La vida de un predicador de la Palabra de Dios siempre está llena de emociones. Vidas transformadas, sueños reconstruidos, corazones liberados de pasiones enfermizas, mentes purificadas por el poder del Espíritu son emociones diarias que animan la vida del que predica el mensaje de la salvación. Yo ya debería estar acostumbrado a convivir con esas emociones. Pero hoy, al regresar a esta casa de estudios, que un día me recibió como un adolescente lleno de sueños y, años después, me entregó a la iglesia como pastor, revivo los momentos más notables de mi vida.

A los trece años fui bautizado aquí. En este lugar contraje matrimonio con mi esposa, y aquí también fui ordenado al santo ministerio. Hoy esta institución me permite vivir otra emoción desconocida para mí. Pero permítanme interrumpir aquí mis reminiscencias personales para abrir la Palabra de Dios.

El texto del mensaje de hoy esta registrado en Isaías 6:1 al 8: “En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime”, dice Isaías. El año de la muerte del rey Uzías debe de haber sido aproximadamente el año 740/739 a.C. Ése fue un año terrible para el pueblo de Dios. Fue un tiempo de peligro y crisis. El rey asirio Tiglat-Pileser III vino como huracán desde el norte. Ya había conquistado una buena parte del Asia Occidental, y avanzaba destruyendo todo lo que encontraba en el camino.

En ese tiempo el rey Uzías era el líder de la resistencia contra el enemigo asirio. Dios lo había bendecido sobremanera. Lamentablemente, la soberbia invadió su corazón, y se atrevió a entrar en el templo de Dios desafiando la orden divina. Como consecuencia de esa insensata actitud, la maldita mancha blanca de la lepra apareció en la cabeza del orgulloso rey. Poco después murió leproso junto a los parias de la sociedad, causando vergüenza y dolor a su pueblo. El rey que había ofrecido resistencia a Asiria ahora estaba muerto. ¿Cuál sería el destino de Judá? ¿Caería ante las armas del enemigo? ¿Dónde estaba Dios en ese instante? ¿Había perdido el control de la situación?

En ese año terrible de la muerte del rey Uzías el profeta Isaías se dirigió al templo. ¿Dónde más pueden ir los hijos de Dios cuando todo parece oscuro y se tiene la impresión de que no hay luz en ninguna parte? ¿Cuál es la única fuente de auxilio para los hijos de Dios cuando el enemigo está a las puertas y todo parece perdido?

En la vida, cuando a veces las sombras de las pruebas nos cercan por completo, cuando llega la crisis trayendo dolor y sufrimiento al corazón, cuando todo lo que nos rodea parece confuso y al revés, es necesario correr al silencio de la casa de Dios para recibir fuerzas por medio de la oración y la meditación. Allá, en la casa de Dios, Isaías tuvo una visión correcta de Dios, de los seres humanos y de su misión, por medio de la revelación divina.

Si hoy la iglesia quisiera cumplir la misión que Dios le confió; si usted, como pastor, desea eficiencia en el cumplimiento del deber que Dios le asignó; si todos nosotros quisiéramos presentarnos delante de Dios como “obreros que no tienen de qué avergonzarse”, es urgente e indispensable que tengamos una visión correcta de nuestra tarea. Para eso, es necesario que nuestra visión de Dios y de los seres humanos también sea correcta.

Visión de Dios

“Vi yo —dice el profeta— al Señor sentado sobre un trono alto y sublime”. Dios quería que, a pesar del poderío de Asiria, a pesar de la vergonzosa muerte del líder leproso, a pesar de las circunstancias adversas y del ánimo decaído del pueblo, el profeta viera que Dios todavía tenía el control de la situación, y que todos los asuntos de la Tierra seguían bajo su dominio. Dios quería que el profeta supiera que el Señor todavía cuidaba del destino de las naciones, las familias y los individuos. Todavía estaba sentado sobre un trono alto y sublime.

