En una de las noches más oscuras y en medio de la tormenta más violenta, el apóstol Pablo pudo afirmar con seguridad: “Porque esta noche se me presentó un ángel del Dios de quien soy, y a quien sirvo, y me dijo: ‘Pablo, no temas’ ” (Hech. 27:23, 24).

Presta atención a que, ante una situación crítica como la que precedió al naufragio, lo que realmente sostenía su ministerio, su autoridad y su propósito no eran las circunstancias externas, sino la convicción de que pertenecía y servía a Dios. Esa certeza le dio estabilidad en medio del caos absoluto. Del mismo modo, es la clara conciencia de quiénes somos y a quién servimos lo que confiere una firmeza inquebrantable a nuestro ministerio.

Pablo no se presenta por sus logros, títulos o experiencias. Su identidad no estaba en los cargos, sino en la pertenencia al “Dios de quien soy, y a quien sirvo”. Este es el verdadero fundamento del ministerio. El pastor no se pertenece a sí mismo, no se sirve a sí mismo y no actúa en su propio nombre: pertenece a Dios y sirve a su iglesia. Por eso, Pablo también declaró: “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Cor. 15:10).

Cuando hablamos de identidad ministerial, no nos referimos solo a una función o un título. El punto de partida no es el cargo, sino la pertenencia. Ser pastor adventista significa, ante todo, vivir con la conciencia de que somos de Dios y estamos en misión para él.

La Biblia refuerza este principio al declarar: “Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así, sea que vivamos o muramos, del Señor somos” (Rom. 14:8). Y aún más: “Porque el amor de Cristo nos constriñe […] para que los que viven ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Cor. 5:14, 15).

¿Ves el hilo conductor? El ministerio no se define por números, cargos o reconocimientos, sino por aquel a quien pertenecemos y servimos. Elena de White escribió: “Los que trabajan para Dios deben poseer un sentimiento tan profundo de que no se pertenecen, como si la estampa y el sello de identificación estuviesen en sus personas. Han de estar asperjados por la sangre del sacrificio de Cristo, y con un espíritu de consagración completa deben resolver que por la gracia de Cristo serán un sacrificio vivo” (Obreros evangélicos [ACES, 2015], p. 119).

Esta certeza nos protege de la tentación de medir el valor del ministerio solo por el rendimiento, nos libera de la ansiedad de querer controlarlo todo y nos recuerda que, si pertenecemos a Dios y lo servimos con fidelidad, el resultado final está en sus manos.

Hay además una consecuencia práctica: cuando sabemos de quién somos, también sabemos para quién vivimos. El pastor que pertenece a Cristo puede atravesar crisis sin perder el rumbo, servir en cualquier lugar sin perder el sentido e incluso ser olvidado por los hombres sin dejar de ser precioso para Dios.

Esta identidad es la fuente de la fuerza, la misión y la relevancia de nuestro ministerio, que se define por nuestra pertenencia a Dios y por el servicio fiel que le rendimos. Por eso, cada mañana, podemos repetir con Pablo: “Soy de Dios. Sirvo a Cristo. Vivo para la misión”

Sobre el autor: Secretario ministerial de la División Sudamericana