Quizá me había equivocado de carrera. Tal vez no nací para ser pastor, ya no digamos líder de la iglesia. Quizá, pensaba, debía colgar los guantes y desertar. Tal vez sencillamente debía afrontar el hecho de que había fracasado.
El fracaso de Jesús
Las buenas nuevas son que Jesús, el más grande predicador y dirigente que haya vivido jamás, también “fracasó”.
Piense sencillamente en ese hecho por un momento. No tenía más que 12 personas en su congregación. Ellos no sólo habían escuchado sus sermones, sino que habían vivido prácticamente con él durante los últimos tres años. Y, sin embargo, ninguno había captado realmente el mensaje y las lecciones que había tratado de inculcarles.
No sólo habían sido incapaces de entender las reiteradas predicciones de su muerte y resurrección, sino que ninguno de ellos parecía haberse convertido antes de su crucifixión. Uno lo traicionó; su principal discípulo negó que lo conocía con horribles maldiciones; y todos discutieron en cuanto a “quién sería el mayor”, aun mientras les estaba diciendo que moriría por ellos. Sus discípulos todavía estaban enfrascados en su tema favorito mientras se dirigían al Getsemaní (Mat. 26:69-75; Luc. 22:14-53; cf. Mal. 20:17-28). Ninguno de ellos había llegado ni siquiera a la primera base. Y, sin embargo, era precisamente a este grupo de discípulos a quienes Jesús les había confiado el liderazgo de su iglesia.
¡Hablar de fracaso! Jesús había llegado al final de su ministerio y, al parecer, ni siquiera uno de sus discípulos le había escuchado realmente. Tres años de enseñanza intensiva, y ningún converso en su círculo íntimo. Tres años de predicación, y su audiencia no había respondido.
¿Cómo se habría sentido usted en una situación semejante? ¿Moriría por un grupo de gente como ésta? Y, sin embargo, los discípulos inconversos de Cristo no eran más que la parte visible del iceberg de su fracaso. Cuando él colgaba de la cruz, los que pasaban “le injuriaban, meneando la cabeza, y diciendo: Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz”. Y lo mismo hacían los dirigentes judíos, se burlaban diciendo. “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios”. Y también “le injuriaban… los ladrones que estaban crucificados con él” (Mat. 27:39-44).
¿Habría muerto usted por gente semejante? Si yo hubiera sido Jesús, me habría bajado de la cruz y les habría mostrado precisamente quién era yo. ¡Con un ligero movimiento de mi dedo habría aniquilado a aquella “iglesia” descarriada en una conflagración nuclear; aunque quizá eso hubiera sido demasiado rápido y misericordioso para ellos! Pienso que asarlos a fuego lento hubiera sido más efectivo para grabarles mi mensaje. Ninguno de ellos habría olvidado jamás una lección tan objetiva como ésa.
En suma, no creo que habría muerto ni por los sordos discípulos ni por la díscola multitud. Pero Jesús sí.
Y, sin embargo, fue a la tumba aparentemente fracasado. Si su liderazgo y su ministerio hubieran sido juzgados simplemente por lo que satisface a los ojos humanos, y evaluados por las normas del convencionalismo típico, Jesús habría doblado las notas de sus sermones y entregado sus credenciales.
Yo no quiero ser como Jesús
Es muy común escuchar constantemente entre los cristianos la declaración de que deberían ser como Jesús. Pero en este aspecto, siento que me resulta difícil querer ser como él. No me gustaría ser un líder cristiano fracasado. No me desempeño muy bien en los días desalentadores ni me llevo bien con la gente revoltosa y cabeza dura. Me deprimo rápidamente y comienzo a preguntarme si el mundo (o al menos el ministerio) no la pasaría mejor sin mí.
Para decirlo claramente, me gusta el éxito. De hecho, lucho por él. Y no digo éxito a largo plazo. Quiero el éxito hoy, donde pueda verlo, olerlo, saborearlo, agarrarlo con avidez, tocarlo y, lo mejor de todo, contarlo a mis amigos e informarlo a las oficinas de la asociación o a cualquier audiencia muy extensa que pueda encontrar. Quiero gritar “¡Mírenme!”, mientras despliego mis hazañas.
