Creemos que el hombre y la mujer fueron hechos a la imagen de Dios.[1] Aunque formado del polvo de la tierra y modelado como un escultor da forma a la arcilla, la humanidad refleja la imagen de Dios y exhibe su semejanza. Esta sencilla creencia no resuelve todos los problemas asociados con la naturaleza y la vida humana. Por el contrario, como escribió el teólogo Emil Brunner: “No sólo el mundo está lleno de enigmas; quien hace las preguntas, ha llegado a ser un enigma”.[2] Sin embargo, nuestra creencia fundamental con respecto a la naturaleza humana nos ha permitido transformar el problema de la humanidad en el enigma de la humanidad, y por ello el cristianismo ha obtenido alguna ganancia importante: porque un problema es un desorden perturbador en la vida, mientras que un enigma es una invitación a explorar un tema fascinante. ¿Qué podemos decir, entonces, acerca de la imagen y la semejanza de Dios?

La imagen hecha de barro

Por un lado, el enigma de la humanidad nos tienta a exagerar nuestra percepción de nosotros mismos, con alguna justificación. Los logros de la cultura, el pensamiento, la ingeniería y la creatividad humanas son impresionantes. Qué criaturas espléndidas somos, trotando sobre la tierra con dos piernas, poderosas, hábiles, semejantes a Dios. El salmista preguntó: “¿Qué es el hombre?” Y él mismo respondió: “Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra”.[3]

Pero además emerge otro cuadro de la humanidad. Es sórdido, triste, imperfecto. Retrata la degradación, el pecado, la enfermedad, la debilidad y la muerte humanos. Cuán frágiles y efímeros somos; duramos sólo un momento antes de retornar al polvo dejando apenas alguna huella. “¿Qué es el hombre?” pregunta el salmista por segunda vez, y esta vez contesta: “El hombre es semejante a la vanidad; sus días son como la sombra que pasa”.[4]

Ambos cuadros son propios de nuestra doctrina del hombre. Creemos que el hombre y la mujer son la espléndida creación de Dios, seres libres, nobles, pensantes, individuales, gregarios. Pero no hay motivos de orgullo, porque todos fuimos sacados de la tierra, frágiles criaturas terrenas cuya vida procede totalmente de Dios.[5] Por lo tanto el hombre y la mujer siguen siendo criaturas, aun durante sus momentos más espléndidos, momentos de gran poder, prestigio y realizaciones. Sin embargo, revelan la imagen de Dios aun en las situaciones más humildes de su existencia, en momentos de debilidad, fracaso y humillación.[6]

Cuerpo, alma y espíritu

Muchos cristianos piensan que el hombre y la mujer son seres constituidos por tres partes: el cuerpo, el alma y el espíritu. Esta manera de pensar ha llegado a ser proverbial, como en la expresión mantener “cuerpo y alma juntos”. Lo hacemos, por supuesto, mientras vivimos pero, ¿qué sucede al morir? El cuerpo, creen algunos cristianos, vuelve a la tierra, a la muerte, mientras que el alma escapa a una nueva vida en el más allá. Las raíces de esta división del hombre penetran en el pensamiento griego de acuerdo con el cual se establece una profunda distinción entre la vida material del cuerpo y la vida espiritual del alma. La primera era temporaria, la segunda, eterna.

No aceptamos esta visión popular del hombre si volvemos a la Biblia y a su comprensión de la naturaleza humana formulada en Génesis 2:7. De acuerdo con el registro bíblico, “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente”. La traducción “ser viviente” es adecuada, pues las palabras nephesh hayyah en este artículo indican al hombre como una unidad, un ser integrado y unitario. Cuando se invierte esta fórmula de la creación del hombre, como en el caso de la muerte, el don de la vida vuelve al Dador, y el cuerpo vuelve a la tierra.[7] Por lo tanto no hay vida después de la muerte para un alma “inmortal”.

