En las últimas décadas se ha desarrollado en América Latina una teología que se inspira en la experiencia del éxodo, pero en su práctica se nutre de las ciencias sociales.
Las últimas dos décadas han visto nacer y florecer en forma inesperada una nueva reflexión teológica hoy ampliamente conocida como “teología de la liberación”.
Este enfoque teológico pretende hacerse eco del clamor creciente de las multitudes que gimen bajo el peso agobiador de la pobreza, la injusticia y la marginalidad. Originada en América Latina, un continente cristiano donde las desigualdades son muy evidentes, la“teología de la liberación” ha cruzado las fronteras latinoamericanas y goza de una envidiable popularidad entre otros ámbitos del tercer mundo como Asia y África.
Gustavo Gutiérrez Merino, sacerdote peruano, dio a este movimiento su impulso inicial con la publicación del libro Teología de la liberación. Perspectivas, editado en Lima, en 1971 y traducido ya, por lo menos, a nueve idiomas.
La tesis fundamental de la “teología de la liberación” es que Dios está de parte de los pobres y oprimidos y que la liberación de éstos es la esencia de la acción redentora de Dios. Por lo tanto, la responsabilidad del cristiano y la misión de la iglesia debe ser cooperar con Dios en su acción redentora.
En su intento de ser aplicable a la realidad latinoamericana y de respaldar a los cristianos que se involucran en la tarea liberadora, la “teología de la liberación” se distingue metodológicamente de las teologías más tradicionales. Gutiérrez insiste en que esta nueva teología no propone, en realidad, un nuevo tema para la reflexión, sino “una nueva manera de hacer teología”.[1] En vez de empezar el quehacer teológico con conceptos derivados de la Escritura o de la tradición, la “teología de la liberación” tiene como punto de partida la situación social, política y económica de América Latina. Por lo tanto el libro de texto, el punto de partida, no es la Escritura sino la realidad histórica. Y ese libro de texto revela que hay pobreza, opresión, desigualdad e injusticia.
Los teólogos de la liberación dicen que la iglesia, a través de su historia, ha prestado más atención a la dimensión vertical del Evangelio: lo trascendente, el más allá, y ha ignorado, o relegado a un segundo plano, la dimensión horizontal, donde la gente vive y lucha cotidianamente. La teología, insisten ellos, debe ser práctica y activa, no sólo para interpretar el “texto”, sino como agente de su transformación. Los pobres y oprimidos no se preocupan por asuntos teóricos, por realidades invisibles; su preocupación es qué comerán mañana o cómo educarán a sus hijos. Y la teología debe dar prioridad a lo más urgente, a lo más inmediato.
Pero es importante, como segundo paso de esta manera de hacer teología, tratar de encontrar el porqué de tal situación. Cuál es la razón para que haya tanta pobreza, desigualdad y opresión. A este respecto escribe Leonardo Boff, el conocido teólogo brasileño: “Es necesario analizar las causas de esta pobreza y miseria, ver cuáles son los nexos causales, porque la pobreza no nace por generación espontánea, ni tampoco cae del cielo; más bien se genera por relaciones injustas entre los hombres”.[2] Ese objetivo se logra con el auxilio de las ciencias sociales, como por ejemplo: la sociología, la ciencia política, la economía y antropología. Y dado que el marxismo analiza la situación desde el punto de vista de las masas y es considerado como un método científico, también se considera que ésta es la opción más viable para penetrar en el fondo del problema y entender la realidad concreta del continente.
“Es la realidad misma la que impele a los cristianos a mirar el marxismo”, apuntó Phillip E. Berryman.[3]
Esto no quiere decir que los teólogos de la liberación sean necesariamente marxistas, pero sí es cierto que en menor o mayor grado reciben la influencia de esta ideología. Juan Luis Segundo, el destacado teólogo uruguayo, admite al respecto: “Si uno acepta o no todo lo que dijo Marx o la manera como concibe su pensamiento esencial, no puede haber duda de que el pensamiento social de hoy será ‘marxista’ en cierto grado, es decir, profundamente endeudado con Marx. En ese sentido, la teología de Latinoamérica es ciertamente marxista”.[4] Pero la pregunta que surge naturalmente es: ¿Puede usarse el marxismo como instrumento de análisis sin adoptar al mismo tiempo su antropología, su concepción materialista de la vida y aún sus estrategias para lograr los cambios en las estructuras de la sociedad una vez hecho el diagnóstico? Un examen cuidadoso de esta teología revela que tal cosa no es tan fácil como parece.
