¿Se está siguiendo íntegramente en todas partes en nuestra iglesia el proceso divinamente inspirado para la selección de candidatos a la ordenación?

El objetivo de este artículo no es escribir una acabada teología de la ordenación desde el punto de vista adventista. Mis pretensiones son mucho más modestas: sólo me propongo dar algunos pasos en esa dirección. Mis fuentes son la Biblia y los escritos de Elena G. de White. En aquélla tenemos la única regla de fe y práctica, mientras que en éstos la regla bíblica es ampliada de tal manera que pueden aplicarse a menudo a la situación contemporánea ciertos detalles significativos y ciertos aspectos que deben ser destacados.

     En Marcos 3:13-15, leemos: “Después subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso… Y estableció a doce… para enviarlos a predicar, y que tuviesen autoridad para sanar enfermedades y para echar fuera demonios”. Sobre la sola base de este texto, difícilmente podríamos argumentar que tenemos ante nosotros el relato de la ordenación al ministerio de los doce discípulos por parte de Jesús. No se mencionan aquí ni la imposición de manos ni la oración, cosas que claramente llegaron a ocupar el lugar central en el sagrado rito de la ordenación (véase Hechos 6:6; 13:3; 1 Tim. 4:15; 5:22).

     Pero Elena G. de White escribió por inspiración divina: “Cuando Jesús hubo dado su instrucción a los discípulos, congregó al pequeño grupo en derredor suyo, y arrodillándose en medio de ellos y poniendo sus manos sobre sus cabezas, ofreció una oración para dedicarlos a su obra sagrada. Así fueron ordenados al ministerio evangélico los discípulos del Señor” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 263).

     Más tarde ella escribió: “Con la ordenación de los doce, se dio el primer paso en la organización de la iglesia que después de la partida de Cristo habría de continuar su obra en la tierra” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 16). De manera que la ordenación en la iglesia cristiana se origine nada menos que con Jesús mismo y constituyó el primer paso de su organización.

     Elena G. de White considera Hechos 13:1-3 como un informe de la ordenación de Pablo y Bernabé al ministerio evangélico. “Dios había bendecido abundantemente las labores de Pablo y Bernabé durante el año que permanecieron con los creyentes de Antioquía. Pero ni uno ni otro había sido ordenado todavía formalmente para el ministerio evangélico. Habían llegado a un punto en su experiencia cristiana cuando Dios estaba por encomendarles el cumplimiento de una empresa misionera difícil, en cuya prosecución necesitarían todos los beneficios que pudieran obtenerse por medio de la iglesia” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 132).

     Hechos 13: 1 indica que la instrucción del Espíritu Santo a la Iglesia de Antioquía de ordenar a Pablo y a Bernabé, probablemente vino por intermedio de uno de los profetas que había en esa congregación (véase Los Hechos de los Apóstoles, pág. 132, y The Story of Redemption, pág. 303). El versículo 2 nos permite deducir que el mensaje vino tal vez durante el transcurso de un servicio público o en algún momento de su ministerio al Señor en aquel lugar.

     Los componentes del servicio de ordenación están claramente señalados en los versículos 2 y 3. Ellos son: la instrucción del Espíritu Santo a la iglesia, el ayuno, la oración, la imposición de las manos y un cometido oficial. En virtud de todo esto, Pablo y Bernabé iniciaron la misión para la cual el Espíritu Santo los había llamado, con la plena aprobación y autorización de la iglesia.

     Elena de White parece ver en esta ordenación un paradigma para la iglesia de hoy. Vale decir que en la separación de Pablo y Bernabé por parte del Espíritu Santo para una determinada clase de servicio, ella ve claras evidencias de “que el Señor obra por medio de instrumentos designados por él en su iglesia organizada” (Id., pág. 134).

