Ellos pelearán contra el Cordero, y el Cordero los vencerá, porque es el Señor de los señores, y el Rey de los reyes: y los que están con él son llamados, y elegidos, y fieles.” (Apoc. 17:14.)
En momentos en que los habitantes de casi todos los países del mundo hacen conjeturas acerca de lo que una tercera guerra mundial podría significar para la civilización moderna, y en que los diplomáticos multiplican sus esfuerzos por estabilizar la política internacional y poner orden en el caos, nosotros como obreros de la causa de Dios necesitamos recordar que el último gran conflicto entre el bien y el mal está por finalizar. Hace más de un siglo que el dragón se fué a hacer guerra contra la iglesia remanente. Si los ángeles no estuvieran conteniendo los vientos de la contienda, no hay duda de que habría estallado la tercera guerra mundial. Dios les ha mandado retener los vientos hasta que hayamos terminado la obra.
Vemos y oímos las señales que se cumplen a nuestro alrededor. En efecto, en muchos lugares nuestro pueblo no sólo está viendo el cumplimiento de las profecías, sino que también lo está sintiendo. No hay duda de que nos estamos acercando a las escenas finales de los últimos días del conflicto. Los acontecimientos de nuestros d as dan testimonio de que la tierra está envejeciendo y que el tiempo se aproxima a su fin. Nuestras mentes no alimentan ninguna duda acerca del cumplimiento de las profecías. El texto que nos ocupa es terminante: ‘‘El Cordero los vencerá.”
Cuán bueno es que tengamos esa seguridad en nuestros corazones, mientras avanzamos en nuestra obra en medio de las terribles condiciones actuales. En el mundo existen muchas cosas que pueden despojarnos de esta seguridad. No permitamos que nada destruya esa confianza en la victoria. Como obreros en la causa de Dios necesitamos recordar cada día que estamos trabajando juntos con Dios. Vamos a triunfar en esta lucha, no a causa de nuestra sabiduría o recursos, no debido a nuestros planes o resoluciones, sino porque esta es la obra de Dios y él es el Rey de reyes y Señor de señores. Ganaremos porque trabajamos juntos con Dios.
Se han tomado todas las precauciones a fin de forjar nuestro éxito en este conflicto. Cada vez que leo esta preciosa declaración de “Los Hechos de los Apóstoles’ págs. 22, 23, mi mente se conmueve y mi ánimo aumenta:
“Cristo no dijo a sus discípulos que su trabajo sería fácil. Les mostró la vasta confederación del mal puesta en orden de batalla contra ellos. Tendrían que luchar ‘contra principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas tinieblas, contra malicias espirituales en los aires.’ (Efe. 6:12.) Pero no se los dejaría luchar solos. Les aseguró que él estaría con ellos; y que si ellos avanzaban con fe estarían bajo el escudo de la omnipotencia. Les ordenó que fuesen valientes y fuertes; porque Uno más poderoso que los ángeles estaría en sus filas: el General de los ejércitos del cielo. Hizo amplia provisión para la prosecución de su obra, y asumió él mismo la responsabilidad de su éxito. Mientras obedecieran su palabra, y trabajaran en comunión con él, no podrían fracasar. Id a todas las naciones, les ordenó, id a las partes más alejadas del globo habitable, y estad seguros de que aun allí mi presencia estará con vosotros. Trabajad con fe y confianza; porque yo no os olvidaré nunca. Estaré siempre con vosotros, ayudándoos a realizar y cumplir vuestro deber, guiándoos, alentándoos, santificándoos, sosteniéndoos y dándoos éxito en hablar palabras que llamen la atención de otros al cielo.”
No, en esta lucha no se nos ha abandonado a nuestros propios recursos. Podemos contemplar el pasado de este movimiento y hacer un recuento de las veces que habría sido vencido si Dios no hubiese intervenido con su poder. Por nuestra experiencia personal hemos comprobado que todas nuestras realizaciones en bien de la obra se han debido a la ayuda que hemos recibido de lo alto.
Nuestra obra ha crecido en vastas proporciones y ha avanzado de victoria en victoria, pese a que los problemas se han multiplicado y la carga se ha hecho más pesada.
¿Participaremos en la victoria?
