Estudio relativo a las profecías del fin
Cuando fue creado el hombre, la tierra entera estaba bajo la influencia del Espíritu Santo y el hombre, la corona de la creación, había sido designado como su mayordomo. La presencia de Dios en todo el esplendor de su gloria era manifiesta en cada rincón de la flamante naturaleza. La tierra no tenia, al salir de las manos del Creador, la más mínima mancha de pecado ni vestigio alguno de corrupción. Tan sólo junto al árbol de la ciencia del bien y del mal, podía Satanás tratar de engañar a la feliz pareja. Pero la desobediencia del hombre invirtió el cuadro. Por usurpación el gran enemigo vino a ser el “príncipe de este mundo” (Juan 12:31; 14:30; 16:11) y los hijos de Dios, sus legítimos poseedores, tuvieron que vivir en adelante como “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb. 11: 13).
Desde entonces la presencia del Espíritu de Dios siguió manifestándose en sus hijos fieles, pero sin un lugar especialmente santificado en la tierra. Sólo con Abrahán comienza a distinguirse la tierra de Canaán como la futura morada de Dios con su pueblo, y dentro de ella, ciertos hechos van distinguiendo a Jerusalén como una ciudad especial.
El nombre más antiguo de Jerusalén fue Salem que significa “paz”. En Génesis 14:18-20 se nos dice que Abrahán dio los diezmos de todo a Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo. Allí el patriarca fue enviado para que sacrificase a Isaac (Gén. 22:2), y en ese mismo lugar le fueron confirmadas las promesas. Años más tarde, estando en Bet-el —unos 19 km al norte de Jerusalén— Jacob vio en sueños una escalera que llegaba hasta el cielo, y por la cual subían y bajaban los ángeles de Dios (Gén. 28:12) y cuya base descansaba sobre el monte Moría, según nos informa la mensajera del Señor en El Conflicto de los Siglos, página 21.
Siglos más tarde, cuando el pueblo de Israel es sacado con mano firme por Dios de Egipto, Moisés anuncia al pueblo que en aquella tierra que van a poseer, Dios escogerá un sitio de entre todas las tribus de Israel donde habrá de establecerse su tabernáculo, y al cual deberá acudir todo israelita a presentar sus ofrendas y holocaustos (véase Deut. 12:5, 11, 18, 21, 26; 14:23-26; 16:2, 7, 15, 16; 26:2). Pero no hallamos en los primeros siglos de la ocupación de Canaán que Dios escogiese lugar alguno. Por el contrario, notamos que el tabernáculo es llevado de un lugar a otro y hay épocas en las que no se puede precisar a ciencia cierta, dónde lo habían puesto.
Antes de la conquista, el tabernáculo de Dios estuvo con el pueblo en Gilgal (Jos. 4:19; 10:43). Luego, cuando la tierra fue sometida lo erigieron en Silo (Jos. 18:1). De allí llevaron temerariamente el arca a Eben-ezer, con la presunción de que de esa manera Dios los ayudaría contra los filisteos, pero fueron derrotados y el arca cayó en manos del enemigo (1 Sam. cap. 4) para no retornar más a Silo. Lo sucedido allí debió ser una lección para Israel y es tomado como ejemplo y amonestación al pueblo por escritores posteriores (Jer. 7:12-14; 26:6; Sal. 78:60).
Luego el arca estuvo veinte años en Quiriat-jearim, en casa de Abinadab (1 Sam. 7:1, 2). A pesar de las instrucciones de adorar en un santuario único Samuel edifica un altar en Ramá, donde habitaba (1 Sam. 7:17). Por ese tiempo solían sacrificar en los lugares altos (cap. 9:12) y se ofrecían sacrificios. y ofrendas en Gilgal (cap. 10:8; 11:14, 15).
Cuando David huía de Saúl, llegó a Nob donde el sacerdote Ahimelec le dio de los panes de la proposición, lo que indica que el tabernáculo estaba allí por ese tiempo. Nob era una población pequeña vecina a la de Jerusalén que hasta entonces permanecía en poder de los jebuseos. Más tarde David, después de haber tomado la fortaleza de Sion (1 Crón. 11:4-9), quiere traer a ella el arca y va a buscarla a Baala de Judá, pero ante el contratiempo de Uza, ésta fue dejada tres meses en casa de Obed-edom geteo. De allí fue llevada finalmente con gran júbilo a Jerusalén por David y una multitud que lo acompañaba (2 Sam. 6).
