Los estudiosos del cuarto Evangelio se preguntan por qué la transfiguración de Jesús, un hecho tan importante de su ministerio, que registran sin excepción los Evangelios sinópticos, es ignorada totalmente en el Evangelio de Juan. Esto es sorprendente porque el escritor estaba allí cuando se glorificó al Salvador (Mat. 17:1, 2). ¿Podría ser que después de más de sesenta años, cuando se escribió este Evangelio, el recuerdo de tan admirable evento se haya borrado de la mente del anciano apóstol? Es poco probable, porque la transfiguración fue un milagro suficientemente asombroso como para causar una impresión indeleble en los que la presenciaron.[1]

            Creo que Juan, al escribir su Evangelio, no pasó por alto la transfiguración, sino que la desdobló, acentuando inclusive que la gloria de Jesús sólo se puede percibir por la fe. En verdad, los tres años y medio del ministerio de Cristo se desarrollaron en una atmósfera de “transfiguración”, hasta que finalmente se produjo la glorificación de Jesús, no sin que destellos de ella se manifestaran previamente.

            Juan ofrece algunos indicios de esa atmósfera al establecer ciertos paralelismos con la transfiguración expuesta por los sinópticos. Se los puede descubrir aquí y allá en toda la narración, con especial mención del capítulo 5. Allí Jesús reivindicó delante de los judíos la naturaleza de su persona, sus obras y su relación con el Padre.

Manifestación de la gloria

            El escenario de la transfiguración fue “un monte alto” (Mar. 9:2). Allí se produjo la manifestación de la gloria de Jesús a tres de los discípulos (Mat. 17:2). A su vez, el cuarto evangelista declara que “aquel Verbo fue hecho carne… (y vimos su gloria)” (Juan 1:14), una categórica afirmación que, según algunos, evocaría el evento, puesto que Juan era uno de los tres testigos presenciales.

            Pero no podemos olvidar que, según ese Evangelio, la glorificación ocurrió paralelamente en la cruz. “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo” Juan 17:1), dijo en oración Jesús al aproximarse el momento crucial. Al transformar el agua en vino en las bodas de Caná de los gentiles, Jesús, nos asegura el evangelista, “manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él” (2:11). Se identifican los milagros como señales que apuntan hacia algo trascendente, es decir, hacia el milagro mayor de la salvación que él garantizaría con su sacrificio. Son, por lo tanto, señales de su gloria, cuya manifestación mayor y final se llevó a cabo en la cruz, y que suceden como reivindicación, no sólo de su poder, sino ante todo de su condición de Hijo de Dios y Salvador del mundo. En ese sentido, Cristo manifiesta su gloria en todo su ministerio por medio de “transfiguraciones” menores que anuncian la mayor que se llevaría a cabo al final.

            Por lo tanto, podemos asumir que lo que ocurrió en el primer milagro se repitió en los demás relatados por el evangelista, porque cada uno de ellos anticipa los efectos salvadores del Calvario, y anuncia en escala ascendente la manifestación culminante de la gloria de Jesús. De modo que el ministerio de Jesús, en Juan, se desarrolla de transfiguración en transfiguración, en camino a la final y culminante; o más exactamente aún, todo su ministerio es una gran transfiguración señalada por manifestaciones progresivas de su gloria.

            Esto es precisamente lo que aparece en Juan 5, cuando curó al paralítico junto al estanque de Betesda. La manifestación aquí, todavía, puede ser vista sólo por los discípulos, a semejanza de lo que ocurrió en las bodas de Caná, y de lo que ocurrirá en las otras señales, inclusive en la mayor, al final, sin importar el grado creciente de notoriedad de cada señal. Ver o no ver la gloria de Jesús es una cuestión de fe, no del conocimiento de lo que sucedió. Por medio de la señal culminante: su sacrificio —en el cual están incluidas las siete anteriores—, todos serán atraídos por él (12:32), es decir, darán testimonio del hecho, pero pocos verán su gloria. Igualmente, según los sinópticos, sólo los discípulos pudieron ver la transfiguración.