Mi mayor preocupación no se refiere al resultado de la lucha, sino más bien a si vamos a tomar parte o no en la victoria. Nunca olvidemos que es posible ser miembro de la iglesia, obrero en la causa de Dios o miembro de la Junta de la Asociación General, y sin embargo perder el gozo de la victoria final, cuando el conflicto haya terminado. Podemos recordar los nombres de obreros que se descarriaron, y que hoy no están con nosotros. Una vez marcharon en nuestras filas.
Eran hombres promisorios; pero en algún punto del camino se desviaron. Nosotros no somos más sabios que ellos; no poseemos más habilidad natural que ellos; tal vez no amamos la obra más que ellos. Pero algo sucedió que los indujo a desviarse. Necesitamos ser vigilantes y estar alerta, porque el diablo anda cual león rugiente, y procurará engañar si es posible a los escogidos.
El texto dice: “Los que están con él [los que van a permanecer fieles y van a participar en la victoria] son llamados, y elegidos y fieles.” (Apoc. 17:14.) El llamamiento de Dios resuena en todo el mundo en la actualidad. Alguna vez, en algún lugar, vosotros y yo lo hemos oído. Puede haber sido en el altar de la familia, o al leer un libro, una revista o un folleto, o mientras escuchábamos un sermón, o mientras asistíamos a una conferencia. La verdad es que hemos aceptado el llamamiento, y ello debe alegrarnos infinitamente. Debemos recordar que cada llamamiento que se extiende a los pecadores para invitarlos a ponerse del lado de Cristo en este gran conflicto, ha requerido sacrificio.
Nuestro Padre tuvo que sacrificarse para desprenderse de su Hijo. Nuestro Salvador tuvo que sacrificarse al dar su vida. La invitación a la salvación jamás habría podido hacerse de no haber mediado el insondable sacrificio de Cristo. Necesitamos pensar de continuo en el precio que se pagó en las cortes celestiales por nuestra salvación. El enemigo de las almas se llenó de admiración cuando vió el sacrificio voluntario de Cristo por amor al hombre. Notemos esta declaración de “El Deseado de Todas las Gentes,” pág. 93:
“Satanás conocía muy bien la posición que Cristo había ocupado en el cielo como amado del Padre. El hecho de que el Hijo de Dios viniese a esta tierra como hombre, le llenaba de asombro y aprensión. No podía comprender tal amor por la familia engañada. La gloria y la paz del cielo y el gozo de la comunión con Dios, eran débilmente comprendidos por los hombres; pero eran bien conocidos para Lucifer.”
Tal vez el mayor peligro como obreros en la causa de Dios consista en que la precipitación de los negocios nos impida tomarnos el tiempo necesario para ponernos a los pies de la cruz y contemplar el sacrificio incomparable que se hizo por amor a nosotros.
“Sería bueno que cada día dedicásemos una hora de reflexión a la contemplación de la vida de Cristo. Debiéramos tomarla punto por punto, y dejar que la imaginación se posesione de cada escena, especialmente de las finales. Y mientras nos espaciemos así en su gran sacrificio por nosotros, nuestra confianza en él será más constante, se reavivará nuestro amor, y quedaremos más imbuidos de su Espíritu. Si queremos ser salvos al fin debemos aprender la lección de penitencia y humillación al pie de la cruz.”—Id., pág. 67.
¿Cuántos de nosotros pasamos siquiera algunos minutos en esta contemplación antes de entregarnos a las preocupaciones diarias? Y sin embargo es sólo a los pies de la cruz donde podemos aprender la verdadera penitencia y la humillación. Nos sentimos gozosos de haber escuchado el llamamiento, pero no olvidemos el sacrificio requerido a fin de que esa invitación llegara a vosotros y a mí. Nuestra obra consiste en hacer llegar este llamamiento a otros. Cada alma debe oírlo; pero tendrá que ser a través del sacrificio. Alguien se sacrificó a fin de que vosotros oyerais la invitación de Dios.
