Nunca se insistirá bastante sobre la importancia de la doctrina de la justificación por la fe. Nunca repetiremos demasiado que Dios salva a los pecadores, totalmente y sin reservas, como si fuéramos impecables, sobre la sola base de su gracia, mediante nuestra simple aceptación de Jesús como nuestro Salvador, sin exigir otra “obra” de nuestra parte que ese acto de confianza y adhesión a él que llamamos “fe”.

La revalorización de esta doctrina, atenuada y deformada por más de mil años de catolicismo, fue sin duda la mayor contribución teológica de la Reforma. Para Lutero, esa verdad bíblica era tan importante que llegó a afirmar que, “si la doctrina de la justificación por la fe cae, todas las doctrinas cristianas caen con ella. Esta doctrina es el criterio para juzgar si la iglesia sigue a Cristo o no lo sigue” (Libro de concordancia, 292).

En la línea de la reforma permanente, en la que militaban los pioneros del movimiento adventista, dado el medio protestante del que procedían en su mayoría, la doctrina de la justificación por la fe no fue enarbolada como caballo de batalla, porque no hacía falta. Se daba por sentado como algo indiscutible. La “verdad presente” en aquellos momentos la constituían otras doctrinas olvidadas por la mayoría de los cristianos, y redescubiertas por aquellos estudiosos de la Biblia, impulsados por la urgencia del inmediato retorno de Cristo. No fue hasta la segunda generación, veintitantos años después de que el movimiento se organizase en iglesia, cuando la insistencia desproporcionada de algunos sobre la importancia de la ley en la vida del creyente provocó la inevitable reacción de otros, lo que culminaría en los saludables replanteamientos de 1888, cuyo centenario hemos conmemorado.

Hoy, ciento un años después de las discusiones de Minneapolis, es difícil encontrar en nuestros medios —sean oficiales o extraoficiales, ortodoxos o disidentes— una doctrina más “popular” —en el sentido de conocida, repetida, predicada y esgrimida— que la justificación por la fe. Esta famosa fórmula teológica forma parte constitucional del lenguaje de nuestra iglesia. Tanto es así que la mayoría de nuestros miembros y pastores hace tiempo que no siente la necesidad de insistir en su uso, teniéndola por superada y aceptada. Lo que hace que algunos de los que parecen descubrirla ahora por primera vez lleguen a afirmar que dicha doctrina no se enseña, y se pongan a usarla en toda ocasión como recurso fácil para intentar descalificar teológicamente a los que la usan un poco menos que ellos.

Por encima de esas querellas anecdóticas, después de unas cuantas generaciones de miembros formados y edificados sobres esta sólida plataforma de la verdad, hoy la doctrina de la justificación por la fe es un fundamento inamovible de nuestro credo. Hasta el punto que, en el lenguaje tradicional que nos es peculiar desde Elena de White, solemos afirmar que “el mensaje de la justificación por la fe es el mensaje del tercer ángel” (Review and Herald, 10 de abril de 1890). Lo que quiere decir que entendemos que su proclamación al mundo constituye, junto a los mensajes de los dos primeros ángeles (Apoc. 14), la razón de ser de nuestro movimiento.

Ahora bien, una cosa es utilizar una fórmula teológica y otra, comprender su sentido. Por eso, luego de haber celebrado el centenario del gran debate sobre la justificación por la fe, cuando ya nadie discute la importancia de esta doctrina, todavía me parece pertinente plantear tres series de preguntas en relación con el tema:

1. A la primera serie le concierne la comprensión misma de la doctrina. El hecho de usar una determinada fórmula, ¿es garantía de que se comprende plenamente la verdad que encierra? ¿Saben lo que quiere decir ser justificados por la fe todos los que dicen serlo? ¿Significa esta expresión lo mismo para todos?

2. A la segunda serie de preguntas le concierne el valor relativo de la formulación. En otras palabras, se trata de aclarar si, para formular la doctrina de la justificación por la fe, es preciso usar esas palabras o es posible expresar esa noción en otros términos, de manera que, sin mencionar la “justificación” se esté hablando de ella.

3. La última pregunta es una consecuencia natural de la segunda. En un mundo tan secularizado como el nuestro, en el que el lenguaje religioso ha dejado de ser patrimonio de todos, ¿habrá forzosamente que utilizar la expresión tradicional para explicar la doctrina, o por el contrario convendría encontrar una formulación nueva, usando un lenguaje de hoy que sea capaz de hacer llegar el mensaje de la justificación más fácilmente a los no iniciados?

¿Qué entendemos por “justificación por la fe”?

