En nuestra época de pluralidad de creencias y completa libertad de expresión, los ataques a las doctrinas cristianas, según son explicitadas en las Escrituras y tradicionalmente comprendidas por los teólogos y fieles, se han hecho cada vez más comunes. Esta situación adquiere contornos de crisis ya que la postura posmoderna parece exigir cierta pasividad frente a las diferencias, al mismo tiempo que el bombardeo de los medios de comunicación contra las Escrituras se hace más y más inclemente. Si levantamos la voz para denunciar los equívocos de tales posturas permisivas, somos llamados “intolerantes”. Por otro lado, si nos callamos, somos rotulados como personas incultas, sin argumentación ni credibilidad, indignas de atención y esclavas de una fe ciega.

Frente a esa situación hasta cierto punto melindrosa, nos proponemos desarrollar una reflexión sobre la posibilidad de que Jesús y el Espíritu Santo sean una única persona. Este argumento ha sido recientemente propuesto por movimientos disidentes que intentaron negar la persona y la personalidad del Espíritu Santo, así como solapar la creencia en la doctrina de las tres personas divinas que componen la Divinidad. Al defender esa posición, sus exponentes procuran mostrar que, cuando se refieren al “otro Consolador”, a la intercesión en favor de los creyentes y a la distribución de dones en la iglesia, las Escrituras están, de hecho, describiendo la obra de Jesús, codificada bajo la forma de enigmáticas referencias al Espíritu Santo.

“Otro consolador”

Jesucristo dice: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros. Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Juan 14:16-19).

Desgraciadamente, una comprensión inadecuada de este pasaje ha llevado a algunos a concluir que la promesa que él contiene, de que Jesús no dejaría huérfanos a sus discípulos y que volvería, apunta al retomo de Jesús a la Tierra para realizar la obra del Espíritu Santo.

La mayoría de los teólogos cree que aquí Jesús se refería a su regreso en ocasión de la resurrección. Obviamente, la venida del Consolador está condicionada por la muerte y la resurrección de Jesús. Debemos recordar que, en este contexto, la promesa de Jesús fue motivada por una declaración de Tomás: “Señor, no sabemos a dónde vas” (Juan 14:5). Frente a esto, el Maestro explicó que rogaría al Padre por otro Consolador y que este quedaría para siempre con los discípulos. Hasta aquí, la afirmativa de Jesús respondía solamente en parte a la inquietud de los discípulos: su temor de ser abandonados. Sin embargo, Tomás había hecho referencia específica a la curiosidad de los discípulos con relación a lo que acontecería con el Maestro y, por esta razón, Jesús agregó que volvería, pero que el mundo no lo vería más. De hecho, inmediatamente después de la resurrección, Jesús no se manifestó más a las personas del mundo (a no ser para aquellos que, por causa de su autorevelación, se convierten).

Para defender el punto de vista de que Jesús estaba hablando de sí mismo al referirse a otro Consolador, los que piensan así argumentan, primeramente, que ni el mundo ni los discípulos conocían al Espíritu Santo y que, ya que los discípulos conocían muy bien a Jesús, el Espíritu Santo y Jesús tenían que ser la misma persona. Según esta manera de pensar, la declaración de Jesús, de que los discípulos no lo verían, sería cumplida en ocasión de su regreso como el “otro Consolador”. Esa posición no considera, sin embargo, que el Espíritu Santo ya había sido derramado sobre los discípulos, según la promesa de Juan el Bautista (Mar. 1:8; 6:13), aunque no de forma plena (Luc. 24:49, Juan 20:21, 22, Hech. 1:5). Nadie va a Cristo sino por la actuación del Espíritu Santo. La propia condición de discípulos les garantizaba un conocimiento (aunque parcial) del Espíritu.

El segundo argumento empleado para probar una supuesta identificación de Jesús como el “otro Consolador” es la comparación de las expresiones “otro Consolador” y “otro discípulo”. “Y salieron Pedro y el otro discípulo, y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero al sepulcro” (Juan 20:3, 4). Argumentan que, si Juan podía llamarse “otro discípulo”, el Salvador podría referirse a sí mismo como “otro Consolador”. Es verdad que, ocasionalmente, Jesús se refería a sí mismo en tercera persona (Mat.12:40; 17:9; Luc. 24:15, 16, 26, 27). Sin embargo, nunca lo hizo por medio de la palabra “otro”. De hecho, todas las veces que él empleó esa palabra estaba hablando de otra persona. Por ejemplo: “Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, a ese recibiréis” (Juan 5:43). Él también usó esa palabra refiriéndose a Juan el Bautista (Juan 5:32).

