El propósito de la primera venida de Cristo fue restablecer la autoridad de Dios en este planeta rebelde. La iglesia de Dios en la tierra es simplemente una prolongación del reino, una colonia del cielo. Elena de White la describe como “su propia fortaleza, que él sostiene en un mundo rebelde y herido por el pecado; y él se ha propuesto que ninguna autoridad sea conocida en él, ninguna ley reconocida por ella, sino la suya propia” (Testimonios para los Ministros, pág. 16).

El Hijo demostró su poder de actuar al establecer una comunidad e investirla de autoridad. “Sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mat. 16:18,19).

La iglesia de Dios en la tierra es, en consecuencia, el centro de la autoridad espiritual. Es allí donde el Supremo Dador ha establecido su autoridad. “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (cap. 18:20). Lo que hace que la iglesia sea la iglesia, dice P. T. Forsyth, no es “Cristo como su fundador, sino como su morador, su vida y su poder; Cristo viviendo en la fe de sus miembros en general y de sus ministros en particular” (Positive Preaching and the Modern Mind, [La predicación positiva y la mente moderna], pág. 63).

La congregación local

La congregación local es la manifestación más visible del cuerpo de Cristo, y la iglesia congregada en un lugar específico es la depositaría de su autoridad. La iglesia local es la unidad básica, el ladrillo del edificio, la célula vital. Es allí donde se produce la renovación, donde los dones se ejercitan y desarrollan. Allí se da a conocer la voluntad de Dios, y los santos se nutren, confortan, disciplinan y corrigen. Allí los creyentes experimentan la santificación progresiva a medida que avanzan hacia la consumación de todas las cosas. “La congregación local no es menos iglesia que la suma total de todas las congregaciones” (The Westminster Dictionary oí Church History, pág. 194).

Elena de White destaca que “a la iglesia ha sido conferida la potestad de obrar en lugar de Cristo” (Obreros Evangélicos, pág. 518). Esta autoridad, que proviene de Jesucristo, no se concede a los individuos para que la ejerzan en forma particular; se confiere a toda la comunidad. “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra”, declara el Salvador (Mat. 28:18). Pero la autoridad que le confiere así a la iglesia jamás se ejerce separadamente de él. “Porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado” (1 Cor. 11:23). Esa autoridad se ejerce al predicar, al enseñar, al administrar disciplina en el nombre de Cristo. “Cuanto haga la iglesia de acuerdo con las direcciones dadas en la Palabra de Dios, será ratificado en el cielo” (Id., pág. 519).

Grande es, pues, la autoridad de la congregación, la iglesia reunida. La experiencia de la conversión de Saulo es un ejemplo clásico del papel de la iglesia, de la congregación. Al futuro apóstol universal, se le dijo: “Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (Hechos 9:6).

Aunque el encuentro de Saulo con Cristo fue directo, el Señor lo guió a su iglesia a fin de que allí comprendiera cuál era la voluntad de Dios con respecto a él. El Señor no pasó por alto la autoridad con la que él mismo había investido a su iglesia. Elena de White, explica la razón: “La maravillosa luz que iluminó las tinieblas de Saulo era obra del Señor; pero también había una obra que los discípulos debían hacer en su favor. Cristo llevó a cabo la tarea de revelar y convencer; y ahora el penitente estaba en condiciones de aprender de los que Dios había ordenado para que enseñaran su verdad… Así sancionó Jesús la autoridad de su iglesia organizada y puso a Saulo en relación con los representantes que había designado en la tierra. Cristo tenía ahora una iglesia que lo representaba en la tierra, y a ella incumbía la obra de dirigir al pecador arrepentido en el camino de la vida” (Los Hechos de los Apóstoles, págs. 100, 101).

En consecuencia, estar en armonía con la autoridad de Cristo es someterse a la autoridad de su iglesia. Es entonces, en un sentido real, que la iglesia puede ser considerada como el portal de entrada al reino de Dios.

Función de las iglesias del Nuevo Testamento

Los registros del Nuevo Testamento indican que aquellos a quienes el Maestro dejó tras de sí para dirigir y nutrir su obra reconocieron la autoridad espiritual conferida a la iglesia. Encontramos que éstas ejercían las más elevadas funciones eclesiásticas.