Los intérpretes de las Escrituras han reconocido esta comprensión singular de la naturaleza humana por mucho tiempo. Muy conocido es el juicio de H. Wheeler Robinson: “El hebreo concebía al hombre como un cuerpo animado y no como un alma encarnada”.[8] En resumen, el hombre no es una combinación de partes separadas, sino una unidad que consiste de cualidades diferenciadles. Por ejemplo, la Biblia reconoce que el hombre tiene fortalezas y debilidades -él es espiritual, pero también es carnal.[9] Como se señala en Salmos 103:1 y Job 12: 3, es un ser viviente y vibrante (un alma) y puede razonar (tiene corazón). Pero ninguna de estas características constituye una parte del hombre, todas ellas son caracterizaciones del todo. En resumen, el hombre y la mujer no son seres de una dimensión, sino criaturas multifacéticas con enorme potencial y, al mismo tiempo, muchas deficiencias. Sin embargo, cualquier característica que la humanidad exprese, son manifestaciones de una unidad indivisible de cuerpo, mente y espíritu. No hay una chispa divina dentro de los seres humanos sobre la cual pueden apoyarse para tener vida eterna. Por el contrario, su vida depende enteramente del poder creativo de Dios, esta forma de comprender la naturaleza humana también implica una estrecha interrelación entre el cuerpo y la mente, algo que los recientes estudios de la salud, medicina y psicología han confirmado.

La caída

La Biblia enseña que la humanidad cayó.[10] Aunque el informe más famoso de la caída indica que el hombre le echó la culpa a la mujer, y ella a su vez a la serpiente, la Biblia misma no culpa a ninguno, y ciertamente no culpa a la mujer. El concepto peyorativo de que el sexo femenino produjo la caída de la humanidad no es bíblico. La caída es un problema humano, no un problema de sexo. Pero, ¿qué ocurrió realmente a la humanidad en la caída? La respuesta a esta pregunta tiene un lado teórico y uno práctico. Teóricamente hablando, la imagen de Dios se arruinó en el hombre. ¿Cuánto? Los teólogos han discutido este punto ardorosamente por años. Algunos dicen que la imagen de Dios está completamente perdida y debe ser restaurada por una nueva revelación de Dios. Otros sostienen que la imagen de Dios no fue totalmente destruida porque, después de todo, el hombre tiene capacidad intelectual de reconocer la revelación de Dios y responder a ella.[11]

¿Cuál de estos conceptos es el correcto?

Hay evidencias en las Escrituras, corroboradas en nuestra propia experiencia humana, de que a pesar de que la imagen divina se borró parcialmente, la humanidad es intelectualmente capaz de conocer su pecado, de sentirse triste por él, de implorar el perdón divino, y de tener la seguridad de recibirlo.[12] De esta manera, la naturaleza humana después del pecado no es simplemente algo malo, sino una cosa buena arruinada.[13]

Por el lado práctico, la historia de la caída ¡lustra la experiencia humana con el pecado. Primero, hay un conocimiento del “bien y del mal”.[14] Esta expresión se usa en forma semejante a la que usamos comúnmente, “del este al oeste”, incluyendo todo lo que hay entre esos extremos. Conocer todo en el sentido de experimentar todo (por cuanto eso es lo que “conocer” significa realmente) es una indicación de arrogancia espiritual, de un hombre que presume ser Dios.[15] Esta es la primera causa del pecado.

Segundo, sigue una separación entre el hombre y la mujer. Ellos vieron que estaban desnudos y repentinamente se dieron cuenta de que eran capaces de explotarse el uno al otro, así como de amarse. Por lo tanto, se sintieron culpables y avergonzados y trataron de remendar su relación cubriéndose con hojas.[16]

Tercero, tuvieron miedo de Dios y se escondieron de Él, evidentemente debido a que estaban desnudos (aunque ya vestían delantales de hojas). En realidad, estaban avergonzados de su desnudez delante de Dios porque revelaba su verdadero ser -personas que pretendían ser dioses, y cuya relación con Él había llegado a desarmonizar.

