuidadosa y hábilmente, para que, si es posible, el pecador no se sienta rechazado por Dios o por su pueblo. Una persona puede procurar durante diez o más años ganar la aprobación de Dios y de sus representantes, para abandonar sus esfuerzos finalmente llena de desesperación.

Cierto apóstata que conozco fue invitado por el pastor a volver a la iglesia. Un día su hijo le dijo al pastor: “Papá se pregunta por qué los adventistas quieren que se una a su iglesia porque el fin del mundo está cercano”. El pastor decidió utilizar otro método persuasivo. Comenzó a hablar con el apóstata acerca de la tierra nueva y del amor de Dios por los pecadores. Después de instarlo a entregarse a Cristo, replicó: “¿Por qué tengo que unirme a su iglesia?” Este pastor, que no estaba preocupado por los datos estadísticos, replicó: “Yo no le he pedido que se una a mi iglesia” Había descubierto que a esa persona le gustaba asistir a los juegos de pelota el viernes de noche, y había aprendido por dolorosa experiencia que algunos de los santos no eran tan santos como parecían. Su rencor hacia ciertos miembros de la iglesia y su amor por los juegos de pelota habían impedido que fuera un cristiano. La invitación del pastor fue: “¿No sería una lástima si después de que Jesús compró para usted un hogar eterno a un precio tan alto, usted no le permitiera dárselo porque no rehusó abandonar los juegos de pelota de los viernes de noche o un rencor contra algún hermano?” El apóstata quedó despierto toda la noche, y a la mañana siguiente entregó su corazón a Dios y volvió a la iglesia.

Un estudio de los casos particulares y de los datos estadísticos podría mostrar que hay una diversidad de razones por las cuales la gente entra en la iglesia. Pienso que un estudio de teología revelaría que los únicos motivos aceptados en el Cielo son la fe, la esperanza y el amor. Convendría que presentásemos estos motivos puros cuando procuramos persuadir a la gente a ser leales a Dios y a su iglesia. El mayor de estos motivos es el amor. (1 Cor. 13:13). El amor a Dios ocupa el primer lugar, y como resultado de observar este primer principio, surgirá el amor a nuestros semejantes (véase El Deseado, pág. 546, ed. CES).

Observamos el primero de estos dos grandes mandamientos porque conocemos el amor personal de Dios por nosotros. (1 Juan 4:19). La única esperanza genuina del ser humano es que Dios lo ame a pesar de sus pecados.

Algunas personas nunca efectúan una decisión personal porque, aunque son adultos, dependen de otros para que piensen por ellos. Pueden haber crecido en un hogar cristiano y asistido a una escuela cristiana, y a causa de esto los datos estadísticos de los bautismos y la feligresía son elevados. Y sin embargo, ¿cuántos de estos miembros de iglesia son cristianos verdaderos? Estos son datos estadísticos que sólo Dios puede proporcionar.

Una de tales personas era miembro de cierta iglesia. Había sido educada en un hogar adventista, había asistido a una escuela adventista y después a un colegio denominacional, y había sido bautizada como resultado de una Semana de Oración. Sin embargo, se había casado con una señorita no adventista y no pagaba el diezmo. Pero asistía a la iglesia con sus hijos a pesar de la oposición de su esposa, y además enseñaba en una clase de jóvenes en la escuela sabática. Había guardado el sábado aunque su empleador ejercía mucha presión para que trabajase ese día. Había sido un miembro activo durante más de diez años. Un nuevo pastor Pegó a la iglesia y comenzó a predicar una serie de sermones acerca del significado de la vida cristiana. Persuadió con mucho éxito a los miembros de que las decisiones debían hacerlas ellos. En efecto, tuvo tanto éxito que este hombre de quien hablamos comprendió por primera vez que había sido miembro de la iglesia únicamente porque su madre y sus maestros querían que lo fuera, y que se había bautizado porque sus compañeros también lo habían hecho. Posteriormente, cuando ya no estuvo bajo la influencia de sus compañeros cristianos, pero seguía siendo influenciable e indeciso, fue descarriado por una consorte mundana. Actualmente está en un estado de confusión respecto de lo que realmente cree. Figuró en la estadística bautismal de alguien, y si el pastor actual es fiel a lo que considera su deber, probablemente figurará en una estadística de apostasía. Los datos estadísticos pueden ser útiles, pero su interpretación está en una relación tan estrecha con la naturaleza humana que deberíamos tener mucho cuidado al hacerla.

