Cómo volver a equilibrar la vida cuando las pruebas y las frustraciones nos desvían del camino de la victoria
Fines de 1856. Un metro de nieve cubría el paisaje de Waukon, Iowa, EE.UU. Alguien gritó a John, que estaba trabajando como carpintero en la construcción de una tienda: “¡El hermano y la hermana White están aquí, en el trineo!” John no podía creerlo. Estaba prohibido circular por los caminos. Muchos esperaban que mejorara el tiempo para transitar por allí. ¿Cómo podrían haber llegado? Al bajar, se encontró con aquella voz familiar que cortaba el aire gélido: “¿Qué haces aquí, Elías?”
El pastor campesino apenas lo podía creer. Había dejado el ministerio para ganar algún dinero. No tenía palabras para responderle. Anonadado, ensayó tímidamente: “Estoy trabajando con el hermano Mead, como carpintero.” Una vez más, Elena le preguntó a quemarropa: “¿Qué haces aquí, Elías?” Confuso, John se dio cuenta de que había algo que tenía que escuchar cuando ella le preguntó por tercera vez: “¿Qué haces aquí, Elías?” Más tarde, John descubrió que ella había sido instruida para saludarlo exactamente con aquellas palabras que lo hicieron volver al ministerio.[1]
La historia de Elías tiene un profundo significado para el pueblo del Advenimiento. El mismo espíritu de la obra de Elías debe caracterizar al pueblo que preparará el camino de la Segunda Venida. Pero esta historia también habla como ninguna otra al corazón del pastor, así como habló al pastor John Loughborough, cuando fue llamado nuevamente a la obra del evangelio. La historia de Elías aviva la llama de la misión a veces apagada por las frustraciones y los pensamientos mezquinos que invaden la mente. A continuación, reflexionaremos sobre algunas lecciones valiosas de esta historia.
Héroe fugitivo
Elías había sido asignado al Reino del Norte para su ministerio, pero los pies del profeta caminaban hacia el sur. Elías huía de la amenaza de Jezabel, la reina sidonia esposa de Acab. Con el reino sumido en apostasía, cambiando la adoración al Dios vivo por la devoción al “Dueño”, Baal, Elías había demostrado sobre el monte Carmelo quién era el verdadero Dueño. Yahweh envió fuego del cielo para consumir el sacrificio. El pueblo, que acompañaba todo con interés, se postró y gritó: “¡El Señor es Dios!” (1 Rey. 18:39, NVI).
Después de tres años sin lluvias, un temporal se desencadenó sobre las grietas de la tierra, abiertas como bocas sedientas. Elías corrió delante del carro de Acab, en un gesto de paz. El profeta creyó que las dudas habían sido disipadas. Creyó píamente que una reforma revertiría la situación. Así como la lluvia prometía vida a los terrones castigados por la sequía, el vínculo espiritual de Israel con el Señor renacería con nueva fuerza.
Sin embargo, las esperanzas de Elías chocarían contra el muro de la casa real. Jezabel envió un mensajero para decir al profeta que lo mataría al día siguiente. El mismo mensajero podría haberlo matado, pero no lo hizo porque la reina era sádica; quería verlo sufrir. Le dio un plazo de 24 horas, para tener el placer de torturarlo.
En ese momento, el hombre, que hasta allí parecía un superprofeta, invulnerable e invencible, se derrumbó. “Elías era un hombre con debilidades como las nuestras” (Sant. 5:17, CST). De repente, pasó a trabajar para salvar la propia piel. Dejó a su siervo en Judá y prosiguió hacia el sur, rumbo al desierto, lejos de todo.
Frustraciones paralizantes
Por más preparados que estemos, no somos inmunes a las frustraciones y los desánimos. Casi nunca estamos listos cuando vienen las grandes decepciones. El enemigo de Dios sabe revertir nuestras mayores victorias. Cuando creemos que estamos venciendo en la vida, que todo está bien, él viene con sus golpes rastreros. Frente a nuestras expectativas, provoca las decepciones más amargas. La frustración tiene el sabor opuesto a la victoria. Se trata de una conquista casi alcanzada, pero completamente perdida.