Control de la feligresía. Aún antes de regresar al cielo, el Salvador, por anticipado, dio las directivas que la iglesia debía seguir en la esfera de la disciplina espiritual. (Véase Mat. 18:17.) El apóstol Pablo reprendió a los corintios por acudir a las cortes legales de los incrédulos para resolver disputas entre miembros de la iglesia, y les preguntó -con algo de sutileza- por qué eran incapaces de juzgar asuntos triviales cuando esperaban sentarse a juzgar ¡incluso al mundo! (Véase 1 Cor. 6:1-8.) El apóstol exhortó a la iglesia a actuar con decisión y rapidez en el caso de una persona que había difamado a la iglesia con su grosera inmoralidad. (Véase cap. 5: 1-5.) Es interesante notar que los instruyó acerca de que ese juicio se debía hacer “reunidos vosotros y mi espíritu, con el poder de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor. 5:4). De modo que la autoridad de iglesia no es una responsabilidad que, deben asumir los miembros en forma individual sino que se la debe ejercer en consulta con la asamblea reunida. Al referirse más tarde a este caso, el apóstol señaló que las medidas se tomaron por mayoría.

El aconsejó que fuera restaurado. (Véase 2 Cor. 6:7.) De manera que se expone con claridad cuán abarcante era la autoridad en las congregaciones locales en los días del Nuevo Testamento.

Selección de oficiales. Referencias tales como Hechos 6: 3-6; 15: 22; 1 Corintios 16: 3 y Filipenses 2:25, demuestran que las iglesias locales asumían la responsabilidad de elegir a sus propios oficiales y otros servidores. Es verdad que en otros versículos (Hechos 14: 23; Tito 1:5) se nos dice que Pablo y Bernabé “constituyeron” ancianos en las iglesias que ellos habían levantado. De todos modos, de acuerdo con la International Bible Encyclopedia, algunos eruditos creen que los ancianos “establecidos” por los apóstoles fueron primero elegidos por la congregación local. Señalan que la palabra que se traduce “establecieses” en Tito 1:5, puede entenderse que significa ordenación antes que selección.

Comunidad de congregaciones

A medida que la obra crecía, se hizo necesaria la organización en una escala más amplia, si la iglesia habría de avanzar unida. Aun en los días del Nuevo Testamento la cooperación formaba parte de la interrelación de las iglesias. En Romanos 15:26, 27 encontramos un ejemplo de esa cooperación cuando Pablo dice que todas las iglesias habían contribuido para los pobres de Jerusalén. Incluso se puede encontrar el concepto de comunidad en el saludo que utilizaron los escritores neotestamentarios. Pablo escribió “a las iglesias de Galacia” (Gál. 1:2), una extensa provincia romana. Pedro escribió “a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia” (1 Ped. 1:1), una región más grande aún. Santiago escribió simplemente “a las doce tribus que están en la dispersión” (Sant. 1:1), que incluía a los cristianos de todo lugar.

Aunque cada iglesia local había sido investida con gran autoridad, los apóstoles constantemente les recordaban que no estaban solas, cual unidades aisladas, sino que mantenían entre sí una interrelación que más tarde se denominó “la iglesia universal”.

A medida que el mundo se extendía y las iglesias se multiplicaban -comenzando en Jerusalén y siguiendo con Judea y Samaria, para finalmente llegar a los más apartados rincones de la tierra- la unidad de la fe y la acción se mantuvieron. Este movimiento no estaba destinado a convertirse en una indefinida acumulación de iglesias diseminadas por el mundo, sino a ser la misma iglesia, presente en muchos lugares. El cuerpo de Cristo sería uno, con muchos miembros, y trascendería todas las barreras y líneas de separación.

A medida que el mundo se extendía y las iglesias se multiplicaban -comenzando en Jerusalén y siguiendo con Judea y Sanaría, para finalmente llegar a los más apartados rincones de la tierra- la unidad de la fe y la acción se mantuvieron. Este movimiento no estaba destinado a convertirse en una indefinida acumulación de iglesias diseminadas por el mundo, sino a ser la misma iglesia, presente en muchos lugares. El cuerpo de Cristo sería uno, con muchos miembros, y trascendería todas las barreras y líneas de separación.

