Al leer las cartas de Pablo, encontramos decenas de nombres de personas cuyos caminos se cruzaron con los del apóstol. Las hay de todas clases, buenas y malas, cultas e ignorantes, bien intencionadas y perversas.

            Antes de llegar a ser ministro, dos hombres de Dios influyeron poderosamente en él: Ananías, cuyo nombre significa “Dios es misericordioso”, le trajo libertad de la ceguera, bautismo para salvación y plenitud del Espíritu para ser un ministro poderoso. Sin embargo, y a pesar del poder que manifestó ante Saulo, había sido un tanto melindroso al oír la orden del ángel de irlo a visitar. ¿Habrá revelado esos sentimientos durante esa visita? Tiempo atrás, la actitud valiente de Esteban (“Coronado”), había impresionado a Saulo que “no podía borrar de su memoria la fe y la constancia del mártir y el resplandor que había iluminado su semblante” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 83). Tal vez aprendió algo de la firmeza de Esteban y de la inseguridad de Ananías.

            Durante su ministerio trabajó con Demas, cuyo nombre significa “Hombre del pueblo”, quien le sirvió, pero que finalmente abandonó todo cuando el amor al mundo llegó a ser superior al amor a la causa.

            Tuvo que dejar a Trófimo (“Nutritivo”) enfermo en Mileto. ¿Cuál habrá sido esa enfermedad? ¿Cansancio? ¿Tensión? ¿Una úlcera? Pero Pablo tuvo que seguir solo, tal vez asumiendo las responsabilidades y los trabajos adicionales que le correspondían a Trófimo.

            Un trío: Himeneo, Fileto y Alejandro el calderero, le causaron verdaderas angustias. Enseñaban doctrinas erróneas por interés personal. Seguramente hubo conversos de Pablo que, atraídos por ellos, lo abandonaron hiriendo así el corazón del apóstol. Alejandro, de quien Pablo dice que le “causó muchos males”, tuvo participación destacada en el alboroto de Efeso. (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 238.) Su nombre significa “Defensor del hombre”.

            Pero la lista incluye también nombres insignes: Onesiforo, cuyo nombre significa “Provechoso”, noble ciudadano de Éfeso, visitó frecuentemente a Pablo en la dura prisión de Roma haciendo “todo lo que pudo para aminorar la dureza del encarcelamiento del apóstol” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 391). Lucas fue el único que quedó con Pablo en Roma después de la salida de Demas, Crescente, Tito y Tíquico. Unos se fueron por causa del trabajo, otros por diversas razones. Timoteo, a quien llama “verdadero hijo en la fe” (1 Tim. 1:2), “hermano, servidor y colaborador” (1 Tes. 3:2). Onésimo, ex esclavo, en quien Pablo pudo ver la transformación producida por el mensaje, había sido ladrón, pero se arrepintió, se convirtió y se transformó en el “hermano amado” a quien calurosamente Pablo recomendó a su antiguo amo, que a su vez era “el amado hermano Filemón” (File. 1:1).

            La lista sería muy larga. Algunos son detractores; otros son defensores. Los que lo aclamaron en la mañana y los que lo apedrearon en la tarde. Los amigos y los enemigos.

            El ministro de hoy también trabaja con personas y le toca relacionarse con toda clase de individuos. Encontrará Demas, Alejandro, como asimismo Onésimos y Timoteos.

            Cuando una campaña está en marcha, tendrá el abrazo del que se goza con las nuevas verdades y la crítica despiadada de un ministro de otra iglesia, molesto porque presenta verdades que sacuden la conciencia de sus feligreses. Tendrá que enfrentar a los “hombres del pueblo” que, después de profesar fe y lealtad a la verdad, lo abandonan todo por amor al mundo. También encontrará Alejandros, “defensores de hombres”, cuyo único objetivo será amargarle la vida.

            Pero si es fiel y vive su ministerio, su vida estará llena de Onesíforos, Filemones, Apias, Timoteos, Arquipos, Aquilas y Priscilas, listos a compensar con fidelidad, lealtad, compañerismo, amistad, colaboración y oración, la inspiración recibida del fiel ministro.