Dos preguntas importantes

     De esto surgen por lo menos dos preguntas importantes. Dentro del contexto de la ordenación, ¿cómo trabaja actualmente el Señor por medio de sus instrumentos designados en su iglesia organizada? y, ¿cuáles son esos instrumentos? “Vi -escribe Elena de White- que Dios había depositado sobre sus ministros escogidos la tarea de decidir quién era idóneo para la obra sagrada; y en unión con la iglesia y ante las señales manifiestas del Espíritu Santo, ellos debían decidir quiénes debían ir y quienes no estaban capacitados para ir” (Testimonies, tomo 1, pág. 209). En la pág. 101 de Primeros Escritos, ella habla nuevamente acerca del proceso de selección de candidatos al ministerio: “Los hermanos de experiencia y de sano criterio deben reunirse, y siguiendo la palabra de Dios y la sanción del Espíritu Santo, debieran, con ferviente oración, imponer las manos a aquellos que dieron pruebas claras de que recibieron su mandato de Dios, y ponerlos aparte para que se dediquen por completo a su obra”.

     El análisis de estas declaraciones revela que los “instrumentos designados” en la iglesia organizada de Dios para la selección y ordenación de los ministros del Evangelio son: ministros selectos de experiencia y sano criterio, la iglesia, la Palabra de Dios y las sugerencias del Espíritu Santo. Tales ministros serían lógicamente los que hayan estado en más estrecho contacto con aquellos que estén siendo considerados para la ordenación y los conozcan mejor. Por “la iglesia”, Elena de White muy probablemente se refería a la iglesia local o a las iglesias donde los candidatos hubieran estado trabajando. De esta manera, los laicos intervendrían directamente en este proceso de selección. ¿Por qué no habría de ser así? ¿Acaso puede pasarse por alto el testimonio de los frutos del trabajo de un hombre, cuando se está estudiando su idoneidad para el ministerio en la iglesia?

     Elena de White da también importantes pautas para el trabajo de estos instrumentos divinamente designados. Se queja por el hecho de que se “ordena para el ministerio a hombres que no han sido cabalmente examinados con respecto a sus aptitudes para la obra sagrada”, y agrega: “¡Cuánto mejor sería examinarlos minuciosamente antes de aceptarlos como ministros!” (Testimonios para los Ministros, págs. 171, 172).

     Acerca de la naturaleza de este cuidadoso examen, nos dice que los candidatos a la ordenación deberían “ser examinados especialmente para ver si tienen una comprensión inteligente de la verdad para este tiempo, de manera que puedan dar un discurso bien hilvanado acerca de las profecías o de temas prácticos” (Testimonios Selectos, tomo 3, pág. 329). Por “temas prácticos” Elena de White entiende los que están relacionados con la piedad práctica o la experiencia cristiana, tales como la naturaleza de la fe y cómo ejercitarla, cómo orar, el verdadero arrepentimiento, la confesión, la conversión genuina, y el don gratuito de la justicia de Cristo. (Véase El Evangelismo, págs. 127-161.)

     Además, las personas fieles y experimentadas que están dirigiendo este cuidadoso examen “deben conocer la historia del que pretenda enseñar la verdad desde que profesó abrazarla. Su experiencia cristiana y su conocimiento de las Escrituras, la manera en que sostiene la verdad presente, todas esas cosas deben ser comprendidas. Nadie debe ser aceptado como obrero en la causa de Dios, antes de que haya puesto de manifiesto que posee una experiencia real y viva en las cosas de Dios” (Obreros Evangélicos, pág. 453).

Debe hacerse algo más aun

     Sin embargo, Elena de White no termina aquí sus consejos. Ella dice que luego que los candidatos han sido rigurosamente examinados y después que han tenido cierta experiencia, “queda todavía otra obra que hacer por ellos: deben ser presentados ante el Señor en oración ferviente, para que él indique, por su Espíritu Santo, si le son aceptables. El apóstol dice: No impongas con ligereza las manos a ninguno’. En los días de los apóstoles, los ministros de Dios no se atrevían a fiar en su propio juicio para elegir o aceptar hombres que habían de asumir el solemne y sagrado puesto de portavoces de Dios. Elegían a los hombres que su juicio aceptaba, y luego los presentaban ante el Señor para ver si él los aceptaba para que saliesen como representantes suyos. No debe hacerse menos que esto ahora” (Ibid.).

