¿Acaso el papa está reafirmando el concepto monárquico de su autoridad?
El 16 de octubre de 1988, Juan Pablo II comenzó su décimo año como papa. Desde su elección en 1978, ha desarrollado una agenda asombrosa. Se ha impuesto un ritmo de trabajo que puede resultar difícil de mantener —y no manifiesta la más mínima señal de intentar reducirlo— para un hombre que se acerca a los setenta años.
Al mismo tiempo, Juan Pablo II es una de las personalidades más interesantes del escenario internacional. Es un individuo carismático, con un raro don para asociar la palabra y el drama, que tiene la virtud de llegar a personas de diferentes credos.
La energía inusual de Juan Pablo II y su aura complementan un estilo de liderazgo caracterizado por el vigor y la seguridad propios. En realidad, al compararlo con el monarca anterior, el papa Pablo VI, no revela las fisuras o dudas que caracterizaron a éste último. Juan Pablo II afirma sin vaguedades que él sabe lo que es la Iglesia Católica Romana y qué es lo que tiene que ofrecerle al mundo. La certeza que proclama no se limita a la certidumbre de la fe. Hay otras certezas con respecto a los valores humanos y a la persona humana, que se derivan de una comprensión particular del Evangelio de Jesucristo y de la misión de la Iglesia Católica Romana. Cuenta con un inmenso atractivo personal que ha producido un impacto significativo en el pensamiento cristiano, incluso más allá de las fronteras de la confesión católica.
Sin embargo, el papa sabe que su impacto disminuiría enormemente si gobernara una iglesia dividida y pluralista. Por esta razón, pone énfasis en la disciplina y la obediencia. Desde el mismo comienzo de su pontificado, Juan Pablo II ha manifestado su definida adhesión a la disciplina, y ha fortalecido la identidad católica romana.
¿Qué es la identidad católica?
Se puede pensar en la identidad católica en el marco doctrinal. Hay ciertos aspectos borrosos en algunos círculos con respecto a lo que la Iglesia Católica enseña en realidad. Por lo tanto, restablecer la identidad católica significa identificar la doctrina católica y lo que significa ser un católico romano genuino. La dificultad se encuentra en que unos pocos han tenido muchas dudas con respecto a cuál es la doctrina oficial católica. Y el problema que se ha planteado no es tanto saber qué es la Iglesia Católica, sino aceptarla.
La identidad católica también puede tener otro significado, un significado que pone énfasis en el interrogante: ¿Cuál es la forma católica de dirigir la tensión que existe entre los católicos romanos en general y, en algunas partes del mundo, entre Roma y un área particular de la familia católica?
Juan Pablo II responde a este interrogante con un llamamiento a la obediencia dirigido a los obispos, los sacerdotes, los teólogos y los laicos. Con sus modales típicamente populares, pone el acento en los peligros que podrían surgir de estas desavenencias, por lo que reclama el apoyo de la “silenciosa mayoría católica”.
Por su parte, los laicos, sacerdotes, y teólogos leales continuamente le han estado hablando al papa acerca del amor que tienen por la iglesia, de su vocación de servir, de su lealtad a Roma y de sus luchas y de sus frustraciones. Se han referido a los problemas que los católicos norteamericanos tienen con ciertas enseñanzas, tales como la posición con respecto a los anticonceptivos, el divorcio, el celibato sacerdotal, lo que ha ocasionado un grado masivo de disenso. El papa los escuchó, pero no cambió de actitud.
En los encuentros mantenidos con los que difieren con él, Juan Pablo II no da la impresión de querer encontrar la verdad contenida en los enfoques opuestos. Más bien pareciera que la oposición lo estimulase, y la considera como una validación de su propio llamamiento. El papa se mueve en un marco de alternancia entre dos posiciones. Cuando su interlocutor sugiere “pluralismo”, responde “verdad”. Desde su perspectiva, pluralismo es sinónimo de indiferenciación, y esto es contrario a la identidad católica de la que él es paladín.
Desde este ángulo, se puede entender por qué disentir del Magisterio eclesiástico es un “grave error”. En una entrevista privada que mantuvo con los obispos católicos el 16 de septiembre de 1987, Juan Pablo II les dijo: “En ciertas ocasiones se llegó a afirmar que disentir del Magisterio es plenamente compatible con ser un ‘buen católico’ y no plantea obstáculos a la recepción de los sacramentos. Este es un grave error que desafía el magisterio oficial en Estados Unidos y en cualquier otra parte”. Durante el curso del “diálogo” de cuatro horas, que tuvo lugar en el seminario de Los Ángeles, el papa orientó a los obispos a destruir el disenso. “El disenso de la doctrina de la iglesia sigue siendo lo que es, un disenso; y como tal no puede ser propuesto o recibido en un mismo pie de igualdad con la auténtica enseñanza de la iglesia”.