Tomo mi Biblia. ¡Cuánto amo este Libro! Muchas personas se han sacrificado para que yo pueda tener esta Biblia. Pensemos en todos los sacrificios que se han efectuado en el transcurso de los años por los personajes registrados en este Libro. Lo hicieron a fin de que nosotros encontrásemos ayuda en las Sagradas Escrituras. Pensemos en las personas que trabajaron arduamente para traducir la Biblia. Pensemos en las personas que se convirtieron en mártires para que la Biblia pudiera ser escrita y pudiera circular profusamente. Actualmente podemos comprar este libro bendito a un precio muy reducido. Me complazco en leer mi Biblia, y cuando considero los sacrificios que se han hecho para que yo pudiera adquirir este precioso Libro, lo aprecio aún más.
Aprecio en gran manera los escritos del espíritu de profecía. ¡De cuánta ayuda son para nosotros! Y los aprecio más aún cuando contemplo los sacrificios que se hicieron para escribirlos y colocarlos al alcance de la iglesia.
Solo un alma ganada para informar
Cierto pastor fué a nuestro distrito y pasó el invierno celebrando reuniones, dando estudios y visitando los hogares. Cuando terminó, me imagino que la junta de la asociación tuvo sus dudas acerca de si era un buen obrero o no, porque sólo tuvo un alma para informar—una sola. Alguien había pagado el diezmo que sostuvo a ese pastor durante esos meses. El mismo había soportado los rigores del invierno y había trabajado arduamente. Había sobrellevado las burlas. Y todo lo había hecho para que sólo un alma aceptara la invitación de Jesús. No sé cómo habrá considerado la junta su trabajo, pero para mí, fué el esfuerzo de mayor éxito que se haya realizado. Mi madre fué esa única alma convertida. Su aceptación del mensaje desató la tormenta de la persecución. Mamá soportó grandes dificultades. Ese fué el costo que pagó para que yo recibiera la invitación. La única manera de saldar la cuenta es pasar esa invitación a algún otro.
Cuando recibí un llamado para ir al campo misionero, mamá era una inválida que pasaba su vida en una silla de ruedas. Pero sus palabras fueron: “No permanezcas a mi lado a causa de mi enfermedad.” Contesté afirmativamente el llamado. Cuando regresé al hogar en goce de mis primeras vacaciones, mamá estaba débil y necesitaba cuidado. Cierto día le dije: “Mamá, tal vez no voy a regresar al campo misionero, porque deseo cuidarte.” Jamás ovidaré la mirada que me dirigió y las palabras que me habló: “Hijo mío, prometí a Dios que si él te hacía andar en su luz, yo renunciaría a los derechos que me corresponden como madre, y te dedicaría a la obra de Dios. Si te necesitan en los países lejanos, tienes que ir. Quebrantarías mi corazón si quedaras en casa para atenderme.” Nos dijimos adiós y partí hacia mi destino. Mamá murió durante mi ausencia; pero su mensaje de despedida todavía permanece en mi corazón. Su última carta la conservo como un recuerdo precioso. Su postrer mensaje no me urgía a regresar al hogar o a no trabajar con exceso, o a cuidar de mí. No, mamá creía en la terminación de una obra victoriosa, y me instaba a emplear los esfuerzos más decididos para ayudar a terminar la tarea. Doy gracias a Dios por madres como ésta. Sí, se ha hecho un sacrificio por cada alma salvada para el reino. Esos sacrificios jalonan todo el camino desde el cielo hasta los confines de la tierra, y nos regocijamos porque no se hicieron en vano. Hay miles de personas en todo el mundo que están oyendo el llamamiento y aceptándolo. Los que estarán con Cristo en el día de la victoria son llamados y escogidos; y a pesar del costo o el sacrificio habrá una gran compañía donde estarán representadas todas las naciones de la tierra, que acompañarán a Jesús en ese día.
Se nos ha dicho que en los postreros días se necesitará el mismo espíritu de sacrificio que imperó en los comienzos de la obra. Estoy seguro de que todos anhelamos ver la obra terminada con prontitud. Notemos la siguiente declaración:
“Pero si se manifestase en el cumplimiento actual de la obra la misma diligencia y abnegación que se vió en sus comienzos, veríamos resultados cien veces mayores que los alcanzados ahora.”— “Joyas de los Testimonios,” tomo 3, pág. 52.
