SUEÑO Y TAREA (Hech. 16: 7-10).

Estoy convencido de que tener sueños y ver visiones en relación con nuestra tarea evangelizadora es una necesidad prioritaria del ministro adventista. En esta hora culminante, la sabiduría divina nos impacta con la verdad de que nadie puede vivir su tarea evangelizadora más allá de su visión y de su sueño. George Deakin tuvo su momento luminoso cuando afirmó que “una visión sin una tarea hace un visionario; una tarea sin visión, un galopín sin oficio ni beneficio; pero una visión y una tarea un perfecto misionero”.[1]

El apóstol Pablo, a quien estamos citando en el pasaje bíblico anotado al comienzo del párrafo anterior, tuvo la renovación de su visión misionera después de que el Espíritu Santo le impidiera su viaje a Bitinia. La de él fue una visión tridimensional: Una visión vertical, pues se dio cuenta de que “Dios nos llamaba” y que ese llamado era para una tarea evangelizadora específica. Fue una visión interior, pues comprendió que la tarea de evangelización que había estado procurando no era suficientemente abarcante; necesitaba superar su complejo regional para avanzar más allá de su aldea, más allá de su idioma, más allá de su cultura. Fue una visión horizontal, pues vio Macedonia, vio Europa, vio el Imperio, vio el mundo, nos vio a nosotros. Las fronteras de la tarea de Dios estaban más allá: “Pasa a Macedonia y ayúdanos”. El Evangelio tenía que ir a todo el mundo, entendido ésto no sólo como dimensión geográfica, sino también como mundo social, mundo económico, mundo laboral, mundo político, mundo académico.

La intimidad del apóstol recibió en esa situación el impacto de la santidad divina, y su voluntad se movió en la dirección del deber. Gracias a su inamovible convicción, a su intensa compasión y a su total e indivisa consagración, el apóstol llegó a ser un instrumento de poder en las manos de Dios. Su lealtad a la tarea evangelizadora asignada fue factor decisivo para que el mensaje salvador nos llegara hasta esta orilla del tiempo.

Debemos admitir que la nuestra es una época que está relativamente segura de sus técnicas y conocimientos, pero aturdida en cuanto a sus metas y destino. Altisonante en cuanto a su fuerza, pero temblorosa a causa de su debilidad. Una sociedad relativamente rica en cuanto a lo material, pero espiritualmente en bancarrota. Es una época oscura, casi ciega para la vida del espíritu, pero aun así preludia la primavera de la esperanza. Ahora mismo estamos recibiendo el golpeteo de las olas del destino; estamos en la encrucijada para decidir en cuanto a la intensidad y calidad del avance que visualizamos para nuestra tarea evangelizadora. Necesitamos por lo tanto la visión de Dios para avanzar más allá de nuestra propia visión. Sin visión no hay vida y lo mejor que podemos hacer por alguien, cuando el último de sus sueños misioneros ha muerto, es sepultarlo. Algunos ministros adventistas están ahora mismo debatiéndose entre el recuerdo del pasado y los sueños del futuro.

Es posible que la tarea personal para esos ministros esté impidiendo la visión de nuestro Señor para la tarea evangelizadora que debemos realizar. El avance evangelizador y el crecimiento espiritual y profesional se actualizan a veces, al precio de una decisión crucial. Debe decirse con franqueza, no hay posibilidad para el regateo cuando se trata de renovar la visión y empujar los límites del reino hacia fronteras más alejadas. No, no hay opciones, el desafío de la tarea evangelizadora exige que decidamos entre sepultarnos a nosotros mismos en conformismo, negativismo y pesimismo, o soñar juntos el sueño de la grandeza, anticipado en la revelación divina (Biblia y espíritu de profecía), que nos catapulte hacia la culminación de nuestra tarea con gloria.