Las declaraciones de este tipo —y hay muchas más— dejan en claro que el papa tiene una concepción definida del deber que pesa sobre el papado y de su forma de encararlo: resuelta, total y valiente. Obviamente, está dando una nueva vida a la concepción monárquica del papado establecida por el Concilio Vaticano I. Pero algunos se preguntan, si acaso él no ha escuchado hablar sobre la colegialidad, la doctrina desarrollada por el Concilio Vaticano II, que sostiene que la Iglesia Católica Romana está gobernada por el papa y los obispos que se desempeñan juntos como un equipo.
Las tensiones en el catolicismo
Los concilios Vaticano I y II dejaron una tensión sin resolver en el mismo corazón del catolicismo romano. El primero, puso el énfasis muy marcado de la Iglesia Católica Romana en el primado y la infalibilidad papal. El Concilio Vaticano II desarrolló la teología del episcopado y el colegiado. En teoría, las dos direcciones no necesariamente son contradictorias. Pero tampoco está muy claro cómo pueden armonizar.
A los obispos católicos de todo el mundo les agradaría ver una evolución gradual y deliberada de la teología del papado hacia un modelo conciliar antes que monárquico. Desafortunadamente, en los años recientes, gran parte de la concepción de Juan Pablo II sobre el papado parece contradecir este desarrollo. En tanto que está entusiasmado en reafirmar la concepción monárquica de la autoridad del pontífice romano, no está muy claro si los obispos confían en la preservación de la autoridad de ellos. Por el contrario, los pasos que dio el papa en algunos países como Austria y Holanda demuestran lo contrario.
Juan Pablo II me impresiona como un individuo consagrado a las reformas del Concilio Vaticano II, incluyendo las misas pronunciadas en lenguas vernáculas y la necesidad de crecimiento ecuménico. Pero no parece inclinado a moverse ni un palmo más allá. Es bien sabido que él quiere que las monjas vistan los hábitos y que otro tanto hagan los sacerdotes. Esto lo pone en oposición con un gran número de sacerdotes y de monjas, mayormente de Europa occidental y de los Estados Unidos, que objetan el celibato sacerdotal, que desean que la Iglesia Católica se abra al sacerdocio de la mujer, e insisten por lograr la mayor libertad posible de opinión de los teólogos. Y hay millones de católicos militantes que continúan expresando su angustia por la línea dura que el papa adoptó con respecto al divorcio y al control de natalidad. Y aunque está consagrado a las reformas del Concilio Vaticano II, se niega a incursionar en nuevos aspectos. Parece como si temiera que al abrir sus brazos al mundo la Iglesia Católica fuera tan lejos que permitiese ingresar el mundo en su seno. El papado de Juan Pablo II pone su acento en la restauración.
Un papa paradójico
Los que podrían estar inclinados a describirlo como un papa paradójico, por no llegar a calificarlo como un dirigente incoherente, encuentran inexplicable que mientras estuvo en Polonia fue un tenaz adversario de un estado arrogante. Pero en Roma es un infatigable defensor de la ortodoxia. Los defensores de Juan Pablo responden que el obispo romano simplemente está cumpliendo con su deber. Despierta tanta inquietud, explican, porque pone énfasis en una verdad imperecedera aunque desagradable: que toda comunidad, sea secular o religiosa, debe tener un cuerpo de convicciones y si esa comunidad es determinada a soportar y cumplir su misión, debe instrumentar cierta autoridad a fin de alimentar, defender y proclamar estas convicciones.
Las décadas que siguieron inmediatamente a la Segunda Guerra Mundial se caracterizaron por el inexorable materialismo, consumismo, y la búsqueda de la gratificación largamente postergadas. Actualmente hay un despertar de la idea de que la humanidad tiene un propósito más refinado, más significativo, y necesita estabilidad en las creencias fundamentales. En tanto que aumentan las demandas de la confianza y la estabilidad moral, disminuyen las posibilidades de encontrarlas. Y a medida que millones levantan sus voces y claman por un “liderazgo”, la figura de Juan Pablo II se torna más fascinante. Él está mostrando una imagen de la Iglesia Católica Romana como no lo hizo ningún papa. Ha puesto delante del mundo, sin concesiones, una demanda absolutamente moral y espiritual basada en la fe absoluta y el pueblo está respondiendo. Millones le prestan atención, incluso los jóvenes lo escuchan. En la actualidad no hay un maestro de moral como él. Es posible que sus adeptos no practiquen lo que les presenta, pero comprenden que les ofrece este mensaje porque cree en el valor individual de cada uno de ellos. A diferencia de los predicadores de la permisividad, para los que sólo bastan algunas normas, este papa está llamando a los católicos romanos al arrepentimiento y a vivir heroicamente la vida cristiana.