El Señor vio con buenos ojos el deseo de David de que el arca ya no estuviese más deambulando de aquí para allá, cubierta de cortinas, en tanto que él habitaba en casa de cedro. No sería él, sin embargo, el edificador, sino su hijo; pero a él se le concedía preparar los planos y los materiales para la obra.
Pero Jehová aún no había designado el lugar de su habitación conforme a la promesa de Moisés, sino que hasta entonces el tabernáculo había sido mudado de un lado a otro según le parecía bien al pueblo. Y esa designación vino en ocasión del pecado de David al censar al pueblo. Cuando el ángel exterminador llegó a Jerusalén, después de haber muerto setenta mil hombres desde Dan hasta Beerseba, se aprestaba a destruir la ciudad, pero Jehová le dio la orden de detenerse y se le indicó a David que debía ofrecer holocausto en la era de Aramia, u Ornán el jebuseo luego de lo cual cesó la plaga en Israel. Dice el texto sagrado: “Y edificó allí David un altar a Jehová, en el que ofreció holocaustos y ofrendas de paz, e invocó a Jehová, quien le respondió por fuego desde los cielos en el altar del holocausto” y añade “viendo David que Jehová le había oído en la era de Ornán jebuseo, ofreció sacrificios allí. Y el tabernáculo de Jehová que Moisés había hecho en el desierto, y el altar del holocausto, estaban entonces en el lugar alto de Gabaón; pero David no pudo ir allá a consultar a Dios, porque estaba atemorizado a causa de la espada del ángel de Jehová. Y dijo David: Aquí, estará la casa de Jehová Dios, y aquí el altar del holocausto para Israel” (l Crón. 21:26, 28-30; 22:1). Años más tarde “comenzó Salomón a edificar la casa de Jehová en Jerusalén, en el monte Moriah, que había sido mostrado a David su padre, en el lugar que David había preparado en la era de Ornán jebuseo” (2 Crón. 3:1).
Comienzan entonces con David los cantos de exaltación a Jerusalén y las expresiones de profundo amor de parte de Dios hacia su ciudad amada. David debió escribir por fe, por cuanto en sus días aún no se había levantado el templo en el monte Moría. Sin embargo sus palabras trasuntan la seguridad y la emoción de quien ha visto tales maravillas con sus propios ojos. Notemos sus palabras:
“Cantad a Jehová, que habita en Sion” (Sal. 9:11).
“El nombre del Dios de Jacob te defienda. Te envíe ayuda desde el santuario, y desde Sión te sostenga” (Sal. 20:1, 2).
Jerusalén no fue escogida por David, sino por Dios mismo:
“Porque Jehová ha elegido a Sion; la quiso por habitación para si”, no por un tiempo breve, sino: “Este es para siempre el lugar de mi reposo; aquí habitaré, porque la he querido” (Sal. 132:13, 14).
“Reinará Jehová para siempre, tu Dios, oh Sion, de generación en generación” (Sal. 146:10).
SION, EL REDIL PARA EL REBAÑO DE DIOS
Sion estaba destinada a ser la capital del mundo:
“Acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él todas las naciones… Y juzgará entre las naciones, y reprenderá a muchos pueblos” (Isa. 2:2, 4).
Pero no sería meramente una capital política, sino el centro religioso del mundo, donde Dios se gozaría en manifestar su presencia al mundo.
“Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová” (Isa. 2:3).
También Sion (o Jerusalén), simboliza a la congregación de los fieles o la morada espiritual de todo el pueblo de Israel: “Acuérdate de tu congregación… este monte de Sion, donde has habitado” (Sal. 74:2). Todo israelita fiel, se consideraba morador espiritual de Sion, aunque viviese en tierras lejanas. Pero la mera relación genealógica con Israel no daba derecho a habitar en el monte santo. Sólo el justo podía aspirar a tal derecho (véase Sal. 15). Pregunta David: “Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿quién morará en tu monte santo?” y la respuesta dice: “El que anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su corazón” (Sal. 15:1, 2).
Después del cautiverio babilónico Dios renueva sus promesas por medio de Zacarías diciendo: “Yo he restaurado a Sion, y moraré en medio de Jerusalén; y Jerusalén se llamará Ciudad de la Verdad, y el monte de Jehová de los ejércitos, Monte de Santidad” (Zac. 8:3).