Teología y evangelización (Isa. 49: 24, 25)

La evangelización así como nos impresiona, es más que un programa, es más que una estrategia, es más que una metodología; es una pasión que se cristaliza en rescate: “Sí, la cautividad será quitada al valiente”. Este es un rescate que reclama urgencia porque “el aumento de la maldad es tan grande que las masas se aproximan rápidamente a un punto en su experiencia personal, más allá del cual resultará sumamente difícil alcanzar a los individuos con el conocimiento salvador del mensaje del tercer ángel”.[2] Amor apasionado por Dios y por su tarea es el secreto del éxito en la evangelización. Empresas sin amor son empresas muertas, y ministros exitosos son aquellos que han mantenido el fuego encendido sobre el altar del entusiasmo y han avanzado con fe, aun contra toda esperanza.

Me he preguntado a veces: ¿qué es lo que nos falta para completar nuestra tarea de proclamar el mensaje del tercer ángel aquí y luego ir a nuestro hogar allá? Quizá no nos falta nada. Tenemos dinero, tiempo, una estructura eclesiástica eficaz, un programa brillante, un mensaje bello centrado en la persona de Cristo. Quizá lo que nos está faltando sea el hombre (Eze. 22: 30), el creyente lleno de entusiasmo para avanzar en la tarea. Cuando D. L. Moody, el gran evangelista, oyó al ministro inglés Mr. Varley decir: “Moody, Dios espera demostrar al mundo lo que puede hacer con un hombre que se consagre enteramente a él”. Moody se levantó de un salto y declaró: “Mr. Varley, por la gracia de Dios, yo seré ese hombre”. ¿Y tú?

No sé si mi observación se ajusta estrictamente a la realidad, pero a mi juicio la Iglesia Adventista en ciertas regiones ha limitado el poder de su testimonio a partir de ciertos defectos conceptuales. Ha sido púlpito-céntrica por demás. El principio bíblico del sacerdocio universal de los creyentes (1 Ped. 2: 9) no ha sido explicitado en sus consecuencias últimas. La evangelización adventista en áreas que podrían ser identificadas sin dificultad, ha sido una tarea casi exclusiva de ciertos especialistas. Quizá debemos preguntarnos: ¿Qué proporción de los ministros de nuestra iglesia tienen actualmente la significativa experiencia de ser instrumentos de Dios para la salvación de las almas? El ministro que está tan envuelto en su tarea ministerial de modo que no le queda tiempo para salvar almas, tampoco debería tener tiempo para ser ministro. Por definición, el ministro debería conocer y hacer más evangelización que el mejor de los laicos de su iglesia. Uno de los errores que a mi juicio ha significado estancamiento, es el reconocimiento tácito de que la “obra de evangelista” (2 Tim. 4: 5) es una tarea separada, distinta de la tarea del pastor.

Mi convicción personal, apoyada en claras afirmaciones de la Palabra de Dios, es que cada ministro del Evangelio que haya sido llamado por Dios para ministrar en esta iglesia, puede usar los dones y capacidades que tiene para atraer almas a los pies de la cruz. Si no puede hacer esa tarea tampoco puede ser ministro. Es importante recordar que el centro mismo del ministerio es la salvación de las almas; si se fracasa en este punto, ningún otro éxito podría ser aceptable.

Parte del púlpito adventista contemporáneo en algunas áreas es intelectual, up to date, especulativo, teológico, pero me pregunto si ese approach es una respuesta adecuada para el desafío de la hora. Como alguien lo ha dicho, “más que tratar con temas de la hora debemos tratar con temas de la eternidad”, o como el espíritu de profecía lo ha señalado “la predicación de la Palabra debe apelar al intelecto e impartir conocimiento, pero abarca mucho mas que esto.[3] Si mi observación es madura, debemos reconocer que la nota que se ha perdido es la evangelización, pero si el mundo ha de ser amonestado, conmovido y atraído al pie de la cruz, cada ministro adventista y cada miembro de la iglesia debería alistarse voluntariamente en la proclama evangelizadora.

