Introducción

 Desde los más remotos tiempos, a través de miles de generaciones de la transida humanidad, nos llega el libro de Job,[1] con su genial y asombrosamente impredecible contenido. Quizá por ser sui generis, es también el más celebrado y al mismo tiempo controvertido de toda la Escritura; “enfocado, ya sea como un libro de edificación o como un tratado de escepticismo”;[2] saludado por algunos como un objeto de alabanza, “el poema más grande tanto de la antigüedad como de los tiempos modernos”,[3] su lenguaje de “majestad sin paralelo, jamás igualado ni siquiera por las más elevadas producciones del genio humano,[4] y al mismo tiempo descrito por otros como una “composición fragmentaria”.[5] Los eruditos lo han sometido a tal desmembramiento y reconfiguración, que Walter E. Aufrecht observa “que difícilmente hay una permuta o combinación [del contenido del libro] o evaluación de su autenticidad o falsedad de pasajes o secciones que no haya sido tratada por los comentaristas”.[6]

 Al parecer, no hay nada en el libro que no engendre discusiones, desde su estructura, hasta su fecha de origen y su composición narrativa, e incluso la pregunta, ¿de qué trata el libro? ¿Qué tanto puede decirse, entonces, de un libro tan antiguo y controvertido en contadas líneas? Mucho, aparentemente. Porque más allá del poder intelectual, el atractivo artístico y la fascinación filológica del libro, está el hecho de su continua y urgente relevancia y la verdad de su valor eterno. Dios mismo sabía, cuando su Espíritu inspiró a Moisés a escribir el libro de Job en el desierto de Madián, quince siglos antes de Cristo,[7] que “sería leído con el más profundo interés por el pueblo de Dios hasta el fin del tiempo”.[8] Esta serie de dos artículos trata del porqué. Escudriña, no tanto su sobresaliente valor literario, sino su urgente y apremiante instrucción para el pueblo de Dios de nuestros días.

Job: la síntesis

 El libro de Job consta de tres secciones principales: 1) prólogo (1:1-2:11), que presenta una crónica de los eventos que enmarcan el resto del libro. En forma sobrenatural, Dios y el adversario[9] discuten las virtudes de Job. Dios insiste que él es bueno, pero el enemigo sostiene que es un charlatán, que le sirve sólo porque le bendice. Satanás, autorizado para probar el carácter de Job, destruye sus propiedades, acaba con sus siervos, mata a todos sus hijos, y desfigura la apariencia de Job con una horrible enfermedad de la piel. 2) En el diálogo que sigue (3:1-42:6), Job y sus consoladores, un joven llamado Eliú, y finalmente Dios, hablan sobre el tema de Job y las razones de su desgracia, así como de las reacciones naturales ante tal estado. 3) El libro concluye con un epílogo (42:7-17) en el cual Job, por indicaciones de Dios, ora por sus amigos que se habían ensañado contra él, y ocurre su restauración física, social y material. Finalmente, es sanado, aceptado y prosperado.

Job: ¿una teodicea?

 ¿Qué es una teodicea?

 Los estudiosos del libro, por lo general, concuerdan en que el libro de Job es una teodicea. El término deriva de dos palabras griegas, Theos, que significa Dios, y dikei, que significa justicia o juicio. Las teodiceas muestran los esfuerzos humanos por presentar una buena imagen de Dios diseñadas, como el libro El paraíso perdido, de Juan Millón, para… afirmar la eterna providencia, y justificar los caminos de Dios ante los hombres.[10]

 Y es así como se han entendido siempre, por lo general, las discusiones entre Job y sus amigos. Estos personajes no discuten acerca de abstracciones, sino acerca de Dios, de la realidad definitiva, y cómo deberían relacionarlo con la presente crisis de camellos y bueyes robados, hijos muertos y aplastados al caer la casa sobre ellos por una furiosa tormenta en el desierto: cuando las ovejas de Job son fulminadas por un caprichoso relámpago, el terrible olor de miles de cadáveres chamuscados, mezclado con los gritos desgarradores de seres humanos desesperados y confusos, atrapados sin ninguna posibilidad de escape en medio de una repentina y brutal conflagración. Esta no es una ficción sobre la cual podamos fantasear. Es un hecho terrible. Cuando llegan las noticias de que diez jóvenes alegres y felices, sus propios hijos por quienes ha orado y ofrecido sacrificios diariamente durante toda su vida, han muerto en una fiesta al desplomarse la casa sobre ellos, Job se somete humildemente a la voluntad de Dios, que él sabe que debe ser suprema (1:20- 22). Pero la fría objetividad, asociada con el Job del prólogo, es bíblicamente insostenible. Job rasga su vestidura. Se mesa los cabellos. Ciertamente la desnudez, la cabeza rapada, y la ausencia de barba, así como sentarse en el polvo, lo que efectivamente hizo más tarde, era señal inequívoca de miseria, vergüenza y dolor para los hombres de su tiempo.[11] Y Job lo sabe, porque está en una mísera condición.