No creo que el espíritu de sacrificio está desapareciendo de la iglesia. Pero tampoco creo que exista un porcentaje tan alto de hermanos que realmente se sacrifican en la actualidad como lo hicieron los iniciadores de la obra. Anhelo ver el día cuando alentemos el espíritu de sacrificio y diligencia que existió en la iglesia en los comienzos de la obra. Cuando pensamos en los resultados cien veces mayores que se alcanzarían, comprendemos que eso equivaldría a la pronta terminación de la obra. Significaría más obreros, más reuniones evangélicas, más publicaciones, más misioneros a los campos extranjeros; y tengo la certidumbre de que la tesorería anunciaría un aumento considerable en el presupuesto.
Como dirigentes de la obra de Dios en estos agitados días necesitamos atesorar en nuestros corazones la desafiadora declaración de la pluma inspirada que acabamos de analizar. Necesitamos descubrir qué más podemos hacer para tornarla una realidad en nuestras vidas y en las vidas de nuestros hermanos. Y sobre todo no olvidemos la última palabra del texto que estampamos al principio. Dios puede llamarnos y elegirnos, pero si queremos gozar del privilegio de estar con Cristo en el día de la victoria final, tenemos que demostrar nuestra fidelidad. La palabra “fiel” tiene un significado amplísimo. Significa ser constantes. Quiere decir que hemos de ser veraces, leales, dignos de confianza y honrados. Estos atributos tendrán que formar parte de nuestro carácter si queremos estar con Cristo en el día final. ¿Somos constantes en nuestra experiencia cristiana? ¿Somos veraces siempre? ¿Somos leales en una época de crisis? ¿Siempre nos ponemos de parte de la justicia? ¿Somos hombres y mujeres honrados? ¿O teñimos las cosas para que convengan a nuestros propios intereses?
Fidelidad e infidelidad
Cuando pienso en la palabra “fiel” recuerdo al pastor Chey, a quien conocí en Corea. Cuando los misioneros se retiraban de Corea antes de la Segunda Guerra Mundial, se le pidió al pastor Chey que actuara como presidente de la Unión Coreana. La mañana que me alejé de Seúl, después de su nombramiento, le estreché la mano y le dije que tal vez antes de volver a vernos tendríamos que enfrentar problemas muy serios. Le rogué que hiciera lo mejor de su parte y que fuera fiel. Me contestó con lágrimas en los ojos: “Creo que se aproxima la guerra y que pasaremos por tiempos difíciles. No hay duda de que la iglesia sufrirá persecución. Algunos de nosotros tendremos que ir a la cárcel. Y aun tendremos que perder nuestras vidas por este mensaje. Pero le prometo que seré fiel.”
Cuando regresé a Corea después de la guerra, pregunté por el pastor Chey. Me indicaron el sitio donde estaba su tumba, y me contaron acerca de las persecuciones que soportó; pero sin renunciar a su fe. Fué castigado con severidad de distintas maneras. Cierto día le dijeron: “Sr. Chey. si Ud. firma esta hoja le concederemos la libertad y podrá regresar al hogar. Firme esta declaración en la que consta que renunciará al cristianismo, que será un fiel ciudadano del Japón y un miembro de la religión budista; y recobrará su libertad.”
El pastor Chey contestó: “No, no puedo abandonar mi religión. Me es imposible firmar esa hoja.” Posteriormente volvió a ser castigado, y unas pocas horas antes de su muerte lo trasladaron a su hogar. El pastor Chey murió como mártir de este mensaje y de la causa de Dios. Demostró su fidelidad en la hora de prueba.
Me gustaría referirme a unos pocos hombres que fueron ejemplos de infidelidad. Considerando sus vidas podemos precavernos contra el peligro que nos amenaza. Las mismas causas producen los mismos efectos. Las causas que hicieron fracasar al primer rey de Israel también pueden hacernos fracasar si no tomamos las precauciones debidas. Saúl prometía una carrera de éxito al asumir el mando de la nación; pero el fracaso tuvo lugar en época muy temprana de su reinado. Saúl fué llamado y escogido, pero no fué fiel en su cargo.
“Si Saúl hubiera cumplido las condiciones bajo las cuales se prometió la ayuda divina, el Señor habría librado maravillosamente a Israel mediante los pocos que permanecieran fieles al rey. Pero Saúl estaba tan satisfecho de sí mismo y de su obra, que fué al encuentro del profeta como quien merecía alabanza y no desaprobación.”— “Patriarcas y Profetas” pág. 672.
