Si el pecado no se traspasa a la siguiente generación por medios genéticos, la otra, y la única, posibilidad parecería ser las influencias del entorno. Pero la idea de que el pecado es fruto de las influencias externas abre la posibilidad para excusarlo.
¿Por qué cada descendiente de Adán y Eva, excepto Jesucristo, peca? Romanos 3:23 dice: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”, un tema reiterado en Romanos 5:12: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”. Comentando este último pasaje, un comentario bíblico menciona: “Cuando Adán y Eva se rebelaron contra Dios, no solo perdieron su derecho al árbol de la vida -lo que resultó inevitablemente en su muerte y en la transmisión de esta a sus descendientes-, sino también por causa del pecado se depravó su naturaleza, con lo cual disminuyó su resistencia al mal. De esa manera, Adán y Eva transmitieron a su posteridad la tendencia al pecado y el sometimiento a su castigo: la muerte”.[1]
Si es así, entonces poseemos un factor heredado que nos coloca en desventaja con nuestro Señor. ¿Podría este factor ser un “gen de pecado”?
Genes
Los genes determinan nuestra composición física, los rasgos básicos de nuestra personalidad y nuestras aptitudes. Ejercen una influencia enorme en los que somos y en cómo nos comportamos. Son segmentos de los cromosomas que dirigen la producción de proteínas. Para el año 2003, ya conocíamos la estructura química de nuestros genes, tal como figuran en 24 cromosomas.[2]
El material genético hallado en cada célula (excepto los glóbulos rojos) consiste de 3,1 billones de unidades llamadas nucleótidos. Toda la información necesaria para conformar un ser humano se genera dependiendo de cómo son combinados los cuatro tipos de nucleótidos. Un solo gen contiene miles de nucleótidos, y codifica uno o más tipos de proteínas. Todos tenemos, aproximadamente, 30.000 genes, y se conoce la función de aproximadamente la mitad. Sin embargo, los genes solo ocupan un 2% de nuestros cromosomas; el otro 98% es material “no genético”, cuyas funciones no son muy comprendidas aún.
Con todo, nadie sabe cómo pasamos, de esta composición proteica hasta la conducta y la personalidad humanas debido, en parte, a nuestra comprensión precaria de cómo funciona el cerebro. Toda actividad cerebral depende del movimiento de señales nerviosas entre millones de células cerebrales. El espacio en el cual dos células se conectan se llama “espacio sináptico”. Los impulsos nerviosos no pueden pasar de una célula a otra sin la acción de los neurotransmisores. Se sospecha que las cantidades de neurotransmisores (producidos por las proteínas) determinan cómo son generados los pensamientos y los sentimientos.
La influencia de los genes es vista claramente en niños, cuando demuestran aptitudes para el arte, la música, las matemáticas, etc. -todo, heredado de nuestros ancestros. Si en nuestra herencia existe la tendencia al pecado, la pregunta es: ¿cuál de los treinta mil genes es el responsable?
Los genes y la caída
Después de los seis días de la Creación, “vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Gén. 1:31). El Creador hizo una revisión exhaustiva de todos los aspectos de la Creación, desde las perspectivas a la ingeniería, biofísicas, bioquímicas, interpersonales y sociológicas. Debemos asumir, entonces, que no había nada malo en Adán y en Eva cuando salieron de las manos del Creador; no pudieron ser creados con una tendencia al pecado. Por lo que miramos al registro del primer pecado en búsqueda de claves sobre cómo se adquirió la “tendencia de pecar”.
En el relato de la Caída, la única consecuencia del pecado fue que los ojos de Adán y de Eva fueron abiertos (Gen. 1:7), y quedaron apercibidos de su desnudez. Ante la ausencia de mayor información, la “apertura de sus ojos” es un concepto difícil de entender, pero no podría implicar una disminución repentina de la talla moral de la primera pareja.
¿Qué sucedió con ellos después del pecado? ¿Tal vez el Señor modificó los genes de Adán y de Eva, de tal manera que sus naturalezas resultaron pecaminosas? Aunque esto fuere posible, es mucho más seguro quedarse dentro de los límites del relato bíblico. Además, ¿podríamos realmente creer que el Creador de todo lo bueno y lo maravilloso se degradaría para corromper su propia creación?
Lo que sea que haya ocurrido en el Edén en ocasión de la Caída, la noción de que tenemos la compulsión hacia el pecado entretejida en nuestra naturaleza es preocupante. La expresión de los genes es automática (tal como el color de los ojos o la forma de la nariz); no los elegimos. Así, si tuviéramos el “gen del pecado”, la conducta pecaminosa podría considerarse un producto natural e irresistible de la naturaleza humana. Para hacer las cosas peores, algunos textos bíblicos pareciera que apoyaran este argumento. “¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?” (Jer. 13:23). Afortunadamente, este pasaje también puede comprenderse en el sentido de que la conducta pecaminosa se ha vuelto algo natural, de forma similar a las características determinadas genéticamente, por lo cual pecamos con tanta facilidad. Esto tiene más sentido que pensar que sirve como evidencia para la idea de un “gen del pecado”.
¿Existen genes del pecado?
De hecho, los argumentos en contra de la hipótesis de un “gen del pecado” son más impresionantes que aquellos en su favor. Si el pecado tuviese una base genética, el Creador sería el responsable por nuestra naturaleza pecaminosa; el juicio en contra de una conducta pecaminosa sería una burla a la justicia. Incluso en las cortes humanas, la conducta aberrante por motivos psicológicos es tratada con compasión.