 A medida que su situación se deteriora, y sus amigos se enteran, vienen a visitarlo para empalizar con él. Durante siete días reflexionan en mudo dolor sobre los misterios de los caminos de Dios en su trato con su creación. Nosotros simpatizamos con la intensidad de su callada consternación, la afinidad de su silencio. Y durante toda esa semana, así como a través del explosivo diálogo que sigue, seguramente podemos entender su frustración a medida que luchan para soportar objetivamente el mísero y “holocáustico” sufrimiento por el cual uno de ellos está pasando. Incontables generaciones de seres humanos, religiosos y seculares, se han identificado con estos airados amigos. Puesto que todos somos humanos, todos somos teólogos, y la mayoría de nosotros quiere que Dios sea justo.

El curso del debate

 La batalla verbal producida entre Job y sus amigos se libra a través de 28 capítulos de pretensiones y contradicciones, lógica e invectivas, atracción e insultos. Como equipo, los amigos contienden, entre otras cosas, por las siguientes siete convicciones interrelacionadas: 1) Que el pecado produce sufrimiento proporcional a la gravedad de la falta en esta vida (4:7,8); 2) que, por lo tanto, el sufrimiento es prueba de culpabilidad (8:4; 18:7,8); 3) que Job, como sufriente, debe ser culpable de pecado (22:5-10); 4) que el bueno prospera en esta vida (8:20-22); 5) que la prosperidad, por lo tanto, prueba la bondad y, consecuentemente, la aprobación divina (22:21,30); 6) que Dios es tanto justo como supremo, y que, como tal, no debe ser cuestionado (11:7-9); 7) que en lugar de resistir a Dios y agravar su ya de por sí lamentable condición, Job debería arrepentirse de su pecado y lograr así la restauración a su anterior estado (5:8; 11:13-16; 22:21-30).

 Job, el héroe del libro, encuentra repugnantes estas proposiciones, como principio general, básicamente a causa de sus implicaciones para él como individuo. Porque si dichas proposiciones son verdaderas, entonces él, el sufriente, debe ser un impío. Responde acusando a sus amigos de traición y perfidia (6:15-20,27), por lanzar escandalosas acusaciones contra él frente a Dios (9:22-24; 16:1 Iff; 19:6ff); por insistir que él quería tener una audiencia con Dios (13:3), y burlándose de la idea de los impíos como desposeídos (16:7- 15). En conclusión, desafía a Dios a que lo maldiga, matándolo de hambre, y permitiendo que su esposa se prostituya, descoyuntando su brazo y llenando de cardos y espinas su tierra de labranza, si puede demostrarle que, en el detalle más mínimo, está equivocado (31:8,11,22,49).

 Con el extenso juramento de Job (cap. 31), la fiera tormenta verbal se disipa en el silencio. Job, atrincherado en la autojustificación (32:1); sus amigos, poseídos por una “justa” indignación. Ellos, al menos, saben que hablaron en favor de Dios, que lucharon para dejarlo (a Dios) bien parado. El universo, también se sienta en silencio, abrumado por las diatribas y desafíos, pero con la atención totalmente cautiva por la increíble y nunca vista arrogancia de este Job, que pretende hablar con clara conciencia y clama: “Dios sabe que soy justo. Que me condene si no lo soy”.

 La humanidad y los ángeles, así como las huestes satánicas, se preguntan: “¿Y ahora qué sigue?” ¿Se evaporará toda esta furia en el aire, y se recordará en el futuro como un inútil trasiego verbal? (15:1,2). ¿Hablará Dios para aclarar, de una vez por todas, esta complicada cuestión?

