John Locke (1632-1704), filósofo inglés, fue uno de los grandes defensores de la igualdad entre los seres humanos. Aunque viviera en una sociedad predominantemente desigual, Locke partía de la premisa de que por naturaleza todos los seres humanos son iguales.

El pecado trajo desigualdad entre los seres humanos. A partir de entonces, el deseo de superioridad comenzó a reinar en el corazón del hombre al buscar dominar y estar por encima de sus semejantes. Esto dio origen a un contexto social de desigualdad. Por eso la justicia, en su verdadera concepción, es un elemento fundamental de la restauración del ser humano.

El 20 de febrero de 2009 se conmemoró, por primera vez, el Día mundial de la Justicia Social; fue proclamado, dos años antes, por la Asamblea de las Naciones Unidas. Actualmente, cuando se habla de justicia social, se concibe, entrelíneas, la idea de un activismo que busca “masacrar” a los opresores para defender a los oprimidos.

Al escribir a los cristianos de Roma, Pablo afirmó: “Esta justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo es para todos los que creen. Porque no hay distinción” (Rom. 3:22, NBLA). El contexto inmediato de la afirmación apostólica es el aspecto soteriológico de la redención del hombre. Las expresiones “para todos”, “sobre todos” y “no hay distinción” indican un elemento clave en las palabras de Pablo: la igualdad de los hombres ante Dios. Esta igualdad tiene una dimensión global que abarca la vida en sociedad.

Aunque la iglesia esté inserta en una sociedad que está, lamentablemente, dividida en clases, aún tiene una misión que apunta a salvar a todos, independientemente de su etnia o clase social (ver Mat. 28:19; Hech. 10:36; Apoc. 14:6, 7). El cumplimiento de la misión de la iglesia ocurre de forma práctica, principalmente si consideramos que la iglesia existe en la sociedad para ser transformadora (ver Mat. 5:13, 14).

En este contexto, la justicia social trasciende los límites teóricos de la religión y apunta a restaurar al ser humano, al satisfacer sus necesidades reales y percibidas. Elena de White escribió: “En vista de lo que el Cielo está haciendo para salvar a los perdidos, ¿cómo pueden quienes son participantes de las riquezas de la gracia de Cristo retirar su interés y sus simpatías de sus prójimos? ¿Cómo pueden entregarse al orgullo de clase o casta y despreciar a los infortunados y a los pobres?” (El ministerio de la bondad, p. 219).

En el Antiguo Testamento, los profetas llamaron la atención del pueblo de Dios hacia la necesidad de una religión práctica no solo en sus rituales, sino también en la asistencia a los necesitados (ver Isa. 58:1-7; Amós 5:12, 21-27; Miq. 6:6-8). Además, Dios deseaba, incluso con un propósito evangelizador, que su pueblo tuviera la visión de igualdad de los seres humanos (Gén. 12:2, 3).

La iglesia cristiana, ya en el primer siglo, incluyó en su misión evangelizadora la asistencia a los desamparados. El ministerio de Pablo a los gentiles dio continuidad a esta práctica en las iglesias que fundaba en diferentes lugares (ver Hech. 4:32-35; 2 Cor. 8:13, 15).

“Los adventistas del séptimo día creen que las acciones para reducir la pobreza y sus consecuencias concomitantes son una parte importante de la responsabilidad social cristiana. La Biblia revela claramente el especial interés de Dios en los pobres y sus expectativas acerca de cómo sus seguidores deberían responder a los que no son capaces de cuidar de sí mismos. Todos los seres humanos llevan la imagen de Dios y son los recipientes de la bendición de Dios (Luc. 6:20). Al trabajar con los pobres, seguimos el ejemplo y la enseñanza de Jesús (Mat. 25:35, 36). Como comunidad espiritual, los adventistas del séptimo día abogan por la justicia para los pobres […]” (Declaraciones de la iglesia, p. 102).

Sobre el autor: editor asociado de la revista Ministerio, edición de la CPB.