La pertinencia de la primera serie de preguntas salta a la vista cuando observamos lo fácilmente que no sólo superortodoxos y disidentes, sino cualquiera, se desvían en la práctica de lo que estrictamente enseña el Evangelio sobre la justificación. Uno se pregunta alarmado, cómo es posible que una doctrina relativamente tan fácil de formular y de entender teóricamente, sea tan difícil de integrar en nuestra vida de cada día.

Por una parte, no importa cuán firmemente creamos que el Padre acepta al hijo pródigo sobre la única base de su perdón y de su gracia, sin que el pecador haya hecho ningún mérito para ser reintegrado en la familia de Dios, en cuanto tenemos el primer tropezón, en cuanto el viejo hombre intenta hacernos volver a las andadas, ya ponemos nuestra salvación en tela de juicio. Y aquel Padre amante que nos perdonó tanto, ahora se nos antoja, sin saber cómo, más bien un policía implacable, que no dejará de penalizar la más mínima de nuestras transgresiones.

O bien, aun sabiendo que somos salvos sólo por gracia, por medio de la fe, la observancia de los mandamientos de Dios, que debería ser la consecuencia de nuestro nuevo nacimiento, se convierte, sin saber cómo tampoco, en la condición sine qua non de nuestra aceptación por parte de Dios, y por consiguiente, de nuestra salvación.

O todo lo contrario. Puesto que justificados por la fe hemos pasado a la libertad de nuestra vida en Cristo, puesto que, salvos en Jesús, ya no estamos bajo la ley sino bajo la gracia, pasamos también sin saber cómo, de la convicción de que Dios nos ha justificado y perdonado de todos nuestros pecados, a la inconsciencia de actuar como si Dios nos justificase por nuestros pecados. Y así la justificación por la fe se nos convierte en la justificación de todo. De la justificación, obra de Dios, pasamos a la más arrogante auto justificación.

En cualquier caso, el riesgo oscila generalmente entre dos legalismos: el legalismo de los que intentan ayudarse en su salvación con los méritos de sus propias obras, incluida la observancia de la ley, y el de los legalistas de la justificación, que pretenden salvarse por su bien formulada profesión de fe, olvidando a su vez que sólo y exclusivamente pueden ser salvos por la bondad divina. Es curioso observar, en este sentido, que hasta los liberales más liberados suelen caer en la trampa de algún legalismo. Es muy frecuente que, mientras exhiben por una parte su libertad con respecto a la ley de Dios, los veamos convertirse por otra en celosos observadores de la ley del talión. Ojo por ojo y diente por diente. Y, curiosamente, algunos de los que reivindican con más fuerza la justificación, la comprensión y el perdón, no escatiman esfuerzos, con un celo digno de mejor causa, para agredir a sus hermanos menos liberados.

Hablar, pues, de la justificación por la fe, no significa siempre que se entienda la verdadera doctrina bíblica, ni mucho menos, que se crea o que se viva. Aceptar la justificación por la fe es aceptar la gracia como única fuente de salvación. Y eso, o nos conecta realmente con la fuente de la gracia, y por consiguiente, nos convierte en canales de gracia… o es que no la hemos aceptado. Y en ese caso, por mucho que esgrimamos la justificación por la fe, se nos podrá decir como Jesús dijo a los falsos religiosos de su tiempo: “Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos” (Luc. 16: 15).

Puesto que resulta innecesario repetir aquí el sentido bíblico de la justificación por la fe, me limitaré a apuntar algunas reflexiones concernientes exclusivamente al problema de la formulación de esta doctrina.

El lenguaje de la justificación

Nos preguntábamos más arriba si para mantener la doctrina de la justificación en su lugar central en nuestras creencias era preciso formularla con los términos de siempre. No hace falta mucha reflexión para descubrir que no es necesario usar ciertas palabras para expresar las ideas contenidas en ellas: No es indispensable utilizar el verbo “amar” para amar a alguien, ni conocer el significado de la palabra “fe” para creer de veras.

Esta evidencia nos pone en guardia contra un doble riesgo. Por una parte, el de deducir que el uso de la fórmula ‘justificación por la fe” comporta automáticamente una impecable ortodoxia. Ya hemos visto que se puede hablar usando los mismos términos sin que éstos respondan a las mismas vivencias espirituales ni a las mismas actitudes religiosas. El que alguien se haga el portavoz de la justificación no es ninguna garantía de que se haya apropiado de la realidad de la que habla, ni siquiera de que la comprenda, y menos aún, de que la viva. Por otra parte, el hecho de que alguien no use esa expresión tampoco significa que no crea en la doctrina de la justificación, o que ignore dicha experiencia. Precisamente quien más hizo en favor de la justificación, es decir Jesús mismo, hasta donde sepamos por los Evangelios, jamás utilizó nuestra fórmula. La vez que más se acercó a nuestra terminología es en la parábola del fariseo y el publicano, cuando dice que “éste volvió a su casa justificado antes que el otro” (Luc. 18:14). Y sin embargo, todos estamos de acuerdo en que no ha habido ni habrá nadie que haya ensenado con más claridad, ni de modo más convincente, la necesidad de la justificación que Jesucristo.