No quiero ser como Jesús. No quiero ser como el líder que “fracasó”. Quiero ser más grande que él. Quiero que todo lo que toque se convierta en éxito brillante. El único problema con este deseo es que no puede convertirse en realidad. He tenido que hacerle frente a los mismos problemas y a la misma clase de gente que Jesús. Y la triste verdad es que con demasiada frecuencia he tenido los mismos resultados que él. Definitivamente, no he podido ser más grande que Jesús. Yo también he fracasado.
Éxito más allá del fracaso
Y sin embargo he descubierto que el fracaso aparente y el real no son lo mismo.
Todavía recuerdo mi primer esfuerzo evangelístico. Tuvo lugar en Corsicana, Texas, una población de unos 26,000 habitantes y una iglesita con 12 miembros. Y de aquellos doce prácticamente todos estaban en la séptima década de sus vidas y sólo uno era varón. Tenía yo 26 años en ese tiempo. Por supuesto, no tengo nada contra las mujeres. Después de todo, mi madre lo es. Y tampoco tengo nada contra los viejos.
De hecho, para entonces ya me las había arreglado para fracasar en muchos asuntos. Como resultado de tales fracasos, en la primavera de 1969 entregué mis credenciales ministeriales. A diferencia de Jesús, yo deserté. Incluso había decidido abandonar el adventismo y el cristianismo.
Un par de años más tarde atravesaba yo en automóvil el norte de Texas y me desvié de la autopista para comprar algo para mi esposa en una tienda de comestibles de Keene, lugar donde está situado un colegio adventista. Cuando cruzaba el umbral de la tienda, me encontré con un joven.
– ¿No es usted George Knight? -me preguntó. Le dije que sí.
– ¿Se acuerda usted de mí? -me dijo una vez mis.
En esos casos trato, por lo general, de fingir que los conozco, pero yo estaba tan desalentado que le dije la verdad sencillamente.
-Usted me visitó en mi cuarto en Corsicana. Esa visita fue el punto de retomo en mi vida. Ahora estoy estudiando para ser un ministro adventista del séptimo día.
No le dije lo que estaba haciendo.
El punto es obvio. Yo había tenido éxito, pero no lo supe. Había plantado semillas que germinaron bajo tierra donde no podía verías.
Mi problema era (y todavía lo es) que había querido cultivarlas, regarlas y levantar la cosecha en sólo tres semanas. No puedo tolerar el fracaso ni siquiera esperar a que algo se le parezca. Deseo el éxito inmediatamente. No quiero ser como Jesús. Quiero ser más grande que él.
Lo que he tenido que aprender es que uno planta, pero son otros los que riegan, y todavía otros más quienes cosechan. Creo que tengo que aprender una y otra vez que es el Espíritu Santo quien trabaja silenciosamente en los corazones en cada etapa del desarrollo, y que siempre es su obra la que hace el trabajo realmente importante en el corazón de las personas a quienes me toca ministrar.
Lo mismo le ocurrió a Jesús en su ministerio, y fue ésa la razón por la cual, según las normas externas, pareció ser un fracasado. Aun cuando había plantado y regado, no fue sino hasta después del Pentecostés que el fruto maduró en todas partes. Esta clase de experiencia en el ministerio debe ser también nuestra.
Una promesa especial para pastores y otros dirigentes cristianos
Una de las promesas más significativas en los escritos de Elena de White tiene que ver precisamente con este tema. Hablando acerca de la mañana de la resurrección ella observa que el ángel que nos cuida en nuestra vida, nos informará sobre la “historia de la interposición divina” en nuestra “vida individual, de la cooperación celestial en toda obra en favor de la humanidad:
“Entonces serán aclaradas todas las perplejidades de la vida. Donde a nosotros nos pareció ver sólo confusión y desilusión, propósitos quebrantados y planes desbaratados, se verá un propósito grandioso, dominante, victorioso y una armonía divina.