En su humanidad, Elías falló. Si hubiera resistido solamente un poco más, Jezabel habría sido desmoralizada y vencida. “Si hubiese permanecido donde estaba, si hubiese hecho de Dios su refugio y su fortaleza, y quedado firme por la verdad, habría sido protegido de todo daño. El Señor le habría dado otra señalada victoria enviando sus castigos contra Jezabel; y la impresión que esto hubiera hecho en el rey y el pueblo habría realizado una gran reforma”.[2]
Faltó confianza en el Dios que había respondido con fuego del cielo. Faltó tranquilidad en un corazón cansado de cargar el mundo sobre sus espaldas. Como pastores, hay momentos en los que sufrimos grandes decepciones. Un hijo, un accidente, un asalto, un tumor… Debemos prepararnos. Los ojos deben ser ungidos por la fe. Eliseo, rodeado por un ejército, afirmó: “No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos” (2 Rey. 6:16). Los ojos de la fe perciben la presencia de Dios aun en las horas más oscuras.
Psicología del desistimiento
El hombre que hasta allí parecía invencible se derritió, paradójicamente, bajo una lluvia de bendiciones. Por un momento, Elías pensó solo en sí, dejando de mirar al Dios que había respondido a su oración en el Carmelo unas horas antes. El profeta de Yahweh había enfrentado al rey y vencido a un ejército de falsos profetas. A su palabra, fuego y agua cayeron del cielo. Sin embargo, en el momento de su mayor ventaja pública, cuando podía poner las reglas del juego, desistió. Más tarde, él mismo avisaría a Acab acerca del fin de Jezabel (1 Rey. 21:23). Podría haberlo hecho en 1 Reyes 19.
La noticia del mensajero fue la gota de agua para el profeta mojado por la lluvia. Reveló el efecto de la presión que Elías había resistido por tres años. Después del tiempo que pasó como fugitivo y del desafío del Carmelo, estaba físicamente quebrantado. Y fue en ese momento de debilidad que Satanás lo atacó. Y, tratándose de seres humanos, no hay victoria absoluta, una que absorba y neutralice todas las derrotas y las amenazas (1 Cor. 10:12). La victoria solo se obtiene y se sostiene mientras esté amparada en Dios. Elías huyó por “su vida” (1 Rey. 19:3). El desmoronamiento ocurrió cuando empezó a pensar solo en sí. En última instancia, fue cobarde y egoísta. Como consecuencia, Elías se entregó a la desesperación. Llegó a pedir la muerte (1 Rey. 19:4), y esta petición nos revela una profunda contradicción: Elías pide la muerte, de la que había huido, y lo hace exactamente en el plazo que Jezabel le había dado. Su huida era irracional.
Un profeta sin misión no tiene razón para vivir. Los pastores que no tienen una misión no encuentran una razón para vivir, no tienen una sonrisa ni un abrazo genuinos para dar a las ovejas. No podemos perder el foco en medio de la carrera ministerial. El brillo de los ojos no se puede desvanecer. En la caminata, corremos el riesgo de mirar solo a nuestras necesidades particulares, de buscar ventajas personales, y de olvidarnos del Señor y de los ideales que nos mueven. Nuestra razón para vivir se encuentra en el Señor, y ella solo se completa cuando trabajamos junto a él por las ovejas que nos ha confiado.
Soldado herido
Dios no desiste de los siervos que desisten de él. Ante la fuga de Elías, Dios no lo abandonó, sino que envió ayuda. Así como Jezabel había mandado un mensajero (mal’ā) para llevar a Elías a la desesperación, Dios también envió otro mensajero (mal’āg, palabra hebrea para “ángel”), pero para darle esperanza. El mensaje que sirvió para levantar a la nación de la apostasía también era indispensable para el profeta, que necesitaba ser levantado. El evangelio es un remedio que el evangelista debe suministrar al pueblo, pero del cual él tampoco puede prescindir.
El mensajero angelical de Dios no dirigió ninguna reprensión a Elías. No lo apuntó con el dedo. Cuando erramos, Dios nunca se presenta para humillarnos. “Jesús no permitió que el enemigo lo arrastrara [a Elías] al fango de la incredulidad, ni lo forzara a entrar en el cieno del desaliento y la desesperación”.[3]
El bienestar del profeta abatido también dependía de su equilibrio físico. Entonces, Dios atendió sus necesidades inmediatas: sueño, comida y agua. Después de descansar, Elías se levantó y vio “una torta cocida sobre las ascuas, y una vasija de agua” (vers. 6). A veces, eso es lo que el obrero exhausto necesita: un poco de sueño, descanso, agua y alimento sano para recomponerse y volver al trabajo con energía (Mar. 6:31). La agenda llena no es un mérito en sí, y el reposo tiene su valor.