            Ciertos principios rigen las relaciones del ministro con los que se cruzan en su camino. He aquí algunos:

  1. La oposición o persecución que padece no es personal; la enfrenta en nombre de Cristo, “el Príncipe de los pastores”. Debe tener la certeza, sin embargo, de que, si halla oposición y vituperio, no es por su propia culpa o falta, sino por causa de la fe que enseña. (1 Ped. 2:19, 20.)
  2. En pocas profesiones pueden conseguirse amistades más desinteresadas y puras que en el ministerio. Encontrará al Onésimo transformado y perdonado por medio de la predicación de un siervo de Dios, que le profesará una amistad incomparable. (1 Cor. 4: 15.) Pablo llamaba “amado mío” a Epeneto, por ser “el primer fruto de Acaya para Cristo” (Rom. 16:5).

            Una de las mayores alegrías del ministro consiste en regresar a una iglesia de cuyo nacimiento fue testigo, o a la que dedicó sus mejores esfuerzos. El cariño y la gratitud que se reciben compensan con creces los esfuerzos realizados.

  • Si quiere cosechar, el ministro tendrá que sembrar. Esto no vale sólo para los frutos de la predicación, sino también para las relaciones humanas. “Nosotros lo amamos a él porque él nos amó primero” dijo San Juan, refiriéndose a su relación con Cristo. (1 Juan 4:19.) Thackeray decía: “El mundo es un espejo que refleja nuestro propio rostro”. Demos amor y recibiremos amor. Sembremos indiferencia, e indiferencia cosecharemos.
  • Las diferencias de opinión con los colegas, los miembros de la junta o los feligreses, jamás deben descender al terreno de lo personal. El ministro puede tener una- opinión diametralmente opuesta a la de un anciano con relación a un asunto administrativo, por ejemplo, la construcción de una iglesia, pero esa discrepancia “profesional” no debe afectar en lo más mínimo la amistad de ambos. “Diferir sin herir” sería la expresión qué expresa la actitud correcta de un buen líder. Los sentimientos humanos mezquinos jamás deben prevalecer en cuestiones tan sagradas como las que implica el ministerio.
  • Se dice que ese ministerio es “de reconciliación”. Su misión consiste en cicatrizar heridas y jamás producirlas. Es de esperar, sin embargo, que al decir verdades claras de vez en cuando podrá causar heridas. Pero serán semejantes a las del bisturí del cirujano, y no a las del puñal del asesino.

            Y, ¿qué hacer con los Alejandros que sólo causan males? San Pablo da la clave: Cuidarse de ellos, pero no odiarlos. Orar por ellos y dejar que el Señor haga justicia. Luchar en contra de sus ideas, pero siempre con dignidad y altura.

            Nuestro peor oponente puede llegar a ser nuestro mejor aliado. Saulo “causó muchos males” a la iglesia. Pero la situación cambió. El peor enemigo llegó a ser el más fervoroso aliado.

  • Finalmente, la vida del ministro debe ser totalmente transparente ante sus hermanos y colegas. “Atestiguad contra mí delante de Jehová —dijo Samuel al pueblo—, si he calumniado a alguien, si he agraviado a alguno… Ellos dijeron: Nunca nos has calumniado, ni agraviado, ni has tomado algo de mano de ningún hombre” (1 Sam. 12:3, 4).

            Cuando Samuel murió, el pueblo entero lo lloró. Aún después de muerto, Saúl lo quiso consultar. Nada sabemos de lo que ocurrió después que Pablo falleció, pero su nombre ocupa un lugar privilegiado en toda la Biblia. Fue un ministro de Dios que cumplió su ministerio dignamente.

            Y tú, que también eres ministro, ¿cómo te relacionas con los que se cruzan en tu camino? ¿Qué ven en ti? Por tu comportamiento, ¿conviertes los enemigos o los indiferentes en amigos y hermanos?