Juan podía referirse a sí mismo como “el otro discípulo” porque había más discípulos; pero, si Jesús es el único Consolador, como quieren los disidentes, sería ilógico que él se refiriera a sí mismo como “otro Consolador”. Es más, para que tenga sentido el argumento de que Jesús podría usar la palabra “otro” con relación a sí mismo porque Juan la usaba, sería necesario que, en el texto empleado para defender esa idea (Juan 20:3,4), Juan y Pedro fuesen una única persona. Al contrario de eso, él afirmó que eran dos personas diferentes.

De manera semejante, cuando Jesús llamó “otro Consolador” al Espíritu Santo, estaba afirmando que él y el Espíritu Santo constituyen dos personas distintas.

Elena de White aclara la exposición de Jesús: “Limitado por la humanidad, Cristo no podría estar en todas partes en persona. Era, por lo tanto, de interés de ellos [de los discípulos] que fuese al Padre, y enviase al Espíritu como su sucesor en la Tierra”.[1] Evidentemente, no podemos concebir que ella estuviese hablando de un sucesor de Jesús, si el Espíritu Santo es apenas un nombre diferente para el Señor Jesucristo.

El Espíritu Santo: ¿Ser impersonal?

El texto de Hechos 2:33 ha sido usado, en tiempos recientes, como una supuesta prueba de que el Espíritu Santo no es una persona. Los argumentos corren en dos líneas principales: 1) el versículo específicamente se refiere al Espíritu Santo por medio del pronombre demostrativo “esto”, de valor neutro; y 2) el verbo “derramar” deja en claro que él no es una persona, sino una especie de fuerza, cosa u objeto. Dice el texto: “Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís”. El primer argumento, que considera irrespetuoso el empleo de la palabra “esto” (touto, en griego) en relación a una Persona divina, se topa con una dificultad infranqueable. El uso de “esto” se debe al hecho de que la expresión “Espíritu Santo” (pneuma hagion) es neutra en griego.

Como el español y el latín, el griego posee tres géneros: masculino, femenino y neutro. De esa manera, “mar” es una palabra masculina y “gente” es un femenino, pero también decimos “lo mejor”, que no necesariamente marca un género. En griego, es común el empleo del género neutro cuando no queremos hacer referencia explícita al sexo. De esa forma, la palabra “bebe” (brephos), o el término “hijitos” (teknia), muy empleado por el apóstol Juan en sus epístolas, son expresiones neutras, sin cualquier referencia al sexo de las personas involucradas. Lo mismo acontece en inglés, cuando se refiere al Espíritu Santo, a un bebé o a un niño como “it” (esto).

La traducción de Hechos 2:33 al portugués (lengua que no tiene género neutro) deja en claro que la lengua griega trata la expresión “Espíritu Santo” como neutra. Si los que defienden la impersonalidad del Espíritu Santo investigasen cuidadosamente el griego, descubrirían que ese no es el único caso. La misma situación se da en Juan 14:16 y 17, aunque allí la traducción no lo haga explícito. En otros pasajes (Juan 14:26; 16:7, 8, 13, 14), Juan emplea el pronombre masculino ekeinos (“este” o “él”) para referirse al Espíritu Santo, mostrando que los géneros masculino y neutro no son atribuidos, de forma consistente, a la tercera de la Divinidad. De hecho, Dios no es hombre ni mujer, pues “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24). En todo caso, se percibe que tanto bíblica como lingüísticamente, el género de una palabra no determina la personalidad del ser que ella representa.