Esta cita expresa que Saúl estaba conforme consigo y con sus realizaciones. Creía que debía ser alabado por lo que había hecho. Pero Dios no tenía palabras de elogio para él. El profeta recibió otra clase de mensaje para transmitirle—un mensaje de severo reproche. ¿Cuál es nuestro caso? ¿Estamos satisfechos de nosotros mismos? ¿Hacemos un recuento de nuestras realizaciones y nos gloriamos a causa de ellas? La preocupación de nuestros corazones debiera ser: ¿Agradan a Dios mi conducta y mi trabajo? ¿Cómo considera él mis realizaciones?
Hay otro texto en Apocalipsis, que describe la condición de muchos: “No conoces que tú eres un cuitado y miserable y pobre y ciego y desnudo.” Reflexionemos en lo que estamos haciendo en comparación con lo que debiéramos haber hecho—lo que Dios nos ordena hacer.
¿Estamos satisfechos con nuestras realizaciones?
No hace mucho asistí a la junta administrativa de cierto campo, donde se consideraba el despido de varios obreros, debido a la falta de fondos. Miles de personas estaban asistiendo a las clases bautismales; necesitaban dirección e instrucción, pero no había suficientes obreros para atenderlas. Y a pesar de esa urgente necesidad había que despedir a una parte de los obreros. Eso me hizo sentirme muy humilde. No estaba satisfecho; me preguntaba por qué existía esa condición en ese campo. ¿En qué punto del gran programa de Dios estamos fallando? ¿Por qué han de perderse las oportunidades de ganar a las multitudes y prepararlas para el reino?
Quiero deciros, apreciados colaboradores, (pie no estaba satisfecho con lo que se había realizado, o con lo que estábamos realizando en el gran programa de Dios. Pienso que debiéramos prestar atención a nuestra actuación, y realizar mucho más de lo que hemos hecho. Saúl fracasó porque estaba satisfecho consigo y con lo que realizaba. Existe el peligro de que nos conformemos con nuestras realizaciones actuales y que no nos esforcemos por alcanzar nuevas alturas. Consideremos las normas fijadas por Dios para la iglesia remanente, y veamos cuán lejos de ellas nos encontramos: distaremos mucho de estar satisfechos—no podemos sentirnos satisfechos—con lo que hemos hecho como dirigentes en la causa de Dios. La satisfacción propia condujo a Saúl a la perdición. Debemos resguardarnos contra ella, o también causará nuestra ruina.
Si el profeta de Dios nos visitara ahora y nos trajera un mensaje, ¿sería de alabanza o de severo reproche?
Balaam fué otro hombre que comenzó bien su carrera. Una vez fué un hombre recto. Fué llamado a ser un profeta de Dios. Pero perdió su vida—corrió a la muerte en compañía de los enemigos del pueblo de Dios. Leamos esta declaración del espíritu de profecía, basada en su experiencia:
“Balaam había sido una vez hombre bueno y profeta de Dios; pero había apostatado, y se había entregado a la avaricia; no obstante, aun profesaba servir fielmente al Altísimo. No ignoraba la obra de Dios en favor de Israel; y cuando los mensajeros le dieron su recado, sabía muy bien que debía rehusar los presentes de Balac, y despedir a los embajadores. Pero se aventuró a jugar con la tentación, pidió a los mensajeros que se quedaran aquella noche con él, y les dijo que no podía darles una contestación decisiva antes de consultar al Señor. Balaam sabía que su maldición no podía perjudicar en manera alguna a los israelitas. Dios estaba de parte de ellos; y siempre que le fuesen fieles, ningún poder terrenal o infernal adverso podría prevalecer contra ellos. Pero halagaron su orgullo las palabras de los embajadores: ‘El que tú bendijeres, será bendito. y el que maldijeres, será maldito.’ El soborno de los regalos costosos y de la exaltación en perspectiva excitaron su codicia. Avidamente aceptó los tesoros ofrecidos, y luego, aunque profesando obedecer estrictamente a la voluntad de Dios, trató de cumplir los deseos de Balac.
“Durante la noche el ángel de Dios vino a Balaam con el mensaje: ‘No vayas con ellos, ni maldigas al pueblo; porque es bendito.’