Y eso que la realidad de los medios y procedimientos que Dios utiliza para recuperarnos   —lo que los teólogos llaman soteriología—, es tan rica y compleja que es imposible definirla con una sola palabra. Es como un diamante de innumerables facetas, ante el que el lenguaje humano tiene que reconocer sus limitaciones y su incapacidad para describirlo con una sola frase, o en todo el esplendor de sus múltiples perspectivas.

La Biblia utiliza una gran variedad de términos, de imágenes y de metáforas diferentes para ayudarnos a comprender el sentido y la importancia de la acción divina en favor de nuestra salvación. Al abordar un tema como el de la justificación no deberíamos olvidar que las palabras con las que la Biblia describe este aspecto de la obra de salvación divina no son más que ilustraciones a nivel humano, y esfuerzos para evocar una realidad inefable, y por lo tanto, incapaces por la propia naturaleza limitada de nuestro lenguaje, de describirla perfectamente, cuando menos de agotarla.

La terminología soteriológica de la Biblia es sorprendentemente variada. Los autores inspirados han echado mano de todos los vocabularios a su alcance para intentar transmitir tan importante mensaje. Así, para enfatizar que lo que está en juego es nuestra supervivencia eterna, utilizan expresiones procedentes del vocabulario de la vida: “Entrar en la vida”, “nuevo nacimiento”, “resurrección”. Para subrayar el cambio producido en la situación del hombre por esta intervención divina que marca nuestra vida con un “antes” y un “después”, recurren a expresiones que indican transformación: “paso de las tinieblas a la luz”, “regeneración”, “conversión”, “injerto”, etc.

Las expresiones más entrañables suelen ser sacadas del lenguaje de las relaciones humanas. No hay que olvidar que la esencia de la religión —y de la justificación— es precisamente la restauración de una relación rota entre el hombre y Dios. De ahí que la mayoría de las descripciones de la obra de salvación giren en torno a las nociones de “perdón”, “reconciliación” o “adopción”.

El duro contexto de unos países sometidos al yugo del Imperio Romano explica quizás el que tantas veces el vocabulario soteriológico recurra a expresiones del lenguaje de la esclavitud y de la guerra: “salvación”, “rescate”, “redención”, etc., o del lenguaje de los tribunales, tales como “gracia” y “justificación”.

En realidad, en la Biblia no hay ninguna palabra que signifique sólo y exactamente “justificación”. El término que se suele traducir a veces por “justificación” (dikaiosúne) en griego clásico significa más bien “honradez”, y su equivalente hebreo tenía sobre todo el sentido de “rectitud” y de “fidelidad”. En la versión Reina-Valera (RVR 60), que es la de uso más frecuente entre nosotros, lo han traducido todas las veces por “justicia” excepto en cinco casos, en los que lo han hecho por “justificación” (Rom. 4: 25; 5:16,18; 1 Cor. 1: 30; 2 Cor. 3: 9). La doctrina se basa pues mucho más en el uso del verbo justificar que sobre el sustantivo justificación. El sentido que Pablo da a estos términos es a menudo jurídico o forense, aunque no exclusivamente, de modo que una traducción contemporánea tendría que recurrir a términos como “amnistía”, “indulto” o “rehabilitación”, como lo ha hecho de una manera bastante novedosa la Nueva Biblia Española (NBE). Concretamente, “ser justificado” significa ser rehabilitado a la vez que ser declarado justo. En el Nuevo Testamento, el significado se precisa en la dirección de un indulto inmerecido, a pesar de la indignidad del beneficiario de la gracia. Esta expresión era totalmente apropiada para describir la increíble realidad del perdón de Dios.

¿Actualizar el lenguaje sobre la justificación?

Esta revolución del lenguaje legitima el replanteamiento de la terminología que usamos tradicionalmente para hablar de la justificación.