A veces las sombras de la vida entorpecen nuestra visión, pero Dios siempre se reveló a muchos hombres, de muchas maneras, garantizándoles que está en el control de todo. Moisés vio la gloria de Dios (Éxo. 24:10). Mi-caías también vio al Señor sentado en su trono casi un siglo antes de la visión de Isaías (1 Rey. 22:19). Amos también vio al Señor “que estaba sobre el altar” (Amos 9:1). Durante el cautiverio babilónico, Daniel (Dan 7:9) y Ezequiel (Eze. 1:1; 10:1-5) también tuvieron visiones del trono de Dios; y finalmente Juan, en la isla de Patmos, también tuvo visiones semejantes (Apoc. 4:1-6).

Cuando todo parece oscuro a su alrededor, Dios quiere que usted recurra a la oración para contemplar su soberanía y su poder. Él, el Eterno, el Creador de los cielos y la Tierra, que está en el control del mundo y del universo. Isaías tuvo esa visión mientras oraba en el atrio del templo. Súbitamente las puertas del templo parecieron abrirse delante de él y, en el lugar santísimo, vio al mismo Dios sentado en su trono. Generalmente se usa la palabra hekal para referirse al templo, y designa el lugar, “templo” o “palacio”, del gran Rey del cielo (ver Comentario bíblico adventista, t. 4, p. 69).

Usted nunca tendrá una visión correcta de su misión si no tiene una visión correcta de Dios. ¿Quién es él para usted? ¿Una marioneta que usted maneja? ¿La energía que usted usa y luego descarta cuando no la necesita más? ¿Cuál es el tamaño de su Dios? ¿Es alto y sublime, o es pequeño y mezquino?

Vivimos en un mundo en el que la criatura despersonalizó al Creador. El ateísmo —que hace algunas décadas estaba de moda— hoy es una filosofía casi obsoleta. Dejó de ser “chic” negar la existencia de Dios. La moda hoy es aceptar que Dios existe pero que no es más que una simple energía que puede estar dentro de usted o en cualquier parte en la naturaleza.

El ser humano moderno apartó sus ojos del Creador y los fijó en la creación. Hizo de las cosas creadas pequeños dioses que no satisfacen los anhelos más íntimos del corazón. Esa insatisfacción deja confuso al ser humano, y por eso trata de hallar sentido para su propia existencia en todas las cosas, en todos los lugares, las filosofías de vida, religiones y maneras de pensar. “Dios está en todo y en todos”, se dice a sí mismo; pero su corazón sigue vacío y desesperado.

Isaías fue capaz de ver a Dios sentando en un trono alto y sublime. Por encima de sus dudas, temores y desesperanzas, por encima de la turbulencia y las circunstancias adversas, muy por encima de la derrota militar que se avecinaba, el profeta tuvo una visión de Dios. Sólo un Dios eterno, alto y sublime puede satisfacer por completo los anhelos del corazón. Por eso el profeta vio que “sus faldas llenaban el templo”.

Así es Dios. Cuando el corazón humano lo acepta, él lo llena por completo. Nada se le puede ocultar. Todos los rincones del templo están llenos de su presencia. No está dispuesto a compartir su soberanía con nadie. “No tendrás dioses ajenos delante de mí… porque yo soy Jehová tu Dios… celoso” (Éxo. 20:3, 5), dice. Y los querubines clamaban: “Santo, santo, santo Jehová de los ejércitos, toda la tierra está llena de su gloria” (Isa. 6:3).

Visión de la humanidad

¿Quién es el hombre? ¿Cuál es su valor intrínseco? La pregunta de David, al contemplar la majestad del universo, fue: “¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites?” (Sal. 8:4). ¿Quién es usted? ¿Quién soy yo? El humanismo pretende tener la respuesta, y para ello endiosa a la pobre criatura. La Nueva Era “intenta hallar en el fondo del ser humano la energía vital”. ¡Si pudiera! Nadie tendrá jamás una visión correcta de la humanidad si no tiene antes una visión correcta de la divinidad.

Cuando Isaías vio a Dios en la plenitud de su santidad, poder y soberanía tuvo conciencia de su triste situación de pecador. No había nada de bueno en él. Nada que podría mejorarlo. Era necesario que se lo hiciera de nuevo. Por eso clamó: “¡Ay de mí! Que soy muerto, porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isa. 6:5).