 Pero Eliú siente que debe hablar en favor de Dios, como lo han hecho los otros antes: “Porque lleno estoy de palabras, y me apremia el espíritu dentro de mí. De cierto mi corazón está como el vino que no tiene respiradero, y se rompe como odres nuevos” (32:18, 19). Eliú no va a estallar. Ya hizo erupción. No puede detener la corriente de lava que le quema las entrañas: “Hablaré, pues, y respiraré” (32:20), insiste; y ocupa un total de 24 versículos en una torpe y penosa autojustificación de su inmadurez, solicitando el derecho de hablar (32:6-33:7): “Job, oye ahora mis palabras, y escucha todas mis razones, he aquí yo abriré ahora mi boca, y mi lengua hablará en mi garganta” (33:1, 2), dice con insoportable redundancia. Pero luego vence el nerviosismo, propio de la juventud, y hace una buena contribución al debate teológico, aunque la mayoría de sus argumentos ya se habían ventilado antes: Dios castiga a los hombres por su propio bien (33:19-30); su supremacía es incuestionable (34:10-30,33); el arrepentimiento produce restauración; pero si no hay tal cosa, la condenación es segura (36:7-12).

 No sabemos, a ciencia cierta, si Eliú termina su discurso, o si Dios lo interrumpe. Al final del prólogo (cap. 2), como también al final de la batalla entre Job y el triunvirato de amigos (cap. 31), el autor introduce una narración que une lo que sigue con lo ocurrido antes (2:11-3:1; 31:40-32:5). Pero la entrada de Dios al debate no incluye la necesaria y prudente introducción. Es repentina, tempestuosa, agresiva, desafiante; ignora a Eliú, y se dirige exclusivamente a Job: “¿Quién es ése que oscurece el consejo con palabras sin sabiduría? Ahora ciñe como varón tus lomos; yo te preguntaré, y tú me contestarás” (38:2,3).[12] Dios conduce a Job en una lenta gira por regiones de tinieblas y de luz, de mañanas y de noches, observando pájaros y bestias, reflexionando sobre el hielo y la lluvia, hasta que el sufriente olvida su dolor confiesa humildemente que ha encontrado consuelo en esta revelación de la Deidad (42:2-6).

 Después de esto, Dios se vuelve hacia los amigos de Job. Está airado con ellos. Lo han representado mal y sólo Job ha hablado correctamente de él. Dios los amenaza con depararles un destino tan terrible como el que le infligió Amnón a la infeliz Tamar, su hermana, cuando la violó.[13] ¿Por qué está Dios tan airado? ¿Por qué se siente impulsado, a causa de algunas palabras pronunciadas en forma desconsiderada en una discusión, a reducir a aquellos hombres a una afrenta tal? Elifaz, Bildad y Sofar no habían dicho ninguna obscenidad. No arremetieron con violencia física en ninguna de las partes de aquel drama verbal. Perfidia, sí. Diez veces se queja Job de que sus amigos lo insultaron (19:3)- Pero nunca lo golpearon. Tampoco tocaron a Dios. De hecho, están de su parte. Luchan por favorecerlo, contrarrestando el vivo lenguaje de su intemperante amigo. Suplican a Job que se vuelva a Dios (5:8; 11:13-16; 22:21-30). ¿Qué tipo de teodicea es ésta, donde Dios amenaza con castigar de tal forma a estos hombres? ¿Y qué hicieron ellos para merecer semejante hostilidad?

El mensaje real del libro de Job

 Comprender apropiadamente la ira de Dios, en este caso, equivale a comprender la verdadera razón por la cual existe el libro de Job. Entender la ira de Dios constituye una explicación del libro de Job, que ha sido pasada por alto durante mucho tiempo; porque la grandeza del libro está en algo mucho más importante que su célebre y reconocido valor literario. El poder de este libro sobrepasa el espectro de su comentario social; penetra más allá de las profundidades de su desesperación emocional, y trasciende toda noción de superioridad intelectual humana. Cuando leemos el libro de Job, podemos leer palabras y maravillamos por sus recursos literarios. O leer las discusiones y fascinamos por su vigorosa retórica. O encontramos con algunas mentes especiales y tratar de localizarlas dentro de diversas categorías psicológicas. Pero cuando Dios habla en la complejidad de este libro, sus intereses van mucho más allá de la historia, la poesía, la retórica y la psicología. “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos,… Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos”. La forma como Dios aprueba a Job y repudia a sus amigos, no es simple vindicación de una mayor habilidad artística o crítica de una retórica inferior. La voz de Dios no resuena para autenticar la perspicacia de un ser humano sobre la de otro. Por muy importantes que puedan ser las palabras y los discursos, la afirmación que Dios hace de Job es, en última instancia, la afirmación de algo más, algo muy superior a las bellas artes. Y si la historia se leyera a la luz en la cual se presenta a sí misma, este hecho resultaría más evidente. (Continuará)

Sobre el autor: es maestro de la Universidad Andrews.