            De la misma manera que los milagros en Juan no son un fin en sí mismos, sino una especie de anticipo de la señal más grande que se produciría en la cruz, la transfiguración no fue una mera exhibición de la gloria de Jesús, sino que ocurrió para afirmar su autoridad mesiánica y confirmar el hecho de que avanzaría hacia el Calvario de acuerdo con la previsión de los profetas. Lucas afirma que el tenor de la conversación de Jesús con Moisés y Elias tenía que ver con la muerte que lo esperaba en Jerusalén (Luc. 9:31).[2]

            Se debe notar que el evento del Calvario pasa a ocupar un lugar preponderante en la narración de los sinópticos sólo a partir de cierta altura del ministerio de Jesús. La primera mención de la cruz se les hizo a los discípulos inmediatamente después de la confesión de Pedro, en Cesárea de Filipo, después de haber pasado por lo menos la mitad[3] del ministerio de Jesús.[4]De acuerdo con el primer evangelista, a partir de ese momento él “comenzó a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día” (Mat. 16:21). Seis días después se produjo la transfiguración para confirmar la previsión de la cruz y fortalecer la fe de los discípulos.

            En contraste con los sinópticos, el ministerio de Jesús, según Juan, se desarrolló totalmente a la sombra de la cruz. Eso es precisamente lo que se puede esperar si el escritor presenta ese ministerio como un desdoblamiento de la transfiguración, cuyo tema es la cruz. El testimonio de Juan el Bautista, “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” Juan 1:29, 36), una clara alusión al sacrificio que le esperaba, fue el punto de partida de ese ministerio, puesto que en ese momento comenzaron a seguirlo los primeros discípulos (vers. 37). Inmediatamente después Jesús hizo el milagro de las bodas de Caná (2:1-12), un preanuncio de la cruz,[5] y purificó el templo, cuando relacionó ese acto con su muerte y su resurrección (vers. 19-22). En la conversación con Nicodemo que sigue (cap. 3), Jesús dijo que sería “levantado” para que la vida eterna estuviera al alcance del creyente (vers. 14). Y así sucesivamente, la cruz está presente en cada instancia de su ministerio como el tema dominante de ese Evangelio.

Moisés, Elías y Dios

            Generalmente se considera que la transfiguración es una representación de la segunda venida de Cristo, cuando Jesús se manifestará con majestad y gloria. En efecto, Pedro, uno de los testigos de la transfiguración, se refirió a ella en esos términos (2 Ped. 1:16,17). Dentro de esa interpretación, Moisés y Elias, personajes de la antigua dispensación que aparecen también glorificados al lado de Jesús, representan apropiadamente los dos grupos de salvados que estarán presentes cuando Jesús vuelva, a saber, los que resucitarán y los que serán trasladados sin pasar por la muerte. Ése es el sentido profético de la transfiguración.

            Pero notemos además que esa interpretación no agota el sentido del acontecimiento. El mismo Pedro dice que la transfiguración confirmó “la palabra profética” (vers. 19). ¿De qué manera? Poco antes Jesús había anunciado a los discípulos lo que le esperaba en Jerusalén: prisión, juicio, condenación y muerte de cruz, seguida por la resurrección al tercer día (Luc. 9:22), todo para que se cumpliera lo que las profecías habían anunciado (ver 18:31-33; 22:22). Eso significó una tremenda conmoción para los discípulos que, al compartir los conceptos mesiánicos populares de la época, suponían que realmente Jesús iría a Jerusalén, no para ser clavado en una cruz, sino para sentarse en el trono de David.

            La transfiguración fue un acto misericordioso de Jesús en el intento de hacerles entender la verdad y prepararlos para la hora difícil que se aproximaba. Debía llevarlos a darse cuenta de que estaban entendiendo mal las profecías y desconocían el propósito divino. La presencia de Moisés y Elías, mientras conversaban con Jesús acerca de su muerte en Jerusalén, era providencial para ese propósito. Esos glorificados personajes estaban allí como representantes de las dos grandes divisiones del Antiguo Testamento que habían adoptado los judíos: la Ley y los Profetas.[6] Representaban a todos los que habían sido instrumentos de Dios en la comunicación de su mensaje antes de la venida de Jesús. Este segundo significado de la transfiguración se podría decir que es en sentido retrospectivo.

            En lo que se refiere al sentido prospectivo, Moisés, hasta donde se sabe, era hasta el evento de la transfiguración el único personaje del Antiguo Testamento que había muerto y que resucitó para no morir nunca más (Jud. 9); por lo tanto, era el único que podía estar presente ahí para representar a los salvos resucitados en ocasión del regreso de Jesús. Con respecto a Elías, que representa a los santos que estarán vivos en aquel día, no era el único que había sido trasladado sin ver la muerte. Enoc pasó por la misma experiencia de Elías, y también podría representar al grupo. Pero la presencia no de Enoc sino de Elías en el monte se debe explicar de acuerdo con el sentido retrospectivo de la transfiguración. Al contrario de Elías, Enoc no podía representar la segunda gran división del Antiguo Testamento.