Cuarto, fueron expulsados de la presencia de Dios para morir en soledad.[17] Este registro de la caída es un trozo de la historia humana primitiva, pero es mucho más que eso; es una expresión de la experiencia humana común, porque todos hemos pecado.[18]

El pecado original

¿Cómo se extendió el pecado de la primera pareja humana a toda la humanidad? ¿Es una aflicción heredada o una característica adquirida? ¿Qué es el pecado original? La Biblia orilla estas preguntas teóricas, pero afirma, al nivel práctico, que todos han pecado de tal manera que ninguna persona puede pretender estar sin pecado en ningún momento.[19] Esto es lo que se expresa en la frase tan familiar: “En pecado me concibió mi madre”.[20] No es el acto de la concepción, sino el comienzo mismo de la vida el que está incluido bajo el pecado. De aquí que ningún ser humano puede escapar del pecado en ningún momento.

Esta difusión del pecado se presenta en forma muy notable en Génesis 4-6. Tan pronto había aparecido el pecado en los padres, emergió también en la familia. En Génesis 3, el pecado se revela como un problema personal bien ¡lustrado por la pregunta: “¿Dónde estás tú?”,[21] pero en Génesis 4 ya ha llegado a ser un problema social como lo indica la pregunta: “¿Dónde está Abel tu hermano?”[22] Desde ese punto se expandió a la comunidad y al mundo entero.[23]  Si esta condición es heredada o adquirida, si es original o particular de cada individuo, son preguntas teóricas que tienen un interés marginal en la Biblia. La psicología contemporánea puede muy bien caracterizar la fragilidad humana que llamamos pecado en todas estas formas y puede obtener algún consuelo al hacerlo. Pero la Biblia solamente afirma la amplitud del pecado en la familia humana.

Por supuesto la Biblia es muy sensible al hecho de que hemos nacido en pecado y no podemos escapar de él. Expresa su simpatía y comprensión hacia la humanidad que se encuentra en este dilema,[24] y considera la condición del hombre como una circunstancia mitigante en el juicio.[25] Sin embargo, en ninguna parte excusa o ignora al pecado.

La humanidad no solamente comparte el pecado mismo sino también sus consecuencias. Todos han cometido arrogancia delante de Dios; todos experimentan el pecado y la vergüenza que conduce a la separación. Cada uno eventualmente sentirá el temor y la soledad de estar separado de Dios, si no antes, por lo menos en el inevitable final de la vida, porque la muerte pasó a toda la humanidad.[26] ¿Cómo puede detenerse este terror?

El segundo hombre

“Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida”.[27] Este notable versículo de la Escritura introduce un segundo hombre, Jesucristo, que producirá una familia humana nueva sin el estigma del pecado. En cierta forma deshará lo que hizo el primer hombre. Pero, ¿puede realmente deshacerse el pecado? Si es así, ¿cómo puede pretender la Biblia que todos han pecado y que no hay posibilidad de escapar de esta suerte?

La respuesta de la Biblia es realmente notable, porque explica que la liberación del pecado es dada simplemente como un don gratuito y generoso.[28] La Escritura caracteriza este don de muchas maneras, porque es un concepto difícil y notable, pero hay dos términos que son especialmente poderosos y penetrantes. Uno es la justificación del pecador[29] y el otro es la reconciliación entre Dios y el pecador.[30] Por medio de la justificación y la reconciliación el pecado introducido por el primer hombre, Adán, es revertido por el segundo hombre, Jesucristo. A pesar de su importancia, este punto no puede detenernos aquí, sino que nos conduce a una nueva pregunta: ¿Qué clase de personas son los descendientes del segundo hombre?