     Hasta donde sepamos, este proceso divinamente inspirado para seleccionar a los candidatos para la ordenación no se está cumpliendo integralmente en ninguna parte en la Iglesia Adventista del Séptimo Día. A la luz de esto, ¿no es todavía actual la queja de Elena de White? ¿Acaso el carácter solemne y sagrado de la más elevada vocación de la tierra no requiere el más cuidadoso y delicado estudio por parte de ministros de experiencia y sano criterio? Además, debería oírse la opinión de los laicos y dársele la importancia que le corresponde. Y no son suficientes las decisiones de los instrumentos humanos. Debe recibirse la palabra de aprobación o reprobación por parte de Dios mismo, a través del ministerio del Espíritu Santo, puesto que quienes están por ser ordenados serán sus portavoces, sus representantes.

     La pregunta es, entonces, ¿cómo percibir esa voz? Un colega con quien conversamos sobre eso, piensa que nosotros realmente no tenemos suficiente conocimiento acerca de la obra del Espíritu Santo. Está convencido de que nosotros no sabemos cómo poner en práctica las instrucciones de las que habla Elena de White de presentar a los candidatos para la ordenación “ante el Señor en oración ferviente, para que él indique, por su Espíritu Santo, si le son aceptables” o presentarlos ante el Señor “para ver si él los aceptaba para que saliesen como representantes suyos”. ¿Estaba en lo cierto este colega? Lamentablemente, tuve que reconocer que sí.

     La ya citada conclusión de Elena de White: “No debe hacerse menos que esto ahora”, no nos permite ni decir que este aspecto específico del proceso de selección de candidatos no sea imperativo, ni declarar que no hay manera de saber cómo realizarlo. En cambio, personalmente me impulsa a hacer hincapié en nuestra necesidad de conocer mejor al Espíritu Santo y su ministerio en la obra de la iglesia y en nuestra vida personal. ¿No deberíamos entenderla como una invitación de parte de Dios para buscar en las Escrituras y en el espíritu de profecía, diligentemente, con ferviente oración y humildad, hasta aprender cómo debe ponerse por obra este mandato de Dios? Piénsese en el tremendo daño que la iglesia se evita cuando no se ordenan al ministerio hombres que no son aprobados por el Espíritu Santo; y piénsese en la seguridad que daría a los ordenados el hecho de saber que el Espíritu Santo mismo ha dado su palabra final de aprobación.

La ordenación de médicos misioneros y diáconos

     Finalmente, veremos tres de las cuatro categorías de personas mencionadas en la Biblia y en los escritos de Elena de White como formando parte de aquellos que deben ser reconocidos por la iglesia mediante el rito de la ordenación. Dentro de ellas encontramos a los médicos misioneros, cuya obra es mayormente espiritual. “La obra del verdadero médico misionero es mayormente de carácter espiritual. Incluye la oración y la imposición de manos [¿una referencia a la oración por los enfermos que se presenta en Santiago 5:14, 15?]; por lo tanto debiera separárselo para esta obra con la misma piedad con que se separa al ministro del Evangelio. Los que son elegidos para desempeñarse como médicos misioneros deben ser separados como tales” (El Evangelismo, pág. 397). Si no entiendo mal a Elena de White, esto quiere decir que debería realizarse una ordenación distinta para los médicos misioneros, en consonancia con su particular vocación y función dentro de la iglesia.

