Hubo una etapa en la vida del apóstol Pablo con la que todo cristiano se puede identificar. También están incluidos los pastores que, a pesar de ser ministros del evangelio, llamados y designados por Dios, son ovejas sujetas a las mismas limitaciones y flaquezas de cualquier ser humano. Me refiero al pasaje en el que Pablo expresa en forma dramática el conflicto entre su voluntad de andar en los caminos del Señor y su naturaleza carnal, que lo impulsaba al mal: “Porque no hago el bien que quiero -dijo él-, sino el mal que no quiero, eso hago” (Rom. 7:19).

¡Qué lucha! ¡Qué drama! ¡Qué angustia! ¡Qué frustración! Frente a este cuadro, le pregunto: ¿Cuántas veces ya estuvo usted en esta misma situación? Nosotros, los pastores, tenemos sobre los hombros un peso extra de responsabilidad. No es raro que la gente nos vea como superhombres, como supercristianos; y la verdad es que nosotros mismos tenemos la convicción de que debemos ser un ejemplo de cristianismo. “Sé ejemplo de los creyentes” es la amonestación de la Palabra de Dios (1 Tim. 4:12). Pero sucede que, en la vida real, frecuentemente descubrimos que carecemos de poder para actuar como queremos, y terminamos frustrados, derrotados y, a veces, hasta desanimados.

El problema es que, cuando nos encontramos ante situaciones de fracaso, perplejidad y hasta de pecado, somos tentados a olvidarnos de todo lo que Dios puede hacer por nosotros, y nos entregamos al desaliento y al desánimo. La noción de la misericordia de Dios y de la amplitud del perdón divino es algo que me ha ayudado a encontrar fuerzas y motivación en las situaciones más críticas de la vida.

Si al leer estas líneas usted está con el corazón herido, la conciencia perturbada y con una profunda sensación de derrota, recuerde: a Dios esto no le sorprende. La Biblia es clara cuando dice: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb. 4:15). Por más que Dios tenga sueños maravillosos para nuestra vida y nuestro ministerio, sabe quiénes somos. Sabe que detrás de la cáscara exterior hay un corazón con una historia única de vida; un corazón que tal vez esté llevando la carga de una educación deficiente, de traumas de la infancia, de complejos, de heridas emocionales, de algunas tendencias que, a veces, son más fuertes que la razón y la capacidad de resistir.

El texto de Pablo que citamos al comienzo nos revela una realidad extraordinaria. El apóstol expone su conflicto y sus limitaciones personales, pero inmediatamente después lanza un grito de victoria: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo, Señor nuestro” (Rom. 7:25). Cristo es, en nuestra vida, la única posibilidad de obtener la victoria frente a los conflictos espirituales. “Gracias doy a Dios, por Jesucristo”. En Cristo, la paz y el equilibrio interior pueden ser una realidad en su vida, a pesar de todas sus luchas y flaquezas. “Gracias doy a Dios, por Jesucristo”. El Señor no solo entiende sus dramas; sabe cómo afrontarlos. “Gracias doy a Dios, por Jesucristo”. No está dispuesto solamente a perdonar nuestros pecados, por más groseros y ofensivos que sean para Dios; también tiene poder para darnos la victoria sobre esos pecados. ¡Es verdad! ¡Crea! Dios puede. Dios quiere. Está listo para darnos la victoria.

En el espíritu de profecía hay un pasaje extraordinario que me ha ayudado y motivado para buscar a Dios con intensidad mayor cada día, con la certeza de que él, y solo él, me puede, socorrer en mis numerosas flaquezas:

“El cristiano puede alcanzar la victoria sobre los pecados que lo acosan, sobre sus pasiones. Hay remedio para el alma enferma de pecado. Este remedio está en Jesús. ¡Precioso Salvador! Su gracia es suficiente hasta para el más débil; y el más fuerte también debe disponer de esta gracia; si no, perecerá.

“Vi cómo se puede obtener esta gracia. Vaya a su cámara y, allí solo, pídale a Dios: ‘Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí’ (Sal. 51:10). Sea ferviente, sea sincero. La oración ferviente puede mucho. Como Jacob, luche en oración. Agonice. Jesús, en el Jardín, sudó grandes gotas de sangre; usted debe hacer un esfuerzo. No salga de su cámara hasta que se sienta fuerte en Dios; entonces, vigile; y mientras vigila y ora, usted puede mantener en sujeción esos malos acosos, y la gracia de Dios se puede manifestar en usted, y se manifestará” (Testimonies, t. 1, p. 158).

Querido pastor: Mientras más desesperada sea la condición del pecador que acude a Cristo en busca de socorro, tanto mayor es la expresión de su misericordia y la manifestación de su poder transformador. “¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo!”

Sobre el autor: Director asociado de la Asociación Ministerial de la División Sudamericana.