Elías todavía tendría una caminata, y sería larga. Pero el ángel no le dijo adónde tenía que ir. A pesar de tener una misión esperando en el norte, Elías decidió ir hacia el sur, emprendiendo un viaje aún más largo, de cuatrocientos kilómetros, hacia el Horeb, o monte Sinaí. El profeta fugitivo quería volver al marco cero de la Alianza. Elías creía que necesitaba una audiencia con Dios, que de hecho iba a suceder.
Restaurando la visión
Detrás de la falla de Elías había grandes equivocaciones en su mente. Así como Dios lo había consolado, también lo confrontaría. Cuando el profeta llegó a Horeb, Dios le preguntó: “¿Qué haces aquí, Elías?” (1 Rey. 19: 9). Si Elías pretendía visitar a Dios, esta no era la mejor bienvenida.
Además de la reprensión, la pregunta sirvió para hacer que Elías repensara sus conceptos. Después de haber restaurado física y emocionalmente al profeta, Dios pretendía renovar su visión espiritual. La pregunta de Dios nos trae a la memoria las preguntas clásicas del Génesis: “¿Dónde estás tú?” y “¿Dónde está […] tu hermano?” (Gén. 3:9; 4:9). De un modo curioso, es posible establecer una relación entre ellas. “¿Dónde estás, Elías? Lejos de donde deberías estar”. “¿Dónde está tu hermano, Elías? Lejos de donde estás ahora”.
La respuesta de Elías a la pregunta de Dios revela su punto ciego. “He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida” (1 Rey. 19:10). Él creía ser el último fiel, pero estaba equivocado, como Dios mismo demostró más adelante. Elías se comportó como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, pero en un caso un poco más agudo: mientras el hermano mayor se quejaba del más joven, Elías creía que no tenía más hermanos, que era hijo único. La idea de la puerta cerrada es recurrente. Los israelitas pensaban que solo ellos eran objeto del amor de Dios. Los apóstoles creyeron por un buen tiempo que solo debían predicar a los judíos en todas las naciones y no a todas las naciones. De la misma forma, después del Gran Chasco, los adventistas sabatistas creyeron, por casi una década, que solo debían predicar a los exmilleritas. Es lógico que haya problemas en la iglesia, y que necesiten ser resueltos, pero nunca debemos excluir a los demás de ese proceso. Nuestra función es interceder por ellos y trabajar por la solución.
Pedagogía divina
Desde el punto de vista divino, el profeta Elías debía experimentar un cambio antes de exigirlo del pueblo. Si él quería revivir la experiencia de Moisés, debía actuar como su predecesor. Moisés subió al monte en favor del pueblo; Elías subió al monte por sí mismo. Moisés subió el monte para interceder por el pueblo; Elías subió al monte para acusarlo. Elías pidió la muerte, absorbido en sí mismo; Moisés se ofreció a morir, si con eso pudiera salvar a su pueblo (Éxo. 32:32). No es función del profeta destruir al pueblo, sino ser destruido por él, si fuere necesario. Jesús es el ejemplo máximo en este aspecto. El profeta tiene una función doble: no solo representa a Dios ante el pueblo, sino también representa al pueblo ante Dios (Eze. 14:14).
Al subir el monte Horeb, después de cuarenta días de ayuno y al entrar en una cueva, la comparación con Moisés se vuelve inevitable (1 Rey. 18: 8, 9). Probablemente, la cueva mencionada haya sido la misma grieta desde donde Moisés vio la gloria de Dios, pues en el original se lee “la cueva” (ham me‘ārāh), y no “una cueva”, suponiendo que el lector ya sabe de cuál se trata. El Señor, entonces, proporcionó al profeta fugitivo una experiencia semejante a la de Moisés, para que Elías entendiera su carácter.
En el monte Horeb, Moisés le pidió a Dios que le permitiera ver su gloria. En respuesta a su petición, Dios dijo que haría pasar toda su bondad delante de él (Éxo. 33:18, 19). Queda claro que la mayor gloria de Dios no está en su fuerza, sino en su carácter bondadoso. Más que poder y justicia, Dios proclamó a Moisés su bondad y misericordia. “Y Jehová descendió en la nube, y estuvo allí con él, proclamando el nombre de Jehová. Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! Jehová! Fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad” (Éxo. 34:5, 6).
En el monte Horeb, Elías necesitaba contemplar esa bondad divina. El Señor, entonces, llamó a Elías fuera de la cueva, para mostrarle una “película”, a fin de que aprendiera algo. Dios “pasaba” delante de él, mientras tres poderes destructores actuaban: un poderoso viento, un terremoto y un fuego, pero el Señor no estaba en ninguno de ellos. Finalmente, Elías sintió una brisa suave (1 Rey. 19:11, 12).