“Allí, todos los que obraron con espíritu abnegado verán el fruto de sus labores. Se verá el resultado de la aplicación de cada principio recto y la realización de toda acción noble. Algo de ello vemos ahora. Pero, ¡cuán poco del resultado de la obra más noble del mundo llega a ver en esta vida el que la hace! ¡Cuántos trabajan abnegada e incansablemente por los que pasan más allá de su alcance y conocimiento! Los padres y maestros caen en su último sueño con la sensación de que ha sido fútil la obra de su vida; no saben que su fidelidad ha abierto manantiales de bendición que nunca dejarán de fluir; sólo por la fe ven a los hijos que han criado transformarse en una bendición e inspiración para sus semejantes, y ven multiplicarse mil veces su influencia. Más de un obrero envía al mundo mensajes de fortaleza, esperanza y valor, palabras portadoras de bendición para los habitantes de todos los países. Más él poco sabe de los resultados mientras trabaja en la oscuridad y la soledad. Así se hacen dádivas, se llevan responsabilidades y se hace la obra. Los hombres siembran la semilla de la cual, sobre sus sepulcros, otros cosechan en abundancia. Plantan árboles para que otros coman sus frutos. Se contentan aquí con saber que han puesto en acción instrumentos benéficos. En el más allá se verá el resultado”.[1]
¡Qué maravillosa promesa! ¡Qué asombrosa realidad!
Necesitamos ver que como predicador y como líder Jesús sólo fracasó en apariencia. Además, fue el hombre de mayor éxito en el mundo, Tuvo la capacidad de perseverar frente al desaliento porque vio más allá de la mera evidencia física.
Un día en la vida de Jesús
Debemos realizar nuestro ministerio con la misma percepción de las cosas. Necesitamos considerar nuestro liderazgo y nuestro ministerio tal como el Espíritu Santo, según los registros de los Evangelios, consideró el ministerio y la vida de Jesús. Dados los propósitos por los cuales fueron escritos, parece que los tres años que Jesús pasó con sus discípulos estuvieron llenos de milagros, grandes enseñanzas y asombrosos sucesos.
Sin embargo, tengo la ligera sospecha de que el ministerio cotidiano de Jesús se veía muy diferente desde las sandalias de un discípulo suyo. Para ellos, muchos días con Jesús no eran más que otro de calor, polvo y sudor. ¿Tenía Jesús que caminar tanto? ¿No sabe que a uno le da hambre? ¿Y tengo que caminar con ese complicado y engreído Pedro, con Santiago y Juan, que tienen el descaro de traer a su mamá con ellos (probablemente tía de Jesús2) para que haga lo posible por conseguirles el mejor puesto en su reino; con ese insoportable Judas y con todo el resto de esos hombres quejosos y llorones[2]
Es posible que desde el sentir íntimo del grupo los días no parecieran ser muy diferentes de los nuestros. Y nosotros, al igual que Jesús, necesitamos mirar más allá de la perspectiva diaria que está saturada de desaliento y problemas que encontramos en la iglesia y en nuestras vidas, al Dios que trabaja y actúa detrás de la escena, a pesar de los fracasos y debilidades humanas.
Nuestra responsabilidad
Nuestra responsabilidad no es preocupamos por la victoria final, sino hacer bien nuestra parte hoy. Recuerdo que hace más de 20 años, comenzaba mi trabajo como profesor en la Universidad Andrews. Como un joven filósofo de la educación con puntos de vista revolucionarios, tenía la esperanza de reformar y enderezar todo cuanto estuviera “fuera de lugar” en poco tiempo. Pero la reforma no prosperaba tan rápidamente como yo había esperado. De hecho, no han cambiado muchas cosas desde que llegué. Yo me había propuesto renunciar y “hacer algo más útil”.
Pero para ese entonces ya había aprendido algo en cuanto a los “fracasos” de Jesús. Finalmente fui a Dios sobre mis rodillas y me comprometí a permanecer “en la obra” si tan sólo me permitía tocar al menos un alma por año con su evangelio de verdad y amor.
Él ha cumplido su parte del compromiso. De hecho, algunos años he podido tocar a más de un alma a través de la gracia salvadora de Dios. Con el paso del tiempo, la mayor inspiración en mi ministerio ha sido el ejemplo de Jesús, el Líder que “fracasó” pero que triunfó asombrosamente.
Sobre el autor: es profesor de historia eclesiástica en el Seminario Teológico Adventista del Séptimo Día en la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan.
Referencias:
[1] Elena G. de White, La educación. págs. 305, 306.
[2] George R. Knight. Matthew: The Gospel of the Kingdom (Boise: Pacific Press Pub. Assn), pág. 280.