Era una radiante mañana de primavera de un día inolvidable. Toda la naturaleza resplandecía de hermosura. Los pajarillos cantaban, los pimpollos comenzaban a abrirse, las plantas estaban en flor y todo rebosaba alegría. Se sentía el gozo de vivir.

 Mientras me regocijaba en la contemplación de la escena, un auto se detuvo junto a la acera y descendió de él un joven alto y bien parecido. Era un vecino mío que frisaba en los treinta años. Contempló el paisaje, y una sonrisa de satisfacción le iluminó el rostro. En todo su cuerpo se notaba el vigor de la juventud; era un atleta consumado, un dirigente de la juventud por naturaleza. Su cuerpo delgado y ademanes agradables calzaban perfectamente en el escenario de ese hermoso día.

 Mientras cruzaba el césped en dirección a la casa, se abrió la puerta y apareció una joven encantadora; era su esposa, graciosa y atractiva. Su rostro resplandecía con el brillo de la salud. Era madre de dos hijos, y demostraba en todo sentido las maneras y serenidad de la mujer que ha sido bien enseñada en el arte de cuidarse a sí misma y a su familia. No revelaba ninguna aprensión por el futuro. Estaba bien adaptada y segura de sí misma. En su hogar, la paz y la felicidad eran tan naturales como el aire puro y el alimento sano. Producía satisfacción ver reunida a una familia como ésa.

 Esos jóvenes eran felices porque habían aprendido la ciencia de vivir. Para ellos, la vida no consistía en una existencia monótona. Verdaderamente disfrutaban de ella. Tal felicidad no se adquiere por casualidad. Es el resultado directo de la buena administración del hogar. Estos jóvenes habían aprendido que la buena salud es la mayor posesión de que se puede disfrutar en el mundo. Desafortunadamente muchos jóvenes no reciben educación en ese sentido, y como resultado, un gran número de ellos se están destruyendo a sí mismos lenta pero seguramente. No comprenden el daño que ocasionan. Tampoco saben que la mayor parte de las enfermedades que aquejan a la humanidad pueden evitarse si se aprende a vivir en armonía con las leyes de la salud. La vida puede llegar a ser muy hermosa cuando aprendemos a vivir de acuerdo con esos principios.

 “Pero doctor—dirá alguien—yo no nací con suerte, como esos jóvenes de quienes Vd. ha estado hablando. Nadie trató de ayudarme en mi juventud. Mi abuelo era un alcohólico, y mi madre una neurótica incurable. Puedo decir que nunca tuve una oportunidad que me permitiera desarrollarme.”

 Puede ser que tenga razón. Tal vez cuando joven nunca tuvo mucho a su favor. Pero por lo menos ahora tiene una oportunidad. Es verdad que algunos pueden haber tenido mejores probabilidades que otros. Pero aunque parezca extraño, ninguno de nosotros ha tenido antepasados perfectos. Y lo que es peor todavía, todos hemos abundado en errores. Los fracasos que nos sobrevienen en la vida no siempre tienen como origen los errores de nuestros padres. Con mucha frecuencia se deben más bien a nuestro modo errado de pensar, que a las cosas que otros pueden habernos hecho cuando éramos niños.

 Permitidme contaros la historia de un hombre destacado que conocí en Australia hace varios años. Su personalidad era notable, tenía una hermosa apariencia y una mente maravillosa. Pero no siempre había sido así. Cuando joven no era muy robusto. Los antecedentes familiares eran desfavorables. Cuando aún no había cumplido los veinte, murió su padre, dejándolo solo a cargo de sus negocios. Como era el hijo mayor, tuvo que cuidar de su madre y cuatro hermanos. De ese modo quedó interrumpida su educación regular, y debió sacrificar una prometedora carrera musical.

 La perspectiva distaba mucho de ser halagüeña cuando se encargó de los negocios de su padre; pero los reorganizó y no tardó en haceros prosperar satisfactoriamente. A los veinticinco años de edad lo consideraban como un negociante de éxito. Pero aún persistía esa debilidad desalentadora, cuya causa se ocultaba en algún lugar de su cuerpo. Estaba disgustado, y también lo estaba su joven esposa. Pero como era mujer que contaba con muchos recursos, decidió hacer todo lo posible para prepararle comidas apetitosas y bien presentadas, con el objeto de que le estimularan el apetito. A pesar de todos sus esfuerzos, desmejoraba a ojos vistas; perdía peso continuamente y disminuían sus fuerzas. A los 29 años de edad se había resignado a morir, porque ni los cuidados médicos habían dado resultado. Los doctores le daban sólo tres meses más de vida. Con una esposa y dos hijos pequeños, la situación era desesperada.

 Fue entonces cuando una conocida conferenciante sobre temas de salud visitó la ciudad donde vivía. Ella misma había estado en repetidas ocasiones a las puertas de la muerte. A la edad de nueve años, cuando regresaba de la escuela a su casa, una compañera mayor que ella le lanzó una piedra que le hirió en la nariz y probablemente le fracturó la base del cráneo al arrojarla al suelo. Esa dama sufrió terribles dolores de cabeza por muchos años, desvanecimientos, debilidad y dolor. Ella también había experimentado lo que significaba estar “sin esperanzas.” Pero se había arraigado en su mente la convicción de que nadie necesita quedar hecho un inválido, nada más que por haber sido herido.