Nosotros, los pastores, no estamos en un nivel superior al de los miembros de iglesia. Todos somos pecadores y estamos destituidos de la gloria de Dios (Rom. 3:23). “No hay justo, ni aun uno” (Rom. 3:10). En pecado nacemos y en pecado fuimos concebidos (Sal. 51:5). Necesitamos entender con urgencia que, aunque tengamos un cargo sagrado en las manos, somos tan pecadores como cualquier ser humano. Sólo cuando tenemos conciencia de eso buscamos al Señor como la única fuente de salvación y santidad.

Mientras la pobre humanidad siga pensando que tiene algo de “energía” dentro de sí, mientras todos sus intentos y sus búsquedas no vayan más allá del nivel humano, continuará vacía, angustiada y consumida por la desesperación.

Como pastores, necesitamos tener una visión correcta de la humanidad y, al mismo tiempo, necesitamos presentarle esa visión a la gente. Sólo entonces el ser humano pecador correrá a los pies de la cruz en procura de auxilio y solución.

El texto bíblico continúa diciendo: “Y voló hacia mí uno de los querubines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (Isa. 6:7, 8). La correcta visión de Dios no sólo nos muestra su santidad, poder y soberanía. Tampoco se limita a crear en el ser humano la conciencia de su triste y desesperada situación pecaminosa. La visión correcta de Dios nos muestra la solución del terrible problema del pecado.

En el templo había un altar y en él se ofrecían sacrificios por el pecado del pueblo. Gracias a Dios por que siempre, cerca del trono, hay un altar. Loado sea Dios porque un día el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29) fue inmolado en ese altar. Pero observe un detalle importante: del altar no viene sólo el perdón sino también una transformación. Se retira un carbón encendido del altar, y con él se toca los labios del profeta. En un instante Isaías recibió el perdón y la purificación. No hay justificación sin santificación. Cuando Dios perdona, transforma. Su gracia viene siempre acompañada de su poder.

Visión de la misión

El resultado de tener una visión correcta de Dios y de la humanidad induce al hombre a tener una visión correcta de la misión. La reacción de Isaías fue inmediata. Sus ojos se abrieron y tuvo conciencia de su llamado. No es otro, soy yo. “Envíame a mí”, clamó el profeta. “Sabía que el castigo pronto caería sobre el pueblo culpable, y anhelaba que los israelitas abandonaran sus pecados. A partir de entonces, la única tarea de Isaías sería la de llevar el mensaje divino de amonestación y esperanza a Israel” (Comentario bíblico adventista, t. 4, p. 170).

¿Cómo sucedería eso? Al mostrar a los hombres una correcta visión de Dios, que los llevaría a tener una correcta visión de su propia humanidad y los induciría a buscar auxilio en la única fuente de salvación, que es la gracia de Dios.

¿Tiene usted una visión correcta de Dios? ¿Ya se dio cuenta de quién es usted, al contemplarse en el espejo de la santidad del Dios eterno? No se desespere. Mire también el altar. De allí viene la gracia para perdonar y el poder para purificar. Ahora diga con Isaías: “¡Heme aquí: envíame a mí!”

El profeta sabía lo que le esperaba. En el primer capítulo del libro podemos ver la clase de gente a la que le debía presentar el mensaje. Gente dura, obstinada, anestesiada por el pecado. Pero nada podrá amedrentarlo ante la misión, cuando su visión de Dios es correcta. Ese Dios todopoderoso abrirá los mares rojos que se interpongan en su camino. Cerrará la boca de los leones. “Cuando pases por las aguas… no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti” (Isa. 43:2).

El mismo Dios que lo llamó lo protegerá del calor y del frío. Sacará agua de la roca y hará caer maná del cielo. No tema. Su Dios es grande y poderoso. No hay nada que no pueda hacer. Avance en su nombre y cumpla la misión.

Sobre el autor: Secretario de la Asociación Ministerial de la División Sudamericana.