En el lado positivo está el caso de un jovencito a quien un pastor invitó a entregarse a Cristo durante una Semana de Oración. Contestó que sus padres pensaban que aún no estaba en condición de hacerlo. Creían que primero debía abandonar ciertos hábitos negativos antes de ser cristiano. El pastor le pidió que decidiera por sí mismo acaso estaba listo para ser un cristiano. Hizo como si envolviera un paquete con un hermoso hogar en la tierra nueva. Luego se levantó de su asiento y se lo entregó al jovencito diciéndole: “Jesús quiere darte esto como un regalo, y todo lo que tú tienes que hacer en cambio es querer aceptar su camino de la vida. ¿Quieres aceptarlo?” El niño decidió aceptarlo, y estoy seguro de que los ángeles se regocijaron ese día.

La presentación de invitaciones en público también puede servir para colocar la responsabilidad de la decisión individual donde corresponde. Un pastor que había tenido a su cargo las reuniones de una Semana de Oración en una escuela de iglesia de una ciudad, en su mensaje final hablaba sobre el tema de la recreación cristiana. Después de presentar sus argumentos a un inquieto grupo, declaró: “Podéis no estar de acuerdo conmigo, y no me preocupa demasiado si estáis o no de acuerdo; pero cualquier cosa que hagamos, hagámosla como cristianos”. Su muestra de confianza en su capacidad individual para hacer decisiones inteligentes y su aclaración acerca de la solemne responsabilidad de decidir en favor de Cristo, produjo un silencio tan marcado que bien se habría oído el ruido que hace un alfiler al caer.

El llamamiento a la esperanza como motivo para establecer a la gente en la iglesia está ilustrado por el siguiente caso de un apóstata ocurrido en un pueblecito durante una serie de conferencias. El evangelista lo visitó sin tener éxito en lograr que se uniera a la iglesia, después de haber procurado persuadirlo de que el tiempo es corto y que su esposa no se bautizaría a menos que lo hiciera él. Luego se descubrió que había dos impedimentos. El mayor era que el fracaso en vivir en conformidad con su voto bautismal lo estaba desanimando de hacer un nuevo intento. El otro era la falta de información acerca de cierta enseñanza de la iglesia. Cuando el pastor se enteró de esto, llevó El Camino a Cristo en su próxima visita y leyó en voz alta el capítulo “Fe y Aceptación”. En la visita siguiente le dio un estudio bíblico acerca del espíritu de profecía. El apóstata efectuó una decisión y actualmente es un fiel anciano de la iglesia local. El llamamiento a la esperanza estaba en El Camino a Cristo.

Es necesario que los ministros estudien a la gente y los motivos, tanto como el griego, el hebreo y las estadísticas.

Creo que es peligroso hacer demasiado énfasis en los datos estadísticos en detrimento del ministerio. La carga del ministro, me parece, no es lograr que las estadísticas parezcan buenas, sino más bien persuadir a los hombres, las mujeres, los niños y las niñas, tanto en la iglesia como fuera de ella, de la necesidad de colocar sus cargas en Jesús y aceptar su justicia. No podrán hacerlo a menos que sean inspirados a tener fe en lugar de temor, esperanza en lugar de ánimo, y amor en lugar de odio y descontento. Si se logra darles un conocimiento de Dios, entonces podrán tener fe, amor y esperanza.

Tenemos ante nosotros el desafío a emplear todos los medios a nuestro, alcance para lograr que los hombres conozcan a Dios y realicen decisiones personales. Si estamos dispuestos a dejar que las estadísticas sean como ellos y Dios las hagan, pronto podremos ver un gran derramamiento del Espíritu Santo que tanto necesitamos para terminar la obra.

Sobre el autor: Pastor de la iglesia de Defiance, Ohio