Sobre ella resplandecería Jehová, y seria vista en ella la gloria del Señor cuando el mundo fuese cubierto enteramente por las tinieblas del pecado. A ella irían todas las naciones fieles de los gentiles, llevadas por la gloriosa luz del amor divino que rebasaría sus muros e iluminaría la tierra ensombrecida (Isa. 60:1-12). Pero los enemigos serían juzgados severamente por Dios (Joel 3:16-21). El mundo entero —israelitas y gentiles-— debía ser invitado a buscar a Dios en Sion “porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (Isa. 56:7).
Jerusalén estaba destinada a ser el redil donde Dios reuniría finalmente a su rebaño disperso. En el pasaje citado (Isa. 60:1-12), se habla de multitudes que vendrían de lejos. Dios habría de ser glorificado por sus hijos fieles que de todo el mundo correrían a Sion.
Sin embargo, como ya hemos visto al enunciar el tercer principio de interpretación profética, la rebelión de esta ciudad privilegiada, su rechazo del Hijo de Dios y la persecución que hizo de los seguidores del Maestro dieron lugar a su definitivo rechazo por parte de Dios. Las profecías relativas a Jerusalén e Israel se cumplen ahora en la iglesia con prescindencia de toda relación geográfica y etnológica con el pueblo que habitaba en Palestina.
Refiriéndose a los días cuando aún quedaba esperanza para Jerusalén, cuando el Hijo de Dios no había sido aún desechado definitivamente, el Nuevo Testamento aplica a la Jerusalén literal las maravillosas promesas dadas en el Antiguo. Ejemplo: La profecía de Zacarías 9:9: “Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna”, es atribuida a la Jerusalén literal en Mateo 21:5 y en Juan 12:12-15. Esto ocurría en domingo.
Pero el día siguiente, el lunes de la semana de la pasión, Cristo presentó en la parábola de los labradores malvados el triste destino de Jerusalén, como una postrera apelación a la ciudad impenitente. La involuntaria exclamación de pavor que escapó de los labios del pueblo y de sus dirigentes, “¡Dios nos libre!” (Luc. 20:16) muestra que las palabras de Jesús habían sido cabalmente entendidas.
Sin embargo, cegados por Satanás en su odio hacia Cristo, crucificaron al Maestro y permitieron que fuese puesto un cartel en la cruz que dijese “Rey de los Judíos”, mostrando con esto que a fin de librarse del Santo y Justo, estaban dispuestos aun a sacrificar su existencia nacional. (Véase El Deseado de Todas las Gentes, págs. 694, 695.)
De allí en adelante, la iglesia pasa a ser la depositaría de los privilegios y responsabilidades antiguamente dadas a Jerusalén. Siguen usándose los nombres de Jerusalén, Sion, Ciudad Santa etc. para referirse al pueblo de Dios, pero con un sentido netamente espiritual, sin connotaciones geográficas ni etnológicas. “Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la circuncisión, sino una nueva creación. Y a todos los que anden conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios” (Gál. 6:15, 16). Los gentiles son juntamente herederos con los israelitas por medio de Cristo (Efe. 3:5, 6). En realidad, siempre estuvieron comprendidos en las promesas de bendición dadas a Abrahán, pero ahora eran herederos en pie de igualdad, no necesitaban hacerse judíos ni circuncidarse para ser salvos ni para tener acceso al templo de Dios. El monte de Sion es ahora la iglesia, la “morada de Dios en el Espíritu” (Efe. 2:22).
El monte de Sion literal, la Jerusalén actual llena de odios y sangres, y los judíos que hoy ocupan parte de Palestina nada tienen que ver como nación con las promesas del pacto. Ellos no son ni la tierra ni el pueblo del pacto de modo que como nación están excluidos de las profecías referentes al verdadero pueblo del pacto.
Escribe la sierva del Señor: “Luego me fueron señalados algunos que están en gran error al creer que tienen el deber de ir a la vieja Jerusalén, y piensan que tienen una obra que hacer allí antes que venga el Señor… Vi que Satanás engañó gravosamente a algunos con respecto a esto… También vi que la vieja Jerusalén nunca será edificada; y que Satanás estaba haciendo cuanto podía para extraviar en estas cosas a los hijos del Señor ahora, en el tiempo de reunión, a fin de impedirles que dediquen todo su interés a la obra actual de Dios e inducirlos a descuidar la preparación para el día del Señor” (Primeros Escritos, págs. 75, 76)
Sobre el autor: Redactor de la Asociación Casa Editora Sudamericana