El evangelista más dinámico de la iglesia cristiana usó un lenguaje que todos nosotros podemos comprender en estos días de apresuramiento. “Vamos” es una expresión familiar del apóstol Pablo; pero él no estaba hablando solamente de ir a alguna parte, sino de ir definidamente “adelante a la perfección.” Esta frase se convierte en la pauta de una vida maravillosa. Nadie, desde los tiempos de Moisés, había llegado a tener una visión tan clara de Dios como él y no obstante, sus palabras nos permiten deducir que siempre tenía en perspectiva algo más grande y maravillosa.
En su carta a la Iglesia de Filipos sus pensamientos se vacían de nuevo en el molde familiar. Dice: “Una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús.” Y unos pocos años más tarde lo vemos de pie ante las sombras de la muerte, con su tarea terminada, y su cuerpo gastado a punto de ser ofrecido; no obstante, no hay espíritu de temor en él. No llora su derrota; por el contrario, como el gracioso cisne que en la hora de su muerte eleva un himno a Dios, este poderoso dirigente, este incansable evangelista toma su pluma y envía un mensaje de adiós a sus seguidores: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida.”. ¡Siempre algo más grande en perspectiva! Su servicio, sus sacrificios, sus trabajos, sus dificultades, no eran sino una preparación para algo mayor.
Para alguien con una visión tal, hasta las pruebas y desalientos se transformaban en causas de alegría. De acuerdo con esta manera de mirar los acontecimientos, también nosotros, los obreros, debemos preguntarnos por qué suceden ciertas cosas. En la hora actual, cuando espesas tinieblas se han extendido sobre las naciones y los hombres avanzan como ciegos, la iglesia recibe el llamamiento de “levántate y resplandece.” Y otra vez las magníficas palabras del apóstol a su discípulo Timoteo llegan a nosotros con nuevo significado: “Te aconsejo que despiertes el don de Dios, que está en ti.” (2 Timoteo 1:6.) Otra traducción dice: “Reanima la llama.” Solamente hombres que ardan con el mensaje de esperanza pueden iluminar la senda que deben recorrer los pies tambaleantes de la humanidad. Si queremos arder para Dios, es necesario que permitamos a los vientos del cielo que soplen diariamente sobre nuestra vida, animando el rescoldo hasta que arda de nuevo con resplandor pleno. Un corazón ardiente siempre encontrará una lengua de fuego para expresarse. Leemos acerca de los apóstoles: Con qué ardiente lenguaje revestían sus ideas al testificar por él.”—“Los Hechos de los Apóstoles, pág. 35.
Hijos de Dios sin mancha
El ministro de Dios, no importa cuál sea su obra, ha sido llamado a dar testimonio “en medio de la nación maligna y perversa” entre los cuales debemos resplandecer como luminares en el mundo. (Fil. 2:15.) Ser hijos de Dios sin pecado es verdaderamente un elevado llamamiento.
Una amiga inglesa me relató hace algún tiempo un incidente conmovedor: se trataba de una señorita maestra; Francia e Inglaterra estaban llevando a cabo un plan para hacer un intercambio de maestros. Habiendo permutado su puesto temporariamente con una maestra francesa, esta señorita, miembro de nuestra iglesia, se encontró en una ciudad del oriente de Francia. Cerca de cuarenta niños estaban bajo su cuidado, y por supuesto los niños son los mismos en todo el mundo. Había peleas, desacuerdos ocasionales y siempre flotaba un ambiente de incertidumbre. Pero ella estaba acostumbrada a eso. Notó entre los alumnos a un muchacho que se sentaba en el banco de adelante a quien observó con particular interés. Nunca se lo encontraba donde hubiera dificultades. Era un muchacho amable, lleno de entusiasmo, pero cada vez que ocurría algo fuera de lugar, él estaba en alguna otra parte. Al observarlo después de unas cuantas semanas, se decidió a conocerlo mejor. Cierto día le pidió que se quedara después de las clases. Luego de expresarle su gratitud por la amabilidad y la lealtad a los principios que manifestaba, le dijo: “Quisiera conocer a tu mamá: Debes venir de un hogar muy bueno.” Cuando ella le habló de su madre, el rostro del muchacho asumió de repente una extraña expresión. Le dijo: “Lo siento, señorita, pero Vd. no puede ver a mi madre.”
—Pero, ¿por qué no?
—Mi madre no está aquí.
— ¿Dónde está?
—No me lo pregunte, señorita.
—Pero, quiero conocerla. ¿Por qué no me la presentas?
—Ha muerto—dijo él entonces.
La maestra sintió como si le hubieran dado un golpe. “¿Cómo murió?” Pero tales detalles no se podían examinar en ese momento. Sólo después de muchos sollozos logró saber algo de la historia, que el jovencito le relató con profunda emoción.
Había nacido en una de los países del oriente de Europa. Pertenecía a la familia real de una de esas naciones y había vivido en un palacio. De repente, cierto día, los ejércitos invasores irrumpieron en el palacio y detuvieron al príncipe y a la princesa, a saber, a su padre y a su madre. Describió con lujo de detalles lo que había visto en cuanto al fusilamiento de sus padres.
Dijo: “Vi que mi padre se puso de pie frente al capitán, y entonces el grupo que acompañaba a éste se detuvo. El capitán fue lo suficientemente amable para permitir que mi padre y mi madre vinieran a despedirse de mí. Fue una despedida terrible, pero cuando ellos me besaron para decirme adiós, mi padre dio un paso atrás y me saludó militarmente, y yo hice lo propio; después, mientras apretaba fuertemente mis manos, me dijo: ‘Juan, sé lo que nos va a suceder. Mamita y yo vamos a ser fusilados. No sé lo que te va a pasar. Quiero pedirte una cosa: recuerda siempre que eres el hijo de un príncipe y de una princesa. Sea lo que fuere lo que te sucediere, prométeme que siempre te comportarás como un príncipe.’
“ ‘Sí, papá, lo haré, lo haré,’ le respondí. La comitiva partió. Vi como fusilaron a mis padres y en seguida comencé a correr. Seguí corriendo. Dejé un país tras otro. Durante semanas y semanas seguí corriendo, hasta que por fin llegué a Francia, donde algunas almas bondadosas me recibieron. Por favor, señorita, no se lo diga a nadie. No quiero que los muchachos lo sepan, pero Ud. me ha preguntado por qué no peleo ni discuto. No puedo hacer esas cosas, porque soy hijo de un príncipe.”
Cuando la maestra me relató esta historia, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Esas lágrimas las producía el recuerdo de un muchacho noble que, sin identificarse con ellos, se comportaba entre sus semejantes como un príncipe.
Como hijos de Dios, nosotros, los ministros del Señor, debemos vivir sin mácula y actuar intachablemente, “como ministros que no tienen de qué avergonzarse.” Es ésta una vocación elevada. Una conciencia constante de esta noble vocación será para nosotros el impulso que nos ayudará a avanzar “hacia la perfección.”
Sobre el autor: Secretario de la Asociación Ministerial de la Asociación general.