Pero, ¿y la Escritura?, se preguntará a esta altura el lector. ¿No se trata acaso de teología de la liberación? ¿Qué papel juega la Escritura en esta nueva teología? Es precisamente ahora, y como un tercer paso, que se dirige la atención a la Biblia.
En el primer paso, al estudiar la realidad histórica, se describe que en Latinoamérica —y en otras partes del mundo— hay pobreza, explotación e injusticia. En segundo lugar, al analizar la situación con el auxilio de las ciencias sociales, se determina el problema, y se define que las causas de esa condición son las estructuras políticas, económicas, sociales que imperan. En otras palabras, el capitalismo es el culpable, y la única solución será luchar para que esas estructuras desaparezcan y sean sustituidas por una opción que prometa ser más justa y equitativa.
Como se ve, es difícil evitar la impresión de que al ir a la Escritura, como un tercer paso, se lo haga no tanto para buscar directivas u orientación, sino más bien apoyo a posturas ya tomadas. Por eso, naturalmente, el uso de la Escritura en esta teología es muy selectivo. Se selecciona y acentúa aquello que apoya la lucha liberadora. Juan Luis Segundo defiende esta metodología con las siguientes palabras: “Espero que esté claro que la Biblia no es el discurso de un Dios universal para el hombre universal. Se justifica la parcialidad porque debemos encontrar y designar como palabra de Dios esa parte de la revelación divina que hoy, a la luz de nuestra situación histórica concreta, es más útil para la liberación que Dios ordena’’.[5]
Y la liberación que Dios ordena, según el entender de esta teología, es básicamente horizontal, tiene que ver con la justicia social, porque el pecado, en realidad, está en las estructuras que oprimen y esclavizan. La palabra liberación, como se usa comúnmente en América Latina, está estrechamente relacionada con revolución, y aspira a una ruptura plena con el sistema actual, que se percibe como dominante y opresivo. Así lo entiende Gutiérrez: “Es evidente, en efecto, que sólo un rompimiento con el injusto orden actual y un franco compromiso por una nueva sociedad, hará creíble a los hombres de América Latina el mensaje de amor del que la comunidad cristiana es portadora”.[6]
Es por eso que la historia del éxodo, la liberación de los israelitas de la esclavitud egipcia, se ha convertido en el texto privilegiado de esta teología. La situación actual de Latinoamérica, expresada en palabras tales como dependencia, opresión, explotación, corresponde en muchos aspectos, a la situación del pueblo de Israel en Egipto. Los israelitas gemían bajo la mano cruel y pesada del Faraón, que se enriquecía por el trabajo alienante de sus esclavos. ¿Y qué hizo Dios? No pudo permanecer indiferente. Dice el relato: “Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de la mano de los egipcios… El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen. Ven, por lo tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel” (Éxodo 3: 7-10).
El éxodo ofrece, para los teólogos de la liberación, las figuras o la “tipología” adecuada para expresar la problemática de Latinoamérica. Notemos lo que dice Roberto Sartor: “Una vez más, en efecto, vuelven a darse las constancias históricas que asemejan situaciones típicas del hombre. Como otrora Israel en Egipto gimió en la dura esclavitud clamando por un éxodo liberador, así también hoy, el hombre latinoamericano vive oprimido por las injusticias y la miseria, situación de la que ha tomado conciencia y lucha por liberarse”.[7] En el mismo artículo, Sartor cita a Emilio Castro, que dice: “Cuando vemos multitud de gente viniendo desde las montañas o desde la campiña hacia las ciudades buscando un futuro mejor, muchas veces viene a nuestra mente el cuadro del pueblo de Israel saliendo de Egipto y buscando la tierra prometida… ¿Cuál es la diferencia que puede existir entre las masas latinoamericanas de hoy, buscando su tierra prometida y las masas israelitas de ayer, cruzando el desierto del Sinaí?… ¿Qué sucedería en América Latina si las iglesias se atrevieran a jugar el rol de Moisés y decirle al hombre, que no se trata simplemente de su miseria que lo lleva hacia la ciudad, que no es solamente el fenómeno secular de urbanización, sino que también está allí la promesa, el llamado de Dios que los convoca a una vida más humana?”[8]
Es muy evidente que en el éxodo Dios mostró parcialidad para con los oprimidos, intervino en favor de ellos y en contra de los opresores. Los teólogos de la liberación notan que el mismo Dios que actuó en el Antiguo Testamento todavía escucha el clamor de los oprimidos y quiere su liberación. Pero a causa de su hermenéutica particular, ven la liberación de los israelitas de la esclavitud egipcia como un acto, si no totalmente, por lo menos esencialmente, político. Y como la realidad histórica de Latinoamérica es similar a la de Israel en el pasado, el factor político asume un papel preponderante.