 En cierta oportunidad esa dama había estado tan grave, que sus familiares comenzaron a realizar los preparativos para el funeral. Pero ahí estaba ella, una mujer de mediana edad, hablando a miles de personas cada día. Todo esto sucedía mucho antes del tiempo de los micrófonos y amplificadores. ¿Qué es lo que había producido un cambio tan notable? Había descubierto que la vida contiene posibilidades ilimitadas para todos aquellos que, por la bendición de Dios, vivan en estricta obediencia a las leyes de la salud. Y de ese modo, de una inválida desahuciada que era, se había restablecido hasta llegar a ser una destacada autoridad en materia del sano vivir.

 De modo que este joven enfermo y su esposa acudieron a escucharla. Su nombre era Elena G. de White. Habló con un lenguaje tan vivido como nunca habían escuchado, de las maravillosas posibilidades que existen para todos los que viven en armonía con las leyes de la salud. Les infundió esperanza aún a quienes habían aceptado la idea de morir.

 Después de la reunión, la esposa solicitó una entrevista con la conferenciante, con la esperanza de encontrar la forma de ayudar a su esposo moribundo. Después de escuchar la relación, con toda su aparente desesperanza, sonrió y le dijo: “Señora, su esposo no necesita morir. ¡Todo lo que necesita es que se le dé la oportunidad de vivir! No hay duda de que los doctores hicieron todo lo mejor que podían, y según su punto de vista, el caso no tenía esperanza. Ahora, ponga su confianza en Dios. Él la ayudará. Siga sus normas de salud, y estoy segura de que su esposo se recobrará del todo.”

 El corazón de la esposa rebosó de esperanza. Regresó al hogar decidida a poner en práctica las instrucciones que había recibido. Cambió el régimen alimentario de la familia y todos los hábitos de vida. Transformó completamente el hogar. Los cuartos que habían sido oscuros y húmedos se convirtieron en habitaciones claras y bien ventiladas. El sol entraba a raudales por las ventanas, proporcionando salud y felicidad a todos los miembros de la familia. Y en su propio corazón surgió la satisfacción de saber que ella podía tomar parte en la obra de rescatar a su esposo de la tumba.

 El esposo no tardó en recuperarse. Un régimen bien equilibrado comenzó a realizar maravillas. Abandonó todo hábito dañino y su salud mejoró rápidamente. Después de un tiempo sus amigos se dieron cuenta de que en lugar de una muerte temprana, tenía ante sí un futuro brillante. Aumentó su confianza, y comenzó a prepararse para realizar un servicio más amplio. Abandonó los negocios para dedicarse a escribir y dar conferencias. En pocos años llegó a ser tan conocido que logró introducir cambios importantes en la constitución de la nación australiana.

 Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, fue conocido como un gran defensor de la libertad civil y religiosa. Sus libros fueron tan leídos, que por sus conocimientos y experiencia, los gobernantes y dirigentes educacionales buscaron su consejo. Y además de todo esto, era un músico excelente. Fundó varias instituciones importantes y realizó los primeros avances en materia de medicina preventiva. ¡Vivió una vida intensa y activa por más de cincuenta años, después que se había resignado a morir! Sin lugar a dudas, fue el hombre más enérgico que he conocido; parecía no cansarse nunca. A la edad de 81 años realizó una gira mundial dando conferencias a vastos auditorios en Inglaterra, los Estados Unidos y otros países. La suya fue una vida rica en el servicio, y que abundó en verdaderas satisfacciones.

 Cierta vez le pregunté cuál era el secreto de su asombrosa vitalidad. Me contestó con las palabras de la famosa conferenciante: “No tiene límites la utilidad de aquel que, poniendo el yo a un lado, deja obrar al Espíritu Santo en su corazón, y vive una vida completamente consagrada a Dios. Todo aquel que consagra su cuerpo, su alma, y su espíritu al servicio de Dios, recibirá continuamente nuevo caudal de facultades físicas, mentales y espirituales.”

 No necesitaba decir más. Este hombre que tantos años atrás se había resignado a morir, era un ejemplo viviente de una vida como ésa. Se había dedicado completamente al servicio de Dios y la humanidad. Sin discusión, era uno de los hombres más felices, sanos y nobles que he conocido. Era muy querido por miles de jóvenes, a muchos de los cuales había ayudado personalmente y hechos felices. Vivió más de 80 años, y hasta el fin de su vida larga y feliz conservó una mente juvenil y vigorosa. Si no hubiera seguido el consejo que le dio en los días de su juventud esa famosa dama, Elena G. de White, nunca habría logrado restablecerse y vivir.

 Sé que este relato es verdadero, porque se trata de mi propio padre. Esa es la razón por la cual deseo compartir con vosotros el gozo y la satisfacción de vivir una vida feliz como la que él vivió. ¿Por qué no decidirnos ahora mismo a abandonar aquellas cosas que contaminan el cuerpo y destruyen la mente? Poned vuestra confianza en Dios. Olvidad el pasado y todas sus debilidades. Ahora mismo podéis comenzar a recorrer el camino hacia la vida mejor, porque vosotros también podéis ayudaros en la obra de obtener salud y felicidad.

Sobre el autor: Doctor.