            Por fin, Dios mismo hizo oír su voz en un testimonio claro y directo acerca de su Hijo. Cuando eso sucedió, la gloria de la transfiguración se desvaneció, y Jesús quedó solo con sus discípulos. Su misión en el mundo debía continuar y llegar a su fin.

            Para resumir: tres personajes dieron testimonio acerca de Jesús durante la transfiguración: Moisés, Elías y Dios. Ese triple testimonio se dio en medio de la gloria de Jesús que se manifestó allí. La revelación divina se hizo oír; y aún más, el mismo Dios habló. Ya había hablado en ocasión del bautismo cuando “el cielo se abrió” (Luc. 3:21). Ahora no sólo habló Dios, sino que el mismo cielo descendió al monte.

En Juan

            El sentido prospectivo de la transfiguración se presenta sólo de paso en el cuarto Evangelio, porque el escritor pone más énfasis en la escatología realizada que en la consumada. Pero es digno de notar que, después del apóstol Pablo, de este Evangelio se infiere con más precisión que habrá dos grupos de salvos en ocasión de la Segunda Venida: los que no morirán y los que resucitarán. Las palabras de Jesús a María, en el contexto del “día postrero”, dejan traslucir ese hecho: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquél que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:25, 26).[7]

            En cuanto al sentido retrospectivo, se observa en Juan un aumento paulatino de la manifestación de la gloria de Jesús a medida que avanza su ministerio en dirección del momento culminante, el Calvario, cuando dicha manifestación también alcanza su culminación. Moisés dio testimonio de ese ministerio (Juan 5:46), y también Elías y Juan el Bautista (vers. 33), el último profeta de la antigua dispensación, considerado el Elías que habría de venir, y mencionado en este sentido por Jesús en el contexto de la transfiguración (Mat. 17:9-13; 11:13,14).[8]

            Este doble testimonio abarca el de la Ley y los Profetas, mencionados como “Escrituras” (Juan 5:39). Y puesto que la transfiguración se va ampliando en todo el cuerpo del Evangelio, observamos que el testimonio de Moisés y el de Elías están presentes desde el primer capítulo. Hay decenas de referencias a todo el Antiguo Testamento, tanto explícitas como implícitas, en las cuales se basó el escritor para desarrollar su narración.

            Y de la misma manera que la gloria de Jesús se puede percibir en todo su ministerio, la voz de Dios se oirá literalmente en el momento final (Juan 12:28). Con el testimonio del Padre, el testimonio de la revelación gana, naturalmente, el debido reconocimiento, tal como ocurre en la transfiguración. Eso explicaría por qué Juan no registra las palabras de Dios acerca de Jesús cuando éste fue bautizado, ni tampoco la transfiguración en sí, cuando habló una vez más en favor de su Hijo. De la misma manera, en Juan el cielo no se abrió sólo en el momento del bautismo,[9] y no descendió a la Tierra sólo en el momento de la transfiguración. El cielo sigue abierto durante todo el ministerio de Cristo (Juan 1:10, 51) y descendió hasta nosotros en la persona de Jesús.

            En su discurso a los judíos que aparece en el capítulo 5 de Juan, Jesús pone en claro que Dios “ha dado testimonio” de él (vers. 37). La forma verbal aquí es memartúreken, pretérito perfecto de marturéo, es decir, de dar testimonio, que indica una acción que comenzó en el pasado, avanza en el presente y que debe continuar como consecuencia de la flexión del presente que se usa dos veces antes (vers. 32).[10] Los comentaristas en general admiten que esto se refiere a la forma como Dios condujo las cosas en los tiempos del Antiguo Testamento, “preparando el camino para la venida del Hijo”.[11] Otros, no tan numerosos, admiten que aquí hay una alusión al testimonio audible de Dios en ocasión del bautismo de Jesús (Mat. 3:17; Mar. 1:11; Luc. 3:22). Mientras tanto, las formas verbales empleadas en relación con el testimonio divino en los versículos 32 y 37 de Juan 5 más la reprimenda de Jesús del final del versículo 37[12] desvirtúan esas hipótesis.