En realidad hay varias razones que obligan al creyente a revisar continuamente su lenguaje teológico. La primera de ellas es, desde luego, la necesidad de que nuestro mensaje llegue al mundo. Si Dios ha venido repetidamente al encuentro del hombre a lo largo de la historia, usando siempre nuestro lenguaje para ser comprendido, la predicación y el testimonio cristianos deben tender necesariamente, a la actualización de los mensajes divinos de unas categorías de expresión inteligibles para nuestro tiempo. De modo que, saber expresar en palabras actuales el mensaje que Dios nos confió en el pasado, se convierte en uno de nuestros más sagrados deberes. De la misma manera que Cristo es la palabra divina hecha carne, su mensaje debe “hacerse carne” y concretarse en nosotros para que sea accesible al hombre secularizado de cualquier época.

No sé si, en general, tomamos suficiente conciencia de que en el lenguaje hay distintos niveles de significación: las mismas palabras no significan lo mismo para todos. No tenerlo en cuenta es condenarnos al malentendido constante, a ser mal interpretados y, por consiguiente, a controversias continuas, a menudo inútiles, dolorosas e incluso fanáticas.

Parte del problema viene de que mientras la mayoría de palabras cambian de sentido con el paso del tiempo, las palabras sacralizadas por el uso eclesiástico suelen ser inamovibles. Eso explica que, aunque ya casi nadie sepa lo que dice, todos digamos “amén” después de nuestras oraciones, utilizando una palabra hebrea que, por el hecho de usarse en la liturgia, se la conserva como una fórmula sagrada, intocable, que nadie se atreve a cambiar ni a traducir.

Y es que tenemos la tendencia inconsciente de considerar las fórmulas religiosas tradicionales, por el hecho de pertenecer al ámbito religioso, como sagradas en sí mismas, y por consiguiente, intocables, inmutables e invariables. Hasta tal punto, que seguirán siendo usadas aunque el paso de los siglos y hasta los milenios les haya hecho perder su sentido inicial, y ya prácticamente nadie las entienda. Esa actitud humana, universalmente extendida, hizo que el latín se mantuviese como lengua sagrada durante casi dos mil años, después de que había dejado de ser comprendida por el pueblo desde la Edad Media.

Algo parecido está ocurriendo con nuestra venerable expresión “justificación por la fe”.

La frase fue consagrada en los escritos paulinos, porque en aquella época y circunstancias respondía mejor que otras a su función de describir o evocar un aspecto básico de la acción salvadora de Dios en nuestro favor. Pablo se dirigía a un auditorio perteneciente al Imperio Romano, donde las cuestiones jurídicas estaban a la orden del día, y donde la palabra dikaiosúne era entendida en el sentido de “amnistía”, “indulto” o “rehabilitación”.

Pero la riqueza o profundidad de significado de una palabra abstracta difícilmente consigue sobrevivir e insertarse intacta en nuevos contextos. Necesita por lo general de una serie de reinterpretaciones, renovaciones y actualizaciones a cada nueva lengua y contexto cultural, si quiere seguir siendo comprendida.

Frente a la realidad lingüística inevitable, la iglesia siempre tiene que optar por una de estas dos alternativas: o bien conservar la palabra antigua cueste lo que cueste, o bien traducir su significado. Si se opta por conservar la palabra aunque haya cobrado otro sentido en el lenguaje corriente que el que da la iglesia, entonces habrá que explicarla cada vez que se la use con los no iniciados. Esto es lo que nos ocurre hoy con la palabra “justificación”, que en el lenguaje común significa “la prueba de una cosa, el motivo que justifica una acción. La conformidad con lo justo”, o simplemente “una excusa”. Si se opta por traducirla en términos comprensibles para todos, y menos ambiguos, es decir, si se actualiza la palabra, sólo se corre el riesgo de perder algún matiz de su primer significado.

Pero seamos realistas. Nadie se deshace fácilmente de una palabra que tradicionalmente se ha considerado sacrosanta. La verdad es que no necesita hacerlo del todo. El profesional, el especialista, el estudioso, siempre tendrá acceso a las lenguas originales o a las especializadas, que le harán accesibles los matices de los términos que fueron usados en otro tiempo, y que los cambios lingüísticos y culturales han dejado atrás.

Pero frente a la predicación y el evangelio no tenemos otra alternativa, si queremos comunicar el mensaje del evangelio a nuestros contemporáneos. O bien hacemos que la “letra muerta” —que según Pablo mata— cobre vida y se vuelva palabra vivificante, o bien la dejamos seguir su proceso de fosilización, convertida por la tradición en una pieza de museo del lenguaje, de valor arqueológico, hermética e inaccesible para los no iniciados.

La transmisión de doctrinas tan clave como la justificación, en un lenguaje que respete el sentimiento original y sea comprensible para el hombre actual, es un desafío para nuestra misión.