     La segunda categoría que se menciona son los diáconos. Un estudio de Hechos 6 al 8, revela que el proceso de selección fue rigurosamente cumplido. “Los siete hombres elegidos fueron solemnemente separados para el cumplimiento de sus tareas por medio de la oración y la imposición de las manos. Los que recibían esta ordenación no eran eximidos por ello de enseñar la fe. Por el contrario, se afirma que Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y milagros ante la gente. Los diáconos estaban plenamente capacitados para instruir en la verdad. Eran, además, hombres prudentes, de juicio sereno, muy aptos para tratar casos difíciles de enjuiciamientos, murmuraciones o envidias. La elección de estos hombres para que atendieran los negocios de la iglesia, a fin de que los apóstoles se pudieran dedicar plenamente a su tarea especial de enseñar la verdad, fue muy bendecida por Dios. La iglesia aumentó en número y poder… Es necesario que se mantenga el mismo orden y sistema en la iglesia de hoy como en los días de los apóstoles” (The Story of Redemption, pág. 260).

    ¿Qué ha sucedido en la iglesia con la categoría de los diáconos que está descripta más arriba? Se nota una disminución del alcance y la santidad de esta vocación, una trágica pérdida de identidad y de misión: la dignidad del diácono ha quedado relegada al papel de un simple acomodador. ¡Qué incongruencia exigir la ordenación para capacitar a alguien para tomar la ofrenda, abrir y cerrar las puertas y ventanas de la iglesia, o incluso servir la Cena del Señor! ¿Será posible que los ministros ordenados sean, por lo menos en parte, responsables de esta situación en muchas de nuestras iglesias, si no en todas? ¿No debería surgir un reavivamiento del ideal bíblico y un decidido movimiento de reforma en toda la iglesia en este sentido?

    La tercera categoría está integrada por aquellos a quienes Dios ha llamado al ministerio de predicar y enseñar. A ellos he tenido en mente a lo largo de este artículo, y vuelvo a ellos por un propósito específico. Elena de White escribió: “Los que son elegidos por Dios para ser líderes en su causa, encargados de la supervisión general de los intereses espirituales de la iglesia, debieran ser relevados, en lo posible, de cuidados y perplejidades de naturaleza temporal. Los que han sido llamados por Dios al ministerio de predicar y enseñar, deberían tener tiempo para meditar, orar y estudiar las Escrituras. Su clara percepción espiritual se empaña si se ocupan de detalles administrativos secundarios y al tratar con los diversos temperamentos de aquellos que se reúnen en función de sus cargos en la iglesia” (The Story of Redemption, págs. 260, 261).

     ¿No es verdad que los ministros hemos puesto sobre nuestras espaldas demasiados cuidados y perplejidades de naturaleza temporal? Una de las causas ¿podría ser el que le hemos dado una importancia injustificada a nuestra ordenación, sintiendo que ella nos ha capacitado instantáneamente para desarrollar todo tipo de ministerio dentro de la iglesia? Por otro lado, quizá hemos perdido de vista el carácter esencial e intensamente espiritual de nuestra ordenación debido a que hemos perdido estas características en nuestra propia vida. La preocupación por los detalles menudos de los negocios de Dios, que debieran estar en manos de otros que han sido llamados e incluso ordenados para tal ministerio, ¿ha empañado quizá nuestra percepción espiritual y nos ha robado el tiempo que deberíamos haber dedicado a meditar, orar y estudiar las Escrituras? Pensemos en la pérdida espiritual que eso significa para la iglesia. ¿No es tiempo de que reestudiemos el papel que nos toca, que encontramos delineado en la Palabra de Dios y en el espíritu de profecía, y de que pongamos el ejercicio de nuestro ministerio en armonía con estas fuentes inspiradas?

     Creo que debo agregar una palabra más. A los lectores que piensan que lo que he escrito aquí se parece más a una homilía que a una aproximación preliminar a una teología de la ordenación, quiero recordarles que la teología halla su máxima expresión cuando se la aplica a asuntos esenciales y prácticos de la iglesia.

Sobre el autor: Es decano del Seminario Teológico de la Universidad Andrews en Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.