Pero no es posible, ni teológicamente responsable, aislar el relato del éxodo y otras porciones similares de la perspectiva general de la Escritura sin caer en el peligro de distorsionar su contenido. Cuando se ve al éxodo en su propio contexto y como parte de una historia más amplia, es más que la liberación de un grupo de esclavos que se reveló contra un sistema político que los mantenía pobres.
Es verdad que la liberación de los israelitas de la esclavitud egipcia fue un acto de justicia en el cual Dios liberó a los oprimidos y castigó a los opresores, pero lo que no hay que olvidar, sin embargo, es que aquellos esclavos eran al mismo tiempo el pueblo especial de Dios. Dios no sólo oyó el clamor de los esclavos, sino que también se acordó de su pacto con Abrahán, Isaac y Jacob (Éxo. 2: 24).
Los esclavos, esos esclavos, eran al mismo tiempo el pueblo del pacto. Y es precisamente ésta la razón por la cual Dios intervino para liberarlos. Sin duda alguna había otros esclavos en el mundo antiguo que también gemían bajo el peso de la opresión y clamaban como los israelitas, pero Israel halló gracia delante de Dios porque era su pueblo. “Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto” (Éxo. 3: 7).
Dios actuó en forma singular para con este pueblo, como lo dejó registrado David años más tarde: “No ha hecho así con ninguna otra de las naciones” (Sal. 147:20). Además, el éxodo no involucró un llamamiento al pueblo para organizarse, concientizar a las masas y planear las estrategias: más bien fue un acto de Dios, enteramente sobrenatural. Ellos debían depender totalmente del poder de Dios, del Dios de sus padres. Moisés dijo al pueblo: “No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros” (Éxo. 14:13).
Finalmente, no debemos olvidar que la liberación de Egipto es sólo parte de la historia. Israel no fue liberado de la opresión egipcia y dejado en libertad para vivir con dignidad en una nueva situación sin opresión. Fueron libertados de la opresión del Faraón para que estuvieran libres y pudieran dedicarse al servicio de Dios: “Deja ir a mi pueblo para que me sirva” (Éxo. 7:10), fue la nota clave en todo el episodio; desde el Mar
Rojo la nube los llevó al Sinaí donde fue renovado el pacto. El éxodo tenía un prerrequisito: que fueran el pueblo del pacto, y había un posrrequisito: que dedicaran la vida al servicio de Dios con el objeto de que su bendición llegara por medio de ellos a todas las naciones.
Por eso, un programa de liberación económico, político y social que tiene por objeto capacitar a la gente a vivir solamente libres de la pobreza y la opresión, no es lo que el éxodo nos enseña. Los teólogos de la liberación desean que su teología tenga que ver especialmente con aquellos que son víctimas de la injusticia y que se ven forzados a vivir al margen de la decadencia y de la libertad. Y no cabe duda de que han llamado la atención a un aspecto del Evangelio que con frecuencia ha sido tristemente olvidado. Pero al mismo tiempo no debemos olvidar la dimensión espiritual: la liberación política, económica y social sin la liberación espiritual es un callejón sin salida, porque el pecado, antes que expresarse en las estructuras de la sociedad, es una fea realidad del corazón del hombre.
Sólo el poder transformador del Evangelio del Señor Jesús puede traer liberación genuina, liberación de la culpa y de la esclavitud del pecado, la causa real de toda injusticia y opresión. Dijo Jesús: “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:36). Sólo en la fuerza de esta libertad podrá el hombre extender una mano de ayuda a los que consciente o inconscientemente anhelan liberación. Una liberación que no se limita a lo temporal, sino que se proyecta, más allá de la historia, a la gloriosa intervención del Señor Jesús, cuando el Dios del éxodo cree “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Ped. 3:13).
Sobre el autor: Atillo Dupertuis es profesor de Teología y Filosofía Cristiana en la Universidad Andrews, Michigan, Estados Unidos.
Referencias
[1] Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación, pág. 40.
[2] Leonardo Boff, “La iglesia es el sacramento de la liberación”, Proceso, 5 de febrero de 1971, n° 118, pág. 11.
[3] Phillip E. Berryman, Theological Studies, n° 34, 1973, pág. 374.
[4] Juan Luis Segundo, The Liberation of Theology, pág. 35
[5] ibid., pág. 33.
[6] Gustavo Gutiérrez, Ibid., pág. 138.
[7] Roberto Sartor, “Éxodo-liberación”, Revista bíblica, n° 33, 1971, pág. 75.
[8] ibid., pág. 76.