En su libro Consejos para los maestros, en el capítulo titulado “La importancia de la sencillez”, páginas 193 y 194, Elena de White da, en este sentido, un sabio consejo a los maestros de Berrien Springs que ella misma extiende a todos nuestros ministros: “Enseñad por ilustraciones. Pedid a Dios que os dé palabras que todos puedan comprender.” Para subrayar la importancia de su consejo, cuenta una anécdota que le ocurrió a ella misma: Al llegar a cierta iglesia, una niña le preguntó si era ella la que iba a hablar aquella noche. Al decirle que no, la chiquilla quedó decepcionada, ya que pensando que sería la señora White la oradora había invitado a unas amigas a la reunión. En su desamparo la chiquilla le rogó: “¿Quiere usted, por favor, pedir al pastor que use palabras fáciles que podamos comprender? ¿Quiere usted, por favor, decirle que no comprendemos las palabras largas, como justificación y santificación? No sabemos lo que significan estas palabras”.

Elena de White comenta: “La queja de la niñita contiene una lección digna de ser considerada por maestros y ministros. ¿No son muchos los que debieran oír la petición: “Usad palabras fáciles para que podamos saber qué queréis decir?” Y concluye: “Haced claras vuestras explicaciones, porque sé que son muchos los que poco entienden de las cosas que les dicen. Dejad que el Espíritu Santo amolde vuestro lenguaje, limpiándolo de toda escoria. Hablad recordando que hay muchos de edad madura que son tan sólo niños sin comprensión”.

Esta tarea incumbe a nuestros pastores, y va hasta el replanteamiento de las traducciones de la Biblia usadas para nuevos miembros, niños e interesados. Lo que está claro es que no podemos dejar que el lenguaje, que tiene la misión de comunicar, se convierta en una barrera que corte la comunicación.

No llega de la misma manera al no iniciado hablarle de “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo” (Rom. 3: 22), que de “la amnistía que Dios otorga por la fe en Jesús” (NBE), ni decir que “Dios nos aceptará, purificará y llevará al cielo si dejamos por fe que Cristo nos limpie de pecados” (Una paráfrasis del NT, Logoi (PNT]). No produce el mismo efecto oír “creyó Abraham a Dios y le fue contado por justicia (o atribuido a justicia)” (Rom. 4:3), que “Abraham creyó a Dios y eso le valió la rehabilitación” (NBE), o bien “Abraham creyó a Dios y por eso pasó por alto sus pecados y lo declaró inocente” (PNT).

En conclusión, se impone que aceptemos como una necesidad en nuestra labor teológica interna y en la proyección exterior de nuestra iglesia, la tarea de interpretar y reinterpretar sin cesar, en cada nueva situación y con ayuda de todos los recursos a nuestro alcance, todo el vocabulario con el que transmitimos nuestro mensaje. La pregunta que hay que hacerse en cada caso es siempre la misma: ¿Qué quiero transmitirle al otro, y qué es lo que el otro puede captar de lo que yo digo, cuando no tiene los mismos presupuestos teológicos que yo?

La transmisión de doctrinas tan clave como la de la justificación, en un lenguaje que respete el sentimiento original y a la vez sea plenamente comprendido por el hombre secularizado de hoy, constituye un importante desafío en nuestra misión de portavoces de Dios. La realidad inefable del amor de un Dios que “llama las cosas que no son como si fueran” hasta el punto de hacer de seres humanos pecadores sus súbditos para la vida eterna, es tan sublime que desborda cualquier posibilidad de formulación exhaustiva por parte del hombre. Pero la manera en que esta verdad es expresada puede hacer que el mensaje se comprenda o no. O por lo menos, que se comprenda mejor o peor. A nosotros nos Incumbe la responsabilidad ineludible de dejarnos guiar por el Espíritu inspirador de los profetas, el que guía a toda verdad, para saber escoger los medios y los términos adecuados para que el Evangelio sea realmente predicado (es decir, dicho y entendido) en toda nación, tribu, lengua y pueblo. Debemos escoger ser los portavoces de la revelación divina (es decir, los encargados de “desvelar” lo que está velado) o bien los conservadores de un lenguaje críptico, sólo apto para iniciados. La cuestión está no sólo en hablar de la justificación en una fecha conmemorativa, sino en cómo hablar de ella para que el mensaje alcance su objetivo.

Sobre el autor: El pastor Roberto Badenas, doctor en teología, es actualmente profesor en el Instituto Adventiste du Salve (Instituto Adventista del Salve, Collonges, Francia).