El fuego que Elías vio debió haberle recordado las furiosas llamas que cayeron en el Carmelo, pero destrucción y pirotecnia no son la esencia del carácter divino. Por más que el pueblo hubiera apostatado y mereciera castigo, Dios no lo rechazaría ni lo destruiría sin hacer todo lo que fuera posible por ellos. El Señor no tiene placer en la muerte del perverso, sino en que se convierta (Eze. 33:11). Jesús reprendió a ciertos discípulos con propensiones incendiarias (Luc. 9:55, 56).
Juan el Bautista, el anunciador de la primera venida de Cristo, no hizo ningún milagro, pero el pueblo reconocía que todo lo que él había dicho sobre Jesús era verdad (Juan 10:41). De la misma forma, los predicadores de la Segunda Venida no deben enfatizar los milagros divinos; tampoco la exhibición de la gloria humana. Deben predicar la Palabra de Dios: “El reino de Dios no viene con manifestaciones externas. Viene mediante la dulzura de la inspiración de su Palabra, la obra interior de su Espíritu”.[4] Dios representa su acción con un viento suave, simple y silencioso sobre el corazón. Esto recuerda la acción invisible del Espíritu Santo (Juan 3:8).
A pesar de la clase magnífica, el profeta aún no había entendido la lección. Dios hizo nuevamente la pregunta, pero Elías dio la misma respuesta equivocada (vers. 13, 14). Entonces, finalmente, el Señor presenta un plan de acción para detener la apostasía, en respuesta a la queja del profeta: (1) El uso de la fuerza por dos reyes: si los profetas de Dios habían muerto a espada, Elías debía ungir dos líderes que castigaran con la espada. (2) La manifestación de la palabra profética por un nuevo escogido: si el profeta actual no estaba captando el mensaje de la bondad de Dios, él levantaría a otro en su lugar. La acción de los tres sería coordinada: “Y el que escapare de la espada de Hazael, Jehú lo matará; y el que escapare de la espada de Jehú, Eliseo lo matará” (1 Rey. 19:17). Así como Dios había mostrado el símbolo de tres poderes destructores, entonces le señaló tres instrumentos destructores, aunque Eliseo no usara una espada literal, sino la Palabra de Dios. Sin embargo, no todo estaba perdido. Sorprendentemente, Dios le reveló que conservaba en Israel a siete mil que no habían servido a Baal (1 Rey. 19:18). El profeta no era el único fiel.
Elías salió de esa experiencia con una nueva visión de Dios, del pueblo y de su ministerio. De allí en adelante, él superó el miedo y volvió al puesto del deber para estar cara a cara con Acab y Jezabel. Su historia se establece como un modelo profético y de ministerio en tiempos de crisis y reforma espiritual. En Malaquías, un ministerio semejante al de Elías serviría para la liberación del pueblo de Dios (Mal. 4:5, 6). Elías se convirtió en un símbolo de la preparación para la primera y la segunda venidas de Cristo.
Dios te pregunta hoy: ¿Qué haces aquí? ¿Cómo está tu corazón? ¿Concentrado en tus cuestiones personales o en cumplir la misión que el Señor te ha confiado? Es posible que tú estés como John Loughborough, pensando en abandonar tu obra espiritual, y seguir por caminos menos penosos y aparentemente más compensadores. Si estás desanimado, sufriendo por algún motivo, percibe que Dios cuida de ti, así como cuidó de Elías. Pero recuerda que el Señor siempre tiene algo que enseñar sobre sí mismo, sobre nosotros y sobre los demás. No huyas de tu responsabilidad. No te quejes de los demás, sino intercede por ellos. Confía en Dios, y él cuidará de tu vida y de tu ministerio. Que el Señor te capacite para superar las limitaciones y para reafirmar tus pies en el camino del ministerio.
Sobre el autor: coordinador editorial de libros en la Casa Publicadora Brasileira.
Referencias
[1] John Loughborough, Miracles in My Life (Payson, Arizona: Leaves-of-Autumn Books, 1987), p. 47.
[2] Elena de White, Profetas y reyes (Florida, Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2008), p. 118.
[3] Elena de White, El Cristo triunfante (Florida, Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1999), p. 166.
[4] Elena de White, El ministerio de curación (Florida, Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2008), p. 23.