            El testimonio se da, en efecto, durante todo el ministerio de Jesús, y se lo debe tomar en la forma como se desarrolla, es decir, mediante la realización de las obras del Padre (Juan 5:20, 36; 9:4; 10:25, 37, 38; 14:10, ll)[13] mencionadas en el contexto de testimonio que da él en favor del Hijo (5:36) y mediante la proclamación de su Palabra (3:34; 8:28, 38, 40, 47; 12:49, 50; 14:10, 24; 17:8,14). Es curioso que sólo en el Evangelio de Juan aparece el testimonio que Jesús da de sí mismo al afirmar que es el Hijo de Dios, mientras que en los sinópticos esta afirmación siempre la hacen otros (hombres, demonios, un ángel de Dios) o, en el mejor de los casos, este testimonio propio se infiere de las declaraciones hechas por otros (Mat. 27:43).[14] Por lo menos, esto sugiere el concepto que estamos exponiendo en este estudio, a saber, que en la transfiguración Dios dio testimonio de la filiación divina de Jesús, y que éste, según el cuarto Evangelio, declaró las mismas palabras de Dios.

            De esa manera, el Altísimo puso su sello sobre él (6:27), es decir, le dio autenticidad a lo que él afirmaba ser y a lo que estaba haciendo.[15] Y, como ya lo dijimos, ese testimonio llegó a su culminación en las proximidades de la cruz (donde precisamente ocurre la glorificación), exactamente en el momento cuando la voz de Dios se hace oír literalmente (12:28). Pero como los judíos en general no percibieron el testimonio de Dios durante el ministerio de Jesús, tampoco lo percibieron entonces (vers. 29).

            Ese es el mensaje de Juan al consignar que la revelación de la gloria está destinada exclusivamente a los discípulos, de la misma manera que la transfiguración se manifestó sólo a ellos. Y como ese acontecimiento sucedió no en favor de Jesús, sino de los discípulos, Juan amplía el cuadro, revelando entre líneas el deseo divino de que los judíos incrédulos también llegaran a ser discípulos, mediante la declaración de Jesús cuando dijo: “No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros” (vers. 30).

Conclusión

            El evento de la transfiguración destaca una profunda verdad acerca de Jesús. Constituye el contenido básico de toda la revelación dada, su razón de ser y su propósito final. Es también el factor que determina el significado de la revelación hecha en cualquier tiempo y lugar.

            Los discípulos se demoraron en comprender esa verdad. En ocasión de la transfiguración Pedro habló otra vez en su nombre y en el de los demás, y de nuevo dijo algo que no correspondía: “Maestro, bueno es… que… hagamos tres enramadas (en otras versiones dice “tiendas”, lo que recuerda el tabernáculo, la tienda de Dios en el desierto[16] una para ti, una para Moisés y otra para Elías”. Hizo esa sugerencia “no sabiendo lo que decía” (Luc. 9:33). Ponía a Jesús en el mismo nivel de los profetas de la antigüedad, o de la revelación dada anteriormente, y eso no se debía hacer. Esta vez el Padre en persona lo reprendió cuando dijo: “Éste es mi Hijo amado, a él oíd” (vers. 35). Dios estaba reivindicando las prerrogativas de su Hijo como el Mesías y el Maestro de su pueblo.

            En verdad, el Padre estaba diciendo: “¡Calla, Pedro! Él es quien tiene la palabra final, él es quien debe hablar”. Toda la revelación dada anteriormente tiene su valor en la medida en que se la interprete a la luz de lo que Jesús tiene que decir.

            “Y cuando cesó la voz, Jesús fue hallado solo” (vers. 36). Él es único, no tiene igual, nadie se le compara, y la revelación hecha por medio de él debe servir de pauta para la comprensión de la totalidad de la revelación.

            Ese es exactamente el cuadro cristológico que ofrece en su libro el cuarto evangelista, con el aval de Dios y la revelación, tal como lo atestiguan las palabras de Felipe dirigidas a Natanael después de encontrar al Maestro: “Hemos hallado a Aquél de quien escribió Moisés en la Ley, así como los profetas, a Jesús, el hijo de José, de Nazaret” (Juan 1:45).

            Cristo es la revelación encamada, el mismo Dios que apareció en la persona de un profeta. Antes del intento humano de que se erigieran “tres enramadas” durante la transfiguración, “ese Verbo se hizo carne”, y levantó su tabernáculo,[17] “y habitó entre nosotros, y vimos su gloria” Juan 1:14). En Juan, el tabernáculo no se levantó sólo por un momento, no importa cuán glorioso haya sido ese momento. Se estableció con el misterio de la encamación, y permanece de pie mientras Jesús es uno con nosotros. Le corresponde a la fe llegar hasta la intimidad del Santísimo y contemplar la shekinah.