Además, no habría ninguna forma conocida por la cual dejar de pecar, y la conversión solo sería posible por medio de un cambio genético. Normalmente, vamos por la vida con nuestros genes heredados; nuestra conducta no altera nuestros genes.[3] Alguien podría alegar que el Señor podría, de manera sobrenatural, alterar el “gen del pecado”. Pero, después de ese cambio, el ser humano convertido ya no podría pecar, a no ser que haya nuevamente un cambio genético, en la otra dirección.
Si el “gen del pecado” se identificara, entonces algún tipo de tratamiento genético podría solucionar el problema, tal como cualquier otra enfermedad causada por genes imperfectos. No habría ninguna razón para creer que la gracia salvadora de Dios sería necesaria para reformar el carácter.
Luego, ¿cómo podríamos explicar la naturaleza sin pecado de Jesús, a no ser que haya nacido sin este gen; o fuera un ser mutante, incapaz de pecar? Ninguna de estas alternativas parece satisfactoria, especialmente cuando nuestro Salvador es también nuestro ejemplo.
Si el pecado no se traspasa a la siguiente generación por medios genéticos, la otra, y la única, posibilidad parecería ser las influencias del entorno. Pero la idea de que el pecado es fruto de las influencias externas abre la posibilidad para excusarlo. Además, se pueden bien dar ejemplos de que el. pecado puede darse en un ambiente perfecto (el jardín del Edén), o que no se dio en un ambiente malvado (Jesús, al crecer en Nazaret).
El pecado es pecado solo si proviene de la libre elección. Si la conducta pecaminosa es forzada por causas irresistibles, tanto internas como externas, puede ser excusable. Por ejemplo, existe una condición genética llamada Síndrome de Tourette. Esta enfermedad se manifiesta con un hablar profano. También hay casos documentados en los que los daños cerebrales han conducido a profundas alteraciones de la personalidad, por las cuales personas responsables se convirtieron en irresponsables y poco confiables.
Autopreservación
La naturaleza abarcadora del pecado sugiere un elemento genético, aunque poco lógico, de un “gen del pecado”. Pero ¿qué pasaría si el pecado fuera el resultado de una serie de factores, algunos de los cuales serían genéticos? Más aún, los factores genéticos no forzarían la conducta pecaminosa, sino que nos predispondrían hacia ella, permitiéndonos decidir si pecamos o no.
Consideremos el gen pecaminoso llamado egoísmo (promover el interés propio por sobre las necesidades de otros). En realidad, este pecado puede ser descrito como una versión modificada de la autopreservación, siendo esto último el factor genético. Por muchos años estudié los cambios bioquímicos en la bacteria Escherichia coli después de ser expuesta a la sustancia reductora tioglicerol; el tioglicerol previene, o retarda, el crecimiento de esta bacteria. Decidí estudiar cómo ocurría esto. Resulta que la célula bacteriana toma medidas extremas a fin de librarse de la sustancia que la afecta. Ahora sabemos que en esta simple bacteria existen cadenas de genes, diseñadas para defender la célula de los efectos adversos del calor, el frío, la presión externa, y de diversos cambios ambientales. En otras palabras, la voluntad de vivir está implantada en cada fibra de cada organismo, por el Creador.
Adán y Eva también fueron creados con este instinto de autopreservación. Mientras no habían pecado, se sentían contenidos en los confines seguros del Edén. Pero, después de que pecaron, al contemplar repentinamente un futuro incierto y la muerte inminente, sus instintos de supervivencia tomaron el control. Se escondieron del Señor e intentaron desviar la carga de la culpa de ellos mismos.
Nosotros también manifestamos a diario nuestro instinto de supervivencia. Esta necesidad nos insta a elegir el curso de acción más ventajoso para nosotros. Pero, aquí se presenta una verdadera elección: no nos sentimos competidos a beneficiarnos todas las veces. En este aspecto, quienes siguen al Maestro son requeridos a que renuncien a sí mismos, en favor de los demás.
De hecho, Pablo declara que el cristiano es invitado a morir diariamente (1 Cor. 15:31). Pero aun él confesó: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros” (Rom. 7:21-23).
La ley a la que Pablo se refiere aquí puede ser nuestro egoísmo arraigado, pero sin un “gen del pecado”. Aunque estamos programados genéticamente para buscar la supervivencia y el confort, podemos controlar hasta qué grado respondemos a nuestros impulsos internos. No somos peones impotentes, en las garras de nuestros genes.
Conclusión
Mientras estemos en este mundo, enfrentando las incertidumbres, la vejez y la muerte, tendremos que lidiar con el egoísmo, un pecado tan universal como la Ley de la gravedad. Pero, tal como las águilas tiene alas que combaten la fuerza de gravedad (Isa. 40:31), el hijo de Dios tiene acceso al Espíritu Santo, para ayudarlo a superar el egoísmo (Rom. 8:9-11). Solo en la Tierra Nueva, donde los elementos que amenazan nuestra vida ya no existirán, seremos librados de las consecuencias sombrías de nuestro instinto por sobrevivir.
Sobre el autor: Profesor emérito de la Escuela de Medicina, Universidad de Loma Linda, California, Estados Unidos.
Referencias
[1] Francis D. Nichols, ed. Comentario bíblico adventista del séptimo día (Buenos Aires: ACES, 1995), t. 5, p. 527.
[2] El proyecto completo fue publicado el 24 de abril de 2003 en las revistas Science y Nature.
[3] Excepciones a esta regla se deben a la exposición radiactiva o a sustancias mutagénicas.