Si la relación del pastor con el anciano no es buena, todo lo demás irá mal.
Era sábado de noche, y yo tenía que dirigir una reunión en el distrito de un colega; se me ocurrió invitar a un anciano para que me acompañara. Aceptó, y me ayudó en el manejo del equipo audiovisual. Después del programa nos fuimos a cenar y conversamos por casi dos horas.
Ahora recuerdo que, antes de este encuentro, fui a almorzar con otro anciano. También fue un encuentro muy bueno; en verdad, fue esencial. Me acompañó a una reunión de líderes de la Asociación y nos quedamos tres horas en el restaurante, conversando.
¿Por qué estoy escribiendo esto? ¿Qué le pueden añadir a nuestra obra pastoral esos encuentros gastronómicos? Responderé a esto, pero antes quiero referirme a los encuentros en sí. No recuerdo qué comimos, ni los nombres de los restaurantes; sólo puedo rememorar que tuvimos muchos temas de conversación: desde nuestra infancia hasta el casamiento; sobre los problemas que el hijo de uno de ellos tenía para elegir a la chica con la que iba a salir; hablamos del nudo de la corbata, del uso del pañuelo; discutimos acerca de la forma correcta de elegir un plato y hablamos acerca de los mozos del restaurante, entre muchas otras cosas.
Pude ver el brillo en sus ojos. La alegría de contar cómo comenzó el trabajo que hace hoy, su emoción al hablar de la hija que está en el internado y que escribe poesías; me contó cómo leyó, sin que ella se enterara, un poema que había escrito acerca de él. Nunca me olvidaré del brillo de esos ojos, ni de la emoción de su voz.
Pero, ¿por qué estoy escribiendo esto? ¿Todavía no se dio cuenta? Permítame entonces ser un poco más directo: ¿Recuerda usted cuándo fue la última vez que salió con un líder de su iglesia simplemente “para conversar”? ¿Recuerda cuándo fue la última vez que habló sobre cualquier cosa con el anciano de su iglesia? Créalo, por favor: eso hace que él sienta que la relación del pastor con el anciano abarca mucho más que la resolución de problemas. Ciertamente eso llevará al anciano a descubrir que el pastor es un ser humano que sabe sonreír y que tiene sentimientos.
Querido pastor: responda rápidamente algunas preguntas más. ¿Sabe usted cómo llegaron a ser adventistas sus ancianos? ¿Sabe cómo conocieron a sus respectivas esposas? ¿Sabe cuántos hijos tienen y cuál es el gran sueño de sus vidas? A eso le llamamos intimidad, complicidad, amistad.
¿Cuándo fue la última vez que usted se sentó con un anciano debajo de un árbol y habló con él de cualquier cosa menos de los problemas de la iglesia? ¿Cuándo fue la última vez que su anciano percibió que usted se preocupaba por establecer con él una relación de compañerismo y amistad?
La relación del pastor con el anciano es una de las más importantes de la vida de una congregación. Si esa relación estuviera quebrantada, todo lo demás iría mal. Si no hay transparencia, las reuniones de la junta serán más difíciles, más intrincadas. Si esa relación estuviera sufriendo de alguna manera, la iglesia también sufriría; y las consecuencias pueden ser desastrosas: iglesias divididas, hermanos heridos, dirigentes fracasados y objetivos que no se alcanzan.
¿Por qué digo esto? El pastor y los ancianos deben ser socios en la tarea del ministerio; eso es lo que enseña la Guía de los ancianos. En ese manual encontramos que los intereses del pastor y del anciano deben ser similares. Para que eso suceda, tiene que haber complicidad, amistad, compañerismo.
Generalmente, al leer algo así, una de las primeras reacciones de algunos pastores consiste en decir: “No tengo tiempo para eso”. Entonces, querido pastor, lamento tener que comunicarle que usted no tiene tiempo para una de las actividades más importantes de la iglesia, en lo que atañe a la obra pastoral. Al visitar a un anciano cierta vez, me preguntó apenas me vio: “¿Algún problema, pastor?” ¿Observó usted que cuando los ancianos nos ven en la puerta de su casa, inmediatamente nos preguntan si algo anda mal? Sólo los buscamos para resolver problemas y nunca para decirles: “Vine a su casa para ver cómo está y para orar con usted”.
Nunca me olvidaré de esos encuentros, y de tantos otros que tuve con ancianos desde los comienzos de mi tarea pastoral, en restaurantes, estancias, ríos, en campos deportivos, en mi casa, en campamentos o en la puerta de la iglesia; me hicieron mucho bien. Los conocí mejor, descubrí cuáles eran sus sueños y sus frustraciones. Conocí a la gente que se esconde detrás del título de anciano, y ellos descubrieron a ese señor que siempre está de traje y corbata, y a quien llaman pastor.
Eran empresarios, médicos, dentistas, hacendados, empleados, profesores, agricultores, jubilados. Gente culta o sencilla. Gente que hablaba con humildad y honestidad; ahí estaban con sus sueños y sus frustraciones, con ideas críticas y constructivas, deseando y necesitando un oído amigo.
Nunca me olvidaré de ellos. Y estoy seguro de que ellos tampoco se olvidarán de mí.
Sobre el autor: Director de Ministerio Personal y Escuela Sabática de la Misión del Sur de Pará, Rep. Del Brasil.