Referencias

[1] A través de todo este artículo, Job, en itálicas (Job), se refiere al libro como opuesto al personaje del mismo nombre.

[2] Samuel Terrien, Job: Poet of Existence (Job: Poeta de la existencia) Indianápolis: Bobbs- Merril, 1957), pág. 15.

[3] William Safire, The First Disident: The Book of Job in Today Politics (Nueva York: Random House, 1992), pág. xvi. Junto con Alfred Lord Tennyson, Safire cita a Thomas Carlyle: “No hay nada escrito, pienso yo, en la Biblia o fuera de ella, de igual mérito”, D. H. Lawrence: “Si usted anhela una historia de su propia alma, está perfectamente hecha en el libro de Job”, y Thomas Wolfe: “La más trágica, sublime y hermosa expresión de soledad que yo haya leído jamás es el libro de Job”.

[4] Elena G. de White, La educación (Bogotá: Asociación Publicadora Interamericana, edición ACES), pág. 159.

[5] Marvin H. Pope, Job, Anchor Bible (Carden City, N. Y: Doubleday, 1973), pág. XXIII.

[6] Roñal J. Williams, “Currents Trends in the Study of the Book of Job”, en Walter E. Aufrecht, ed., Studies in the Book of Job, SR supplements, 16 (Waterloo, Ontario: Wilfred Laurier Press, 1985), págs. 1-25; pág. 13.

[7] Comentarios de Elena G. de White en Francis D. Nichol, ed.. CBASD (Mountain View, Ca.: Publicaciones Interamericanas, 1984), 3:1158.

[8] Ibíd.

[9] Siempre llamado “el satán” en Job. Satán es una palabra hebrea que significa adversario. El Nuevo Testamento deja bien claro quién es este personaje: “Vuestro adversario el diablo”, dice Pedro, identificándolo claramente (1 Ped. 5:8); y Apocalipsis 12:9 da más detalles: “Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo

entero, fue arrojado a la tierra…” Gomo se aclarará más tarde, la identificación de uno llamado Satanás como gran engañador, es particularmente relevante para la presente historia.

[10] John Milton, Paradise Lost (NY: Hurd & Houghton, 1872), 1:25,26.

[11] La prístina inocencia de nuestros primeros padres es tan excepcional que debe hacerse notar especialmente en Génesis 2:25. La entrada del pecado arruina esta inocencia (Gén. 3:7, 21). En Israel la desnudez, o rasgarse deliberadamente la vestidura, raparse la cabeza o la barba, y sentarse en el polvo, están asociados con una gran vergüenza, ya sea por el horror producido por alguna afrenta, o la pena por una gran pérdida (2 Sam. 10:4, 5; Isa. 47:1-3; 2 Rey. 6:24-30). El rito de purificación de los nazareos también involucraba el raparse (Núm. 6:5-19)- A los sacerdotes se les prohibía específicamente raparse las barbas o rasgarse la vestidura (Lev. 21:5,10), hecho que expone cuán impropia fue la acción de Caifás en el juicio de Jesús (Mat. 26:65). Las aberraciones paganas de estos rituales les fueron prohibidas a Israel (Deut. 14:1), pero las practicaban de todas maneras (1 Rey. 18:25-28; Jer. 41:5; 48:37). Con respecto al cabello, la regla general de los varones israelitas, a juzgar por el arte egipcio del segundo milenio a.C., así como por los relieves asirios preexílicos, era que debían tener barba, con frecuencia de gran longitud, y el cabello debía llegarles a los hombros. El argumento de Pablo en el Nuevo Testamento acerca de lo que era natural en este asunto (1 Cor. 11:4), se basa en la práctica aceptada durante el período grecorromano.

[12] La súbita intervención de Dios, ignorando a Eliú, no garantiza la afirmación de que los discursos de Eliú son una inserción posterior. Más bien, señala la verdadera dirección de la dinámica del drama, y comenta la inconsecuencia de Eliú con una comprensión apropiada de los asuntos que estaban en juego.

[13] Tamar le suplica a su hermano que no le inflija tal desgracia (2 Sam. 13:12); Dios usa la misma palabra para describir lo que siente y piensa hacerles a los amigos de Job, después de que distorsionaron su carácter (Job. 42:8).