En relación con el segundo argumento, ¿acaso se puede decir que el verbo “derramar” nunca puede tener seres personales como su objeto? No. Por ejemplo, en Portugal, un diario deportivo publicó lo siguiente: “El juego fue desfigurado como espectáculo, pero más atrayente. Liverpool derramó hombres al frente… defendiéndose al estilo italiano”.[2] Se percibe, en este caso, que el equipo inglés adoptó el estilo defensivo de los equipos italianos, “derramando” jugadores al frente de la defensa. ¿Se puede derramar a una persona? Aparentemente sí, si estamos hablando en un lenguaje figurado. Un poema de Gustavo Bicalho muestra esto:

“Segunda-feira. Perde-se a hora. O relógio evaporou. ‘Moco, me ve um dopo dágua?’ Acabou.’A avenida derrama gente. Sublimo”.[3]

El poeta describe cómo su yo lírico despertó atrasado el lunes, entró en un establecimiento en busca de agua, no la encontró, volvió a la avenida repleta de personas y, finalmente, se sobrepuso a sus dificultades.

Cuando la Biblia habla de que el Espíritu Santo es derramado sobre toda carne (Joel 2:28), está usando un lenguaje figurado, así como cuando lo hace al decir que la cólera de Dios se derrama como fuego. (Nah. 1:6; Apoc. 16:1), o que el amor divino es derramado en nuestro corazón (Rom. 5:5). De acuerdo con Elena de White, “ningún principio intangible, ninguna esencia impersonal o simple abstracción podría satisfacer las necesidades y anhelos de los seres humanos en esta vida de luchas con el pecado, tristeza y dolor. No basta creer en la ley y en la fuerza, en cosas que no tienen piedad o nunca escuchan el grito por auxilio. Necesitamos saber acerca de un brazo todopoderoso que nos mantendrá, y de un Amigo infinito que tiene piedad de nosotros”[4]

Espíritu, mente, vida

Usando el mismo razonamiento, preguntamos: ¿se puede defender la idea de que la expresión “Espíritu Santo” sea empleada en la Biblia simplemente como el significado de “mente” y “vida”? No. En todas las ocasiones en las que la palabra “espíritu” tiene ese sentido figurado (1 Rey. 21:4, 5; Dan. 2:1-3; 1 Cor. 14:14; 2 Cor. 7:13; Fil. 25), ella nunca viene seguida del adjetivo “santo”. Además de esto, se nos dice que “Cristo se esforzó por su vid. Príncipe del cielo, él era todavía el intercesor por el hombre, y tenía poder con Dios, y prevalecía en favor de sí mismo y de su pueblo. Mañana tras mañana, él comulgaba con el Padre celestial, recibiendo de él un bautismo diario del Espíritu Santo”.[5] En la Tierra, Jesús recibía el bautismo diario del Espíritu Santo. Por lo tanto, ¡él no podía ser bautizado con su propia mente!

Por la misma razón, no debemos entender que la siguiente declaración de Pablo significa que solamente Dios el Padre entiende sus propios asuntos: “Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Cor. 2:11) Elena de White explica muy bien este texto: “El Espíritu Santo tiene una personalidad, de lo contrario no podría dar testimonio a nuestros espíritus y con nuestros espíritus de que somos hijos de Dios. Debe ser una persona divina, además, porque en caso contrario no podría escudriñar los secretos que están ocultos en la mente de Dios”.[6] Tampoco debemos interpretar de modo figurado Romanos 8:26, como si el apóstol sugiriese que es la “mente” de Cristo que realiza la intercesión en favor de los hombres: “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles”.

Los defensores de la idea de que las referencias a la intercesión del Espíritu Santo representan figuradamente la intercesión de Jesús lo hacen motivados por una comprensión inadecuada de 1 Timoteo 2:5, que dice que apenas… “hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre”. Tales personas pasan por alto la comprensión teológica de que es convención llamar “la economía de la Divinidad”. O sea, aunque Jesús haya participado de la creación de modo tan efectivo como el Padre, por lo general solo este recibe el epíteto de Creador. Así, aunque el Padre haya participado de modo tan efectivo como Jesús, es a este a quien, generalmente, designamos Redentor. Las personas divinas tienen unidad de propósito y acción, pero cada una de ellas, en cierto sentido, se destaca en relación con algún aspecto específico de su actuación. Por eso, afirmar que Jesús es el único Mediador no contradice la enseñanza bíblica de que el Espíritu intercede por el hombre.

En vez de ser contradictorias, las actuaciones de Jesús y del Espíritu Santo como intercesores son, de hecho, complementarias.