No sorprende que desde esta posición ventajosa, con su atención concentrada en lo que él describe como batalla cósmica entre el bien y el mal, encuentre necesario reducir el énfasis de algunas de las reformas expresadas por sus fieles, catalogándolas como de importancia marginal. Con su lenguaje sin compromisos, continúa predicando un mensaje que pone el acento en la necesidad de algo que el mundo secular, capitalista o comunista, no puede ofrecer. Para sorpresa de algunos, se escucha al papa hablar en términos del verdadero seguidor de Jesucristo que tiene que pagar el precio del desprecio y el ridículo. Sostiene que una iglesia fiel es una iglesia sufriente, y el costo del discipulado tiende a ser impopular. La expresión “plenamente católico” asoma como una divisa asociada con el concepto de una iglesia cuyo propósito no consiste en establecer un récord de ganancia de miembros, sino transmitir las enseñanzas de Cristo.
¿Dónde desarrolló estas artes? Probablemente en Polonia, donde el concepto fue probado en el crisol del sufrimiento y en la lucha contra la ideología atea. Desde allí transportó esta perspectiva en sus numerosos viajes. Dondequiera que va lleva el mismo mensaje. Habla y actúa como un sacerdote de iglesia que contempla al mundo como su parroquia y con los ojos de un evangelista como Billy Graham. Sin embargo, a diferencia de Billy Graham, el mensaje que predica no está fundamentado en la Biblia, sino en la tradición católica romana. En este papa vemos la enseñanza de la Iglesia Católica en acción y el ejercicio de la infalibilidad papal.
No se puede negar que Juan Pablo II apela a los cristianos fundamentados en la Biblia y que están fuera de la Iglesia Católica. A pesar de su mariolatría, de sus arraigadas convicciones del celibato sacerdotal, el papel de la mujer; el acento que ha puesto en otros aspectos como la proclamación de ciertas doctrinas fundamentales de la fe cristiana, y su claro compromiso a enaltecer a la familia y a la ética sexual bíblica, a caído generando manifestaciones de aprecio de muchos protestantes, evangélicos y adventistas del séptimo día.
El catolicismo tradicional
Sin embargo, con todo lo que se ha dicho y hecho, el papa permanece siendo un católico romano tradicional. Continúa postulando aquellas cosas que, a lo largo de los siglos, dividieron al cristianismo fundamentado en la Biblia del catolicismo romano basado en las Escrituras y en las tradiciones humanas.
Cuando él sostiene que María es la fuente de nuestra fe y de nuestra esperanza, los cristianos basados en la Biblia responden que la fe y la esperanza que ellos tienen está sólo en Jesucristo. Cuando él proclama que somos salvos por la fe más las obras de amor, responden que el hombre no se justifica por sus buenas obras. Cuando el papa enseña que el Magisterio de la Iglesia Católica Romana se encuentra en el mismo contexto del hombre moderno para buscar respuestas a los interrogantes de la vida y la doctrina, los evangélicos responden: “Escudriñad las Escrituras, porque son apropiadas para enseñar, para reprender, para corregir y enseñar en justicia”. Cuando él exhorta a las personas a descansar y adorar a Dios en domingo en honor a la resurrección del Señor, los adventistas del séptimo día respondemos: “Acuérdate del sábado para observarlo porque es santo, y de este modo honrarás al Señor”. Cuando él dice que el papa interpreta de un modo infalible las Escrituras y las tradiciones apostólicas, y que éstas enseñan que la virgen María fue trasladada corporalmente al cielo, nos sorprende y respondemos que no podemos encontrar ninguna evidencia de esta enseñanza en las Escrituras ni en la genuina tradición de los apóstoles.
En aspectos que afectan el destino de las personas y su relación con Dios, Roma sigue siendo Roma. Difícil será predecir cómo será el futuro con un papa como Juan Pablo II, pero parece altamente improbable que los años restantes de este pontificado difieran mucho de los anteriores. El papa, probablemente, continuará llamando la atención a medida que continúe desafiando a las sociedades de ambos lados de la cortina de hierro como de su iglesia, a la que conscientemente se esfuerza en preparar para el tercer milenio.
Entretanto, esperamos ver si podrá lograr una mayor homogeneidad entre los 750 millones de católicos romanos y si podrá detener los cambios que están modelando ciertos segmentos de la Iglesia Católica Romana en una especie híbrida de Roma y la Reforma Protestante.
Sobre el autor: Raoul Dederen es director asociado del Departamento de Teología de la Universidad Andrews.