¡Si, es sorprendente! Pero ya en O los días de Pablo existían los “malos obreros”, que suscitaban discordias y militaban contra los triunfos de la cruz. Por eso, con palabras cáusticas, el apóstol exhortaba: “Guardaos de los malos obreros” (Fil. 3:2).
Hay un efecto acumulativo en las palabras del autor de la epístola, que se vale del recurso de la reiteración: “Guardaos… guardaos… guardaos”. Parece que lo animaba la intención de levantar una triple fortaleza para proteger a los fieles de las embestidas de los pseudoministros de Dios, a fin de mantenerlos en los caminos del Evangelio.
La naturaleza censurable de los que perturbaban la paz de la iglesia se revela en los calificativos de “perros”, “malos obreros” y “mutiladores”. Estas expresiones, aunque ásperas, definen el carácter de quienes insistían en que los gentiles neófitos debían someterse a la rígida disciplina del legalismo judaico, además de los deberes y responsabilidades cristianos. El apóstol conocía hasta la saciedad la astucia y las maquinaciones de esos “malos obreros”. Por eso, sin eufemismos o circunloquios, los llamó “perros”. Era ésta una expresión que, entre los judíos, denotaba desprecio y, al mismo tiempo, ilustraba el modo astuto y sagaz en que ellos, los “malos obreros”, actuaban, murmurando a espaldas del apóstol, mordiendo con su maledicencia y lanzándose, exacerbados, contra los nuevos conversos.
“Guardaos de la circuncisión”, tradujo al portugués Juan Ferreira de Almeida. “Guardaos de la mutilación”, dice la versión de Ausejo. La Valera antigua rinde: “Guardaos del cortamiento”. En efecto, los “malos obreros” en su ceguera legalista estaban tan fanatizados en su práctica de cortar, que mutilaban completamente el legítimo significado del rito judaico de la circuncisión. Y la acción subrepticia de esa obra se echaba de ver en el seno de muchas iglesias fundadas sobre el Evangelio de la cruz.
Los siglos han transcurrido con su inexorable sucesión de días y noches, pero la acción disolvente de los “malos obreros” todavía se deja sentir en la iglesia.
Pero, ¿quiénes son?
Son los predicadores errantes, tímidos e indecisos, que fluctúan entre el hielo del liberalismo y el fuego del fanatismo. Su ministerio se caracteriza por la ausencia de firmeza y determinación. Con pasos inciertos y vacilantes se desplazan por el camino real y esperan que el rebaño los siga.
Los “malos obreros” son también aquellos que alimentan al rebaño en forma displicente, sin considerar las necesidades espirituales de la grey. Al describir las características del pastor infiel, entre otras cosas Ezequiel dice que no apacienta al rebaño (Eze. 34:2).
Efectivamente, cuando un mal obrero ocupa el púlpito, lo hace pensando que el sermón no es más que una obra de arte, una disertación o declamación presentada en forma elegante, para ser aplaudida y admirada por los fieles congregados.
En toda iglesia hay miembros con gran diferencia de edad, tendencia, cultura, temperamento, apetito y anhelos; esto presupone la necesidad de una gran variedad de alimento. Se debe alimentar a los corderitos. Las ovejas también requieren alimentación adecuada, de acuerdo con su edad y naturaleza. El problema de los problemas consiste en cómo nutrir a toda esa diversidad de ovejas y corderos con una dieta apropiada, que satisfaga a todos.
Pero el mal obrero no se aflige con ese problema. Ocupa el púlpito como mercenario y, mediante una oratoria ornamental, llena de figuras literarias, busca el aplauso popular, no importa que el rebaño se debilite y adelgace, víctima de la inanición espiritual.
Nada estimulará más al ministro en la preparación de sus sermones que el meditar en su misión de pastor. Cristo fue el Maestro por excelencia, pero por sobre todo fue el buen Pastor, y el pastor que se dedique fielmente a su deber, jamás permitirá que su rebaño sufra por carencia de alimento.
No constituye una violencia a la verdad la afirmación de que las iglesias conducidas por “malos obreros” están formadas por adoradores débiles y desnutridos.
Los “malos obreros” contemporáneos son también aquellos que, movidos por un espíritu sedicioso y partidista, dividen las iglesias en grupos antagónicos, produciéndole a la causa consecuencias irreparables. Estos ignoran la belleza del compañerismo y la cooperación cristianos. No se esfuerzan por remover las diferencias de opinión que, con frecuencia, suscitan controversias y divisiones; no promueven la armonía, la unidad y la cooperación entre los miembros. Son incapaces de sumar las fuerzas de una iglesia y conducirlas como un regimiento unido contra los poderes del mal.
Por eso, y con toda razón, se los denomina “malos obreros”.
Ningún otro pecado provoca en las filas del ministerio resultados más nefastos y de consecuencias más perniciosas que el amor deshonesto a los cargos importantes, influyentes y de poder. La historia eclesiástica nos dice que, en la Edad Media, cuando los ministros de la iglesia formaron la jerarquía, redujeron a los legos a meros espectadores, sin voz y sin ascendencia en los asuntos eclesiásticos. Revestidos de creciente poder, llegaron al despotismo más intolerable que el mundo jamás conoció.
Es necesario que se diga que el virus del poder aún circula por la corriente sanguínea del ser humano, y por eso, arrastrados por la tentación, algunos se dejan atrapar por el deseo inmoderado de alcanzar posiciones, dominio y poder.
Sí, todavía es válida la exhortación paulina: “Guardaos de los malos obreros”. Estos, en su afán por lograr posiciones, a menudo y sin ningún escrúpulo perturban y agitan los trabajos conducidos con oración, en los congresos bienales y cuadrienales. Estimulados por ambiciones mezquinas y deseos inconfesables se valen muchas veces de métodos y procedimientos censurables, pues tienen como objetivo la materialización de sueños acariciados por un corazón no santificado.
Los que así proceden, por su influencia perniciosa son “piedras de tropiezo” para los débiles en la fe, “manchas” en la iglesia de Cristo y “oprobio” en el seno del ministerio constituido.