“Por la mañana, Balaam de mala gana despidió a los mensajeros pero no les dijo lo que había dicho el Señor. Airado porque sus deseos de lucro y de honores habían sido repentinamente frustrados, exclamó con petulancia: ‘Volveos a vuestra tierra, porque Jehová no me quiere dejar ir con vosotros.’
“Balaam ‘amó el premio de la maldad.’ (2 Ped. 2:15.) El pecado de la avaricia que, según la declaración divina, es idolatría, le hacía buscar ventajas temporales, y por ese solo defecto, Satanás llegó a dominarlo por completo. Esto ocasionó su ruina. El tentador ofrece siempre ganancia y honores mundanos para apartar a los hombres del servicio de Dios. Les dice que sus escrúpulos excesivos les impiden alcanzar prosperidad. Así muchos se dejan desviar de la senda de una estricta integridad. Después de cometer una mala acción les resulta más fácil cometer otra, y se vuelven cada vez más presuntuosos. Una vez que se hayan entregado al dominio de la codicia y a la ambición de poder se atreverán a hacer las cosas más terribles. Muchos se lisonjean creyendo que por un tiempo pueden apartarse de la probidad estricta para alcanzar alguna ventaja mundana, y que después de haber logrado su fin, podrán cambiar de conducta cuando quieran. Los tales se enredan en los lazos de Satanás, de los que rara vez escapan.”—“Patriarcas y Profetas,” págs. 468, 469.
Balaam amaba la paga de la injusticia. El pecado de la codicia lo había tornado una persona servil, y a través de este solo pecado Satanás obtuvo el control total. Esa fué la causa de su ruina. Basta un solo pecado en la vida para ocasionar nuestra perdición. Balaam marchó derecho a la ruina a través del egoísmo y la codicia. Sería sorprendente si los obreros que hoy trabajan en la viña no tuvieran que soportar la misma tentación. El espíritu mismo de esta época fomenta el egoísmo y la codicia. No debemos emplear más tiempo en tratar con el pecado que condujo a la ruina a este profeta de Dios; pero sepamos que el amor a las ganancias y el honor producirán los mismos resultados en nuestros días, y pueden apartarnos de Dios y tornarnos infieles en la obra que hemos sido llamados a hacer.
Analicemos por un instante la experiencia de Pedro. Se ha dicho que fué infiel a su Maestro porque desconocía sus propias flaquezas. El se creía fuerte, cuando en realidad era muy débil. Y la misma cita nos hace ver que muchos de los profesos discípulos de Cristo caen en penosas tentaciones porque no poseen un correcto conocimiento de sí mismos. Si pudiéramos comprender nuestras propias flaquezas descubriríamos que hay tanto donde debemos mejorar, que humillaríamos nuestros corazones bajo la poderosa mano de Dios.
Decidámonos a no permitir que estos pecados ejerzan dominio sobre nosotros. Siento gozo por la promesa que se nos ha dado, en relación con la falta de Pedro:
“El cuidado vigilante de Cristo por Pedro fué la causa de su restauración. Satanás no pudo hacer nada contra la todopoderosa intercesión de Cristo. Y la oración que Cristo ofreció por Pedro la ofrece en interés de todos los que son humildes y contritos de corazón.”—The Youth’s Instructor, del 15 de diciembre de 1898.
¿Estamos satisfechos de nosotros mismos y de nuestras realizaciones en la obra de Dios? ¿Sentimos pesar a causa de nuestros fracasos pasados? ¿Somos humildes y contritos de corazón? ¿Nos hemos propuesto mejorar? En caso afirmativo, la oración de Cristo en favor de Pedro también vale para nosotros. Satanás no tiene ningún poder contra la todopoderosa intercesión de Cristo. La oración que salvó a Pedro ha sido ofrecida por vosotros y por mí. Quiera Dios ayudarnos en nuestra obra en los días venideros. Seamos fieles en el cumplimiento de nuestra gran tarea para Dios.
“Ellos pelearán contra el Cordero, y el Cordero los vencerá, porque es el Señor de los señores, y el Rey de los reyes: y los que están con él son llamados, y elegidos, y fieles.” (Apoc. 17:14.)
Sobre el autor: Secretario de la Asociación General.