“Cuando Cristo acabe su obra mediadora en favor del hombre, entonces empezará ese tiempo de aflicción. Entonces la suerte de cada alma habrá sido decidida, y ya no habrá sangre expiatoria para limpiarnos del pecado. Cuando Cristo deje su posición de intercesor ante Dios, se anunciará solemnemente: ‘El que es injusto, sea injusto todavía: y el que es sucio, ensúciese todavía: y el que es justo, sea todavía justificado: y el santo sea santificado todavía’ (Apoc. 22:11)”.[7] “Mientras Jesús permanezca como intercesor por el hombre en el Santuario Celestial, la influencia restrictiva del Espíritu Santo es sentida por los gobernantes y por el pueblo”.[8] “Mientras Jesús, como Intercesor, suplica por nosotros en el cielo, el Espíritu Santo opera en nosotros, para que queramos y efectuemos su voluntad. Todo el cielo se interesa por la salvación de la persona”.[9]

Como se percibe, después de su muerte, Jesús es Intercesor en el cielo, en el Santuario Celestial. El Espíritu Santo intercede desde la Tierra, convenciéndonos “del pecado, de la justicia y del juicio” (Juan 16:8). De acuerdo con la economía de la Divinidad, nada impide que tanto Jesús como el Espíritu Santo sean identificados como intercesores. El Espíritu intercede y Cristo también intercede. De hecho, según Romanos 8:34: “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros”.

En la distribución de los dones

En el capítulo 2 de Hechos, Lucas describe la manera en la que el Espíritu Santo concedió el don de lenguas a la iglesia primitiva. Sin embargo, en Efesios 4:8, tenemos la declaración -también paulina- de que fue Jesús quien distribuyó los dones espirituales a la iglesia: “Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres”. ¿Prueban estas declaraciones que Jesús y el Espíritu Santo son la misma persona? De ningún modo. Otros pasajes de las Escrituras revelan que Jesús y el Espíritu Santo participaron, conjuntamente, de la distribución de los dones. Al sugerir temas de predicación para los pastores evangelistas, Elena de White afirmó lo siguiente: “Estos son nuestros temas: Cristo crucificado por nuestros pecados, Cristo resucitado de los muertos, Cristo nuestro intercesor ante Dios; y estrechamente relacionada con estos asuntos se halla la obra del Espíritu Santo, el representante de Cristo, enviado con poder divino y con dones para los hombres”.[10]  El Espíritu Santo distribuye los dones como representante de Cristo.

Jesús es la fuente de los dones, el Espíritu Santo los entrega a cada uno de nosotros. Sin embargo, la tercera persona de la Divinidad cuenta con el consentimiento de los demás miembros de la Divinidad para hacerlo según su propio beneplácito: “Todas estas cosas, sin embargo, son realizadas por el mismo y único Espíritu, y él las distribuye individualmente, a cada uno, como quiere”.

Además de esto, la siguiente afirmación de Elena de White aclara que Jesús está con el Espíritu Santo cuando este realiza sus obras: “Cuando las pruebas oscurecen el alma, recuerde las palabras de Cristo, recuerde que él es una presencia invisible en la persona del Espíritu Santo, y él será la paz y el confort que le son dados, manifestándole que él está con usted, el Sol de justicia expulsando las tinieblas”.[11]

Sobre el autor: Es profesor en la Facultad Adventista de Teología de UNASP, Ingeniero Coelho, San Pablo, Rep. del Brasil.


Referencias

[1] Elena de White, La fe por la cual vivo (MM, 1959), p. 56.

[2] Desporto Noticias, 20/02/2008.

[3] “Lunes. Se pierde la hora. El reloj se evaporó. ‘Joven, ¿me da un vaso de agua?’ Acabó. La avenida derrama gente. Sublimo”. [Traducción libre del traductor.]

[4] Elena de White, ibíd, p. 54.

[5] Signs of the Times (21/11/1895).

[6] El evangelismo, p. 448.

[7] Patriarcas y profetas, p. 199.

[8] Spirit of Prophecy, 14, p. 429.

[9] Signs of theTlimes(03/10/1892).

[10] El evangelismo, p. 140.

[11] Hijos e hijas de Dios, p. 185.