Un ministro no puede realizar un trabajo fructífero en la ganancia de almas y al mismo tiempo empeñarse en negocios temporales, buscando entradas adicionales a su sueldo.
Satanás, en su calculado esfuerzo por neutralizar la utilidad efectiva del ministro, a veces ha tenido éxito seduciéndolo con las prometedoras perspectivas de lucrativas especulaciones inmobiliarias y ventajosos negocios comerciales.
Pero no podemos concebir una fidelidad dividida. La salvación de las almas, y la edificación y el perfeccionamiento de la iglesia exigen consagración total de las energías, el interés y la atención.
Resulta inspiradora esta declaración: ‘‘El ministro enteramente consagrado a Dios rehúsa ocuparse en negocios que podrían impedirle dedicarse por completo a su sagrada vocación. No lucha por honores o riquezas terrenales; su único propósito es hablar a otros del Salvador, que se dió a sí mismo para proporcionar a los seres humanos las riquezas de la vida eterna. Su más alto deseo no es acumular tesoros en este mundo, sino llamar la atención de los indiferentes y desleales a las realidades eternas. Puede pedírsele que se ocupe en empresas que prometan grandes ganancias mundanales, pero ante tales tentaciones responde: ‘¿Qué aprovechará al hombre, si granjeare todo el mundo y pierde su alma?’” (Obreros Evangélicos, págs. 354, 355).
Al leer la agitada historia del metodismo en los días de Wesley nos llamó la atención la personalidad admirable de Francisco Ausbury, que es un ejemplo inconfundible de consagración total a la obra de predicación. Cuando Ausbury, el 4 de septiembre de 1771, sin un centavo en el bolsillo, subió a bordo del barco que lo llevaría a los Estados Unidos como misionero, sus amigos, al enterarse de ello, hicieron una colecta, y al despedirse, le entregaron diez libras esterlinas y algunas prendas de vestir.
Transcurrieron 47 años. El anciano predicador llegó a Baltimore quebrantado, vencido porla fatiga. Seis días antes predicó su último sermón. Ahora estaba exhausto. Ausbury había llegado al final de su existencia dejando como legado apenas una alforja de cuero, algunos libros y ropas de uso personal.
Sin embargo, entre el día de su embarque sin dinero y el momento de su muerte sin riquezas habían transcurrido casi cinco décadas de Trabajo y sacrificio, cuyos resultados todavía se ven en los Estados Unidos. Cruzó más de 60 veces los montes Apalaches en heroicos y agotadores viajes misioneros. Seguramente vió a lo largo de los caminos improvisados a numerosas caravanas que, seducidas por el oro, lugar común de esos días, se arrastraban hacia el oeste. Pero el oro no lo fascinó, porque una sola pasión lo consumía: la predicación del Evangelio.
El apóstol Pablo, queriendo prevenir al joven ministro Timoteo contra la influencia disolvente de una fidelidad dividida, le escribió lo siguiente: “Ninguno que milita se embaraza en los negocios de la vida; a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado” (2 Tim. 2:4).
A un legionario al servicio de César no le estaba permitido el ejercicio del comercio o de cualquiera otra actividad, fuera de las que son propias del soldado. Adán Clark, al comentar este consejo del apóstol de los gentiles, dice: “El que desea predicar el Evangelio en forma total y dar prueba de su ministerio, no puede tener ningún otro trabajo, para que su rendimiento sea manifiesto para todos”.
La Hna. White le escribió a un obrero que dividía su tiempo entre Dios y mamón: “Está Ud. sacrificando su reputación y su influencia por su espíritu de avaricia. La preciosa causa de Dios es perjudicada debido a este espíritu que ha tomado posesión de sus ministros. Ud. está enceguecido y no ve cuán particularmente ofensivas son para Dios estas cosas. Si ha decidido conseguir del mundo todo lo posible, hágalo; pero no lo haga bajo el pretexto de predicar a Cristo. Su tiempo debe ser dedicado a la causa de Dios, o no debe ser dedicado. Su interés personal ha sobresalido. El tiempo que debiera Ud. dedicar a la causa de Dios lo dedica demasiado a sus ocupaciones personales, y de la tesorería de Dios recibe los medios que no gana” (Testimonies, tomo 2, pág. 623).
Recordemos que como siervos de Jesús fuimos apartados para, predicar el Evangelio y ocuparnos sin reservas en este trabajo. Si lo hacemos así, cuando venga nuestro Señor oiremos de sus labios estas palabras: “Bien, buen siervo y fiel”.