La restauración de la imagen de Dios

¿Puede el don gratuito de la gracia que trae justificación y reconciliación restaurar la imagen de Dios en el hombre? Esta ha sido una pregunta perturbadora para los cristianos. Si uno contesta no, entonces el don gratuito de la gracia aparece perdiendo algo de su valor. Si aquello que fue arruinado en la caída no es realmente restaurado, ¿cómo puede el segundo hombre deshacer lo que hizo el primero? Por otro lado, si uno responde sí, entonces se puede pretender más de este don gratuito de gracia que lo que parece capaz de dar. Algunos cristianos han intentado restringir el don de la gracia presumiendo ya estar totalmente restaurados a la imagen de Dios. Ellos pretenden ahora la perfección, o esperan ser capaces de llegar a ella en algún momento del futuro. Pero nuestro sentido nos dice que los así llamados perfeccionistas, aunque puedan vivir vidas muy circunspectas, todavía siguen sujetos al pecado. ¿Cómo describiremos, entonces, la naturaleza humana después del don de la gracia?

Con respecto a la imagen de Dios en la cual fue creado el hombre, debemos recordar que no es Dios mismo, sino sólo una semejanza a Dios la que se encuentra en el hombre. Lo que una vez hubo en el hombre puede ser restaurado por medio del don de la gracia. No puede hablarse de perfección, entonces, sino sólo de restauración de la imagen, de la semejanza de Dios en el hombre. Pero esto no es cosa pequeña. Ni es apenas un desarrollo natural o una mejora general de las condiciones humanas, porque requiere un acto de creación. El salmista escribió: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí”.[31] Por lo tanto, restaurar la imagen de Dios en el hombre es la obra de nuestro Creador y Redentor.

¿Cómo puede saber una persona si ha sido recreada de esta manera, de modo que la imagen de Dios sea restaurada en ella? Una vez más la Biblia es práctica antes que teórica en su respuesta. La Escritura dice: “El que no ama no ha conocido a Dios; porque Dios es amor”.[32]  O dicho de otra manera, la imagen de Dios es restaurada en nosotros al punto de que hacemos cosas semejantes a las que hace Dios, la primera de las cuales es amar. Sin embargo, aun con esta percepción es difícil saber cuán bien se ha restaurado la imagen de Dios en nosotros, porque el amor en cuestión está siempre dirigido hacia otros. “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros”.[33] Si, entonces, la evidencia de la imagen restaurada de Dios en nosotros está dirigida hacia otros, ¿cómo podemos nosotros mismos estar seguros de ello? Como regla general, práctica, podríamos concluir que el grado al cual está restaurada la imagen de Dios en una persona sólo pueden percibirlo otros. El que lleva la semejanza de Dios no se da cuenta de ella; en realidad hay un sentido en que cuanto más semejante al carácter de Dios llega a ser el de uno, tanto más percibe esa persona el gran abismo que todavía permanece. Pero gozará de cierta confianza y seguridad que surge naturalmente de llevar la imagen de Dios en sí mismo. Esta confianza y seguridad es lo que llamamos fe.

Hijos e hijas de Dios

Los miembros de la nueva familia humana, descendiente del segundo hombre, son llamados a ser hijos de Dios y a cumplir los papeles originales asignados a la humanidad. Estos son tres.

Primero, el hombre y la mujer fueron creados para la gloria de Dios. Esto los distingue de todas las demás criaturas. Recibieron poder y dominio sobre la tierra, y son una especie de representantes divinos. El Salmo 8 lo describe dramáticamente cuando presenta al hombre como aquel bajo cuyos pies se han puesto todas las cosas que Dios hizo con sus manos. Dios parece darle más honor al hombre y a la mujer que el que se reserva a sí mismo, y se les invita a gozarse en este honor y esplendor, y a alabar a Dios por ellos, en forma parecida en que un hijo honra a su padre por el logro de la nobleza y belleza de su padre. Cuanto más brillantemente un hombre y una mujer gobiernen este mundo, más gloria y alabanza producirán para Dios.