Otro hecho que llama la atención es la dicotomía que tiende a separar la teología de la evangelización. La separación, por más que se intente justificar, es una aberración teológica; en las Escrituras nunca se las separa. Pablo, el mayor teólogo de la iglesia, es el evangelista por excelencia, y así como Pablo todos los fundadores de la iglesia apostólica. No podemos encontrar en el relato bíblico un solo ejemplo de alguien que se haya dedicado a hacer teología independiente o exclusivamente. Todos ellos fueron apasionados testigos de Cristo, y su tarea primera y más importante no fue la especulación o la investigación, fue la proclamación. Reconocemos que el mensaje que proclamaban estaba lleno de un revelado contenido teológico, el kerigma evangélico. Es que la evangelización sin adecuado contenido teológico pronto degenera en sentimentalismo, emocionalismo o retórica. En cuanto a esto último los adventistas no necesitamos pedir disculpas.

Reavivamiento y poder (Hech. 1: 8; 2:1-4)

Debo declararlo con énfasis, soy optimista y el futuro nos pertenece. Si Dios en su infinita misericordia nos dio un Pentecostés en el origen de la iglesia, puede regalarnos otro en la culminación de su historia. Pero tenemos un enemigo audaz contra el cual debemos luchar: la apatía. Pareciera que el deseo de reconocimiento y aceptación empuja a la iglesia a los rincones de un formalismo con apariencia de liturgia. En esos rincones la iglesia se aletarga. Los ideales que mejor expresan la naturaleza de la iglesia duermen, y nuestro enemigo nos roba el amor por la evangelización. Tenemos la mecha pero no está encendida, falta la fuerza espiritual para conducir al pueblo de Dios hacia la frontera, el lugar donde el reino puede ser extendido. Aunque sea doloroso, debemos admitir que en algunas de nuestras iglesias ya no se habla el idioma de Sión con claridad. Ya no hablamos, sino dormimos en la iglesia. Las columnas del templo se han convertido en almohadas. Dormimos y no escuchamos la voz de Dios. El reavivamiento y el poder tardan en llegar. Pero aun así hay esperanza. Dios está despierto, y “cuando coloquemos nuestros corazones en unidad con Cristo, y pongamos nuestra vida en armonía con su obra, el Espíritu que descendió sobre los discípulos en el día del Pentecostés descenderá sobre nosotros”.[4]

Necesitamos el fuego de Dios para terminar esta tarea. Tenemos una misión a la que no podemos ni debemos renunciar. La evangelización es un desafío sin opciones: salvar almas es lo prioritario. En algunas áreas del mundo donde la iglesia está encendida y el ministerio está lleno de fuego, la tarea avanza. En otras áreas, en cambio, la iglesia está tibia en un mundo frío, probablemente porque los ministros no tienen fuego. Lo anterior no niega la existencia de cierto poder en la iglesia. Sí, hay poder, pero es limitado, sólo el poder de Dios es infinito. Como estructura eclesiástica podemos trazar planes y seleccionar estrategias, pero Dios tiene la suma del poder y Él lo puede conceder a su iglesia: “Recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo”.

En cierta medida somos los artífices de nuestra propia debilidad. Dependemos de nosotros mismos, nos alumbramos con la luz mortecina de nuestra propia lumbre, pero si hemos de recibir el poder pentecostal debemos someternos a él. Entonces “cuando tengamos una consagración completa y sincera al servicio de Cristo, Dios reconocerá el hecho mediante un derramamiento de su Espíritu sin medida; pero ésto no ocurrirá mientras la mayor parte de la iglesia no esté trabajando juntamente con Dios”.[5]

Mi convencimiento me empuja, debemos buscar con fervor el bautismo del fuego. Si la urgencia por el bautismo del fuego fuera tan activa como lo es por el bautismo del agua, abriríamos camino a una iglesia ferviente, dinámica llena de carisma pentecostal. Entonces nuestro testimonio será una voz y no sólo un eco. Una voz que proclama la grandeza de Dios y la inminencia de su retorno, entonces la GRAN COSECHA 90 será el vehículo significativo de nuestro testimonio.


Referencias

[1] Leonard Ravenhill, Why Revival Tarries (Bethany Fellowship, 1959), pág 23.

[2] Elena de White. Evangelismo (ACES: Bs. As., 1976), pág. 23.

[3] Ibid., pág. 23.

[4] Ibid., pág. 506.

[5] Ibid., pág. 507.