“Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.”
Meses atrás, una familia de nuestra iglesia perdió a uno de sus integrantes en un trágico accidente. Al sábado siguiente, fui abordada por una persona de esa familia que, todavía en medio de las lágrimas, me dijo: “Estoy con la conciencia intranquila. Había mucha gente en el cementerio, y alguien de nuestra iglesia se acercó y me dijo que no podía llorar, porque debía dar buen testimonio. ¡Pero no pude dejar de llorar!”
Mi respuesta a esa hermana fue que llorar por el dolor de una separación es algo normal; a fin de cuentas, somos humanos. En cierta ocasión, Elena de White escribió a una viuda: “¡Cuánta tristeza hay en el mundo! ¡Cuánto dolor! ¡Cuántas lágrimas! No es correcto decir a los que están afligidos: ‘No llore, porque no es conveniente llorar’. Esas palabras proporcionan poquísimo consuelo. Llorar no es pecado” {Mensajes selectos, t. 2, p. 302). La diferencia es que no lloramos como los que no tienen esperanza. Jesús lloró junto a la sepultura de Lázaro; se conmovió y lloró ante la impenitencia de Jerusalén.
¡CUIDADO AQUÍ!
Desgraciadamente, en nuestro medio, muchas personas tienen conceptos equivocados acerca de la enfermedad y la muerte. No pocas veces, en el intento de ayudar con palabras supuestamente “reconfortantes”, lo único que consiguen es aumentar el sufrimiento de los que ya están pasando por situaciones de dolor y de aflicción. En ese caso, vale el dicho popular: “Si no puede ayudar, no estorbe”.
¿Qué palabras decir a las personas que perdieron a un familiar? Si es la pérdida de su hijo, jamás diga: “Sé lo que está experimentando, porque perdí a mi padre, mi madre, mi abuelo o mi tía”. La verdad es que si alguien nunca experimentó la pérdida de un hijo no conoce el dolor de esos padres, aun cuando haya perdido a otros familiares. Quien pierde a los padres es huérfano; quien pierde al cónyuge es viudo. Pero no existe definición para quien pierde hijos. Es algo simplemente inexplicable. Los padres necesitan de mucho tiempo para poder procesar el dolor. Y, aun cuando sea difícil encontrar respuestas, siempre se enfrentan ante la inevitable pregunta: “¿Por qué?”
Es bueno aclarar que la dificultad en tener algo que decir en esa hora es perfectamente normal, considerando las limitaciones de nuestra humanidad. Por lo tanto, solo quede en silencio. Abrace al enlutado, llore con él, colóquese a su disposición para ayudar en lo que sea necesario: haciendo llamadas a amigos y familiares, ayudando en la organización de la ceremonia fúnebre, proveyendo alimentos (en algunos casos, el deudo no puede ingerir alimento sólido; entonces, provea una infusión, agua o jugo de frutas). Tenga pañuelos descartables para ofrecer. Después de que todo haya pasado, continúe a disposición para ayudar en los primeros pasos del “día después”. Visite a la familia, confórtela, anímela, hagan juntos el culto de puesta de sol.
No emita conceptos acerca de la condición espiritual de la persona fallecida. Solamente Dios ve el corazón, y él es misericordioso, justo y amoroso. ¿Cuáles fueron los últimos pensamientos en los segundos finales de vida? Solo Dios lo sabe.
ESPERANZA CONSOLODADORA
Mi esposo y yo hemos visitado a algunas familias que pasaron por el valle de sombra y de muerte, sufriendo pérdidas irreparables. En esas ocasiones, hemos testificado cuánto necesitamos tener sabiduría celestial para expresar las palabras correctas a fin de aliviar el dolor de los enlutados, sin dejar el más leve resquicio de insensibilidad.
Jesús afirmó: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Mientras estemos en este mundo, estaremos sujetos a dolores, aflicciones y lágrimas. Sí, mientras estuvo en este mundo, Jesús lloró. La promesa de la ausencia de lágrimas será una realidad plena recién cuando Cristo vuelva, cuando llamará a nuestros queridos a la vida que no tiene fin, en la Tierra Nueva. Hasta entonces, debemos alentarnos en el consuelo de esa bendita esperanza, y compartirla sabiamente con otras personas.
Sobre la autora: Enfermera y esposa de pastor, trabaja en Salvador, Bahía, Rep. del Brasil.