Estructura administrativa

La autoridad que confiriera Cristo a su iglesia ha ido transmitiéndose desde los días del Nuevo Testamento hasta el presente. Los distintos niveles de la estructura de la iglesia (asociación, unión, división, Asociación General) reciben su autoridad a partir de las congregaciones locales. La legitimidad de su existencia proviene exclusivamente de su relevancia y servicio en favor de toda la feligresía. En esta instancia, la autoridad fluye de abajo, no desde arriba. Se la concede; no se la impone. Hablando acerca del sistema representativo del gobierno que sostiene la Iglesia Adventista, Elena de White llega a la conclusión de que “por medio de esta modalidad cada asociación, cada institución, cada iglesia y cada individuo, sea en forma directa o por medio de representantes, tiene voz para elegir a los hombres que tendrán la responsabilidad de dirigir la Asociación General” (Testimonies, tomo 8, págs. 236, 237).

El concilio de Jerusalén es el primer registro de un concilio general de la iglesia. En esa ocasión había una diferencia de opinión en relación con la política de la iglesia. Es significativo destacar que este concilio fue una reunión de delegados. “El concilio que decidió este caso estaba compuesto por los apóstoles y maestros que se habían destacado en fundar iglesias cristianas judías y gentiles, con delegados escogidos de diversos lugares. Estaban presentes los ancianos de Jerusalén y los delegados de Antioquía, y estaban representadas las iglesias de más influencia” (Los Hechos de los Apóstoles, págs. 161, 162).

La iglesia en pleno estaba involucrada, por medio de los representantes que había enviado. Elena de White continúa: “No todo el cuerpo de cristianos fue llamado a votar sobre este asunto. Los ‘apóstoles y ancianos’, hombres de influencia y juicio, redactaron y promulgaron el decreto, que fue luego aceptado generalmente por las iglesias cristianas” (Ibid.).

El ejercicio del poder fue de conjunto y fraternal, no arbitrario. Los apóstoles pudieron decir: “Nos ha parecido bien… no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias” (Hechos 15:28). La autoridad funciona mejor en el ambiente del gobierno representativo de la iglesia, donde sus delegados y dirigentes se reúnen como pares obreros juntamente con Dios.

Las recomendaciones del concilio de Jerusalén fueron pocas. Parecería que los apóstoles, conscientemente, las redujeron al mínimo. Continuamente presentaron ante los creyentes la Palabra de Dios como la suprema autoridad y, por supuesto, como la base de la autoridad que ellos mismos ejercían. Como resultado, en los días del Nuevo Testamento surgió una iglesia que podría ser clasificada como multifacética, rica y variada. Algunos deseaban observar la ley ceremonial y aun la circuncisión. Otros no sentían que era una obligación guardar la ley de Moisés. Pero todos reconocían la necesidad de obedecer por fe la verdad del Evangelio. Los apóstoles no se sintieron afectados por la diversidad que se manifestaba en el seno de la iglesia. Estaban profundamente seguros de que el Espíritu Santo era el supremo administrador y que moraba en la iglesia universal. No existía el deseo de una exacta uniformidad.

La autoridad apostólica

La proclamación del Evangelio, las buenas nuevas de la gracia salvadora de Dios, es el más importante ejercicio de la autoridad eclesiástica que nos llega hasta nosotros desde los días apostólicos. Por medio de la predicación, la exousia (autoridad) de Jesús se extiende. La iglesia continúa realizando la actividad salvadora de su Señor y, lógicamente, los predicadores del Evangelio están al frente de esta tarea. En realidad, los hombres que han sido comisionados para predicar el Evangelio son, en un sentido muy especial, embajadores de su Señor, y están en consecuencia, autorizados para hablar en su nombre. (Véase 2 Cor. 5:20.) Los modernos portadores de esa autoridad deben estar íntimamente unidos al Señor resucitado que es quién les da la exousia con la cual trabajan.

Cuando la iglesia militante llegue a la plena posesión de su poder avanzará firmemente

venciendo y para vencer, y plantará la bandera del Señor incluso en el mismo centro del campo enemigo. Territorio tras territorio será conquistado para el Maestro. La tierra será inundada del poder de Dios como las aguas cubren al mar y Cristo no será ya desafiado en ninguna parte de éste, el único planeta rebelde.

Sobre el autor: El pastor C. E. Bradford es vicepresidente de la Asociación General para Norteamérica.