Segundo, la humanidad ha recibido una comunidad en la cual ha de vivir. La familia provee el círculo íntimo de esta comunidad; los clanes, las tribus, las ciudades, las iglesias, las naciones, en realidad toda la raza humana constituye círculos exteriores adicionales. La comunidad provee compañerismo, asociación, y exige dedicación y cuidado. El hombre y la mujer son llamados a buscar tal compañerismo y sociedad y a proveer cuidado y dedicación como su respuesta. Dentro de ese círculo la raza humana prosperará. Nacerán los niños; se desarrollará el carácter; se ofrecerá ayuda; se proveerá consuelo; y aun la muerte puede afrontarse e integrarse en la vida que debe continuar.

Tercero, el hombre y la mujer fueron puestos en el mundo físico de la creación de Dios, nuestra tierra, “para que lo labrara y lo guardase”.[34] El dominio sobre ella que recibieron de Dios es el de un dirigente benévolo.[35] No le permite explotar el mundo y sus recursos. Por otro lado, el mundo no es animado ni está imbuido con la divinidad, y no hay peligro de tocar un nervio divino cuando se ara la tierra y se laboran los cerros. En realidad el mundo es tanto material y secular, hecho para ser usado, para beneficiar y sustentar al hombre. Es nuestro hogar, y en él reside nuestra responsabilidad hacia él. Como don de Dios, designado para sustentar la vida y hacerla fructífera, la tierra debe ser conservada y atesorada. No debemos destruirla, agotarla, contaminarla o desperdiciar el don de Dios de la tierra, porque cuando Él la creó la hizo bien, y El pide a aquellos que llevan su imagen que la conserven.

Llevar la imagen de Dios, por lo tanto, significa ser un hijo de Dios, lo que implica dependencia, privilegios y obligaciones. Creer que somos hechos a imagen de Dios y de acuerdo con su semejanza significa reconocer nuestra dependencia de El para nuestra vida, para gozar del privilegio de pertenecer a su familia, y llevar sobre nosotros las obligaciones consecuentes.

Sobre el autor: Niels-Erik Andreasen es director del Departamento de Estudios Bíblicos, División de Religión, Universidad Loma Linda, Loma Linda, California.


Referencias

[1] Gén. 1:26.

[2] Man in Revolt, Filadelfia, 1947, pág. 17.

[3] Sal. 8:4, 5.

[4] Sal. 144:3, 4

[5] Hech. 17:28.

[6] Véase Reinhold Niebuhr, The Nature and Destiny of Man, Nueva York, 1948, pág. 150.

[7] Véase Gén. 3: 19; Ecl. 12:7

[8] Inspiration and Revelation in the Old Testament, Oxford, 1946, pág. 70.

[9] Véase 1 Cor. 3:1-4.

[10] Gén. 3.

[11] Véase J. Baillie, Our Knowledge of God, Nueva York, 1959, págs. 3-43.

[12] Sal. 51.

[13] Baillie, op. cit., pág. 23.

[14]

[15] Gén. 3:5.

[16] Gén. 3:7.

[17] Gén. 3:22-24.

[18] Rom. 3:23.

[19] Rom. 5: 12; 1 Juan 1:8.

[20] Sal. 51: 5.

[21] Gén. 3: 9.

[22] Gén. 4: 9.

[23] Véase Gén. 4: 23, 24; 6:1-4.

[24] Sal. 103:15-18.

[25] Zac. 3:2.

[26] Rom. 5:12.

[27] Rom. 5:18.

[28] Rom. 5:17.

[29] Rom. 5:1.

[30] Rom. 5: 10, 11; 2 Cor. 5: 19-21.

[31] Sal. 51. 10.

[32] Juan 4:8.

[33] 1 Juan 4: 11.

[34] Gén. 2: 15.

[35] Gén. 1:26.