Sobre el autor: Doctor en Ministerio, coordinador del programa de posgrado del SALT-IAE


Referencias

[1] El igualmente anciano Pedro se refiere a la transfiguración en sus escritos (2 Ped. 1:16-18).

[2] La palabra empleada por Lucas, traducida por “muerte” en nuestras Biblias, es éxodon, es decir “éxodo”, en recuerdo de la liberación del pueblo de Israel de Egipto El gran acto de salvación de Dios en el Antiguo Testamento, tal vez el más grande de todos, es una figura de la verdadera liberación que ocurre como consecuencia del sacrificio de Jesús. Ese hecho dependía de este sacrificio.

[3] Algunos creen que el incidente de Cesárea de Filipo ocurrió más o menos cuando habían transcurrido dos tercios del ministerio de Cristo.

[4] Es verdad que Lucas registra una alusión a la cruz en la presentación de Jesús en el templo pocos días después de su nacimiento El anciano Simeón lo tomó en brazos y, al bendecir a los padres del Niño, previó que una espada traspasaría el corazón de María (Luc. 2:34). Eso se cumplió sin duda cuando la madre de Jesús presenció su crucifixión Quan 19:25). Pero la profecía de Simeón sólo se menciona como un incidente histórico, y no se trata de un tema que el evangelista haya desarrollado desde el principio.

[5] Este preanuncio se puede descubrir en las palabras de Jesús a María: “Aún no ha venida mi hora” (Juan 2:4) La “hora” de Jesús, según el Evangelio de Juan, vino en ocasión de la crucifixión.

[6] Una tercera división, los Escritos, generalmente estaba implícita en la fórmula la Ley y los Profetas Otras veces la palabra Ley, sola, indicaba cualquier porción del Antiguo Testamento.

[7] Se hace una clara referencia a la resurrección final en 5:28 y 29

[8] Se debe considerar a Juan Bautista el último profeta de la antigua dispensación (Luc. 16:16; Mat. 11:13). Su mensaje era, básicamente, el mismo mensaje presentado por los profetas anteriores. Él, del mismo modo, anunció al que habría de venir (Mat. 3:11; Mar. 1:7; Luc. 3:16; Juan 1:26, 27, 30; Hech. 19:4). Pero, según Jesús, “entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista” (Mat. 11:11). La superioridad de Juan Bautista con respecto a los anteriores se debe al hecho de que fue el precursor y de haber alcanzado los días mesiánicos, siendo testigo del cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. Además, se le concedió el privilegio de bautizar al Prometido e introducir su ministerio presentándolo ante Israel y el mundo (Mat. 3:13-17; Juan 1:29-37). Él era ciertamente el Elias esperado.

[9] Ver nota 15.

[10] Respectivamente, marturon, participio presente, y niarturei, presente del indicativo, “indican que el testimonio es un hecho actual, y que prosigue” (León Morris, The Gospel according to John [El Evangelio según Juan], Grand Rapids, Wm. B. Eerdmans, Publishing Co., 1979), p. 325.

[11] Ibíd., p. 329.

[12] La forma verbal antecedida por “nunca”, y traducida por “habéis oído”, en la última parte del versículo 37, es akekóate, pretérito perfecto de akóuo (akúo) = oír. Indica una acción negativa que prosigue, que es lo que ocurrió con los judíos, principalmente los dirigentes del pueblo durante todo el ministerio de Jesús. Insistían en no reconocer el testimonio de Dios en favor de su Hijo.

[13] Por ejemplo, la resurrección de Lázaro es un testimonio divino de que Jesús es el enviado de Dios (11:42).

[14] Marcos 1:1 registra el testimonio del mismo Marcos.

[15] Con esto, el contraste entre el cuarto Evangelio y los sinópticos se intensifica. Según éstos, el cielo se abrió durante el bautismo de Jesús (Mat. 3:16; Mar. 1:10; Luc. 3:21), lo que dio como resultado el descenso del Espíritu Santo en forma de paloma y el resonar de la voz de Dios. Pero, como ya lo hemos dicho, el cielo, según Juan, permaneció abierto durante todo el ministerio de Cristo, en cuyo transcurso Dios habla y actúa, y sucedieron maravillas Cuan 1:50, 51).

[16] La palabra “enramadas”, de Lucas 9:33, se traduce en plural de skené, que quiere decir “tabernáculo”.

[17] El verbo “habitar”, en Juan 1:14, es eskénosen, literalmente “levantar un tabernáculo”. Observe que ésa es la forma verbal del sustantivo empleado en los sinópticos para indicar lo que Pedro sugirió que se hiciera en ocasión de la transfiguración.