Al declinar el siglo XVIII, cuando en Inglaterra despuntaba triunfante el período industrial, vio la luz el discutido libro titulado Ensayo Sobre el Principio de la Población, escrito por el brillante economista Tomás Roberto Malthus. Tras analizar los fenómenos de propagación y multiplicación que ocurren entre los animales y los vegetales, Malthus expone en esta obra una desproporción creciente e inquietante entre los medios de subsistencia y la población. Apoyando su argumentación con los números, decía:
“Si se toma toda la tierra, excluida la emigración, y se supone que la población actual es igual a mil millones, la especie humana aumentaría en las proporciones 1, 2, 4, 8. 16. 32, 64, 128, 256, y las subsistencias en las de 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. Al cabo de dos siglos la población sería, en orden a los medios de subsistencia, como 256 es a 9, y al cabo de tres siglos como 4.096 es a 13, y después de dos mil años la diferencia sería inmensa y casi incalculable”.
Frente a esta sombría realidad —el rápido aumento de la población sin un correspondiente aumento en los medios de subsistencia—Malthus aconseja la abstinencia del casamiento, aceptada libremente por el individuo, la castidad voluntaria, a fin de restringir la creciente marea de nacimientos.
Sin embargo ya han transcurrido 160 años y los sombríos pronósticos del economista inglés no han ocurrido como él lo auguraba en su libro. Los discípulos de Malthus justifican este desacierto diciendo que obstáculos represivos tales como las guerras, las pestes, la miseria, el hambre, las epidemias, los vicios y otros flagelos aseguraron un equilibrio relativo entre el aumento de la población y los medios de subsistencia.
Sin embargo en las últimas décadas se ha efectuado una sorprendente disminución en el índice de mortalidad infantil. La escarlatina, la difteria, el sarampión, la tos convulsiva y otros antiguos azotes, han sido dominados casi por completo, gracias a las notables conquistas efectuadas en los diversos campos de la ciencia médica. Sí, se dominaron espantosas epidemias.
Ahora se vencen terribles enfermedades otrora consideradas incurables, con la ayuda de los antibióticos prodigiosos manejados en los laboratorios de la ciencia. Surgen nuevas técnicas en los dominios de la cirugía, y se efectúan progresos alentadores en el campo de la endocrinología.
En efecto, como resultado de estos felices triunfos de la técnica sobre la enfermedad, se ha producido el llamado “aumento explosivo” de la población mundial, ante el cual se asombraron hasta los antimalihusianos más intransigentes.
De acuerdo con las estadísticas de los organismos técnicos de la Organización de las Naciones Unidas, dentro de cuarenta años habrá en la tierra cinco mil millones de seres humanos.
En el año 2050 (en los cálculos de estos estadísticos no figura la esperanza adventista), si no hay solución de continuidad en esta alarmante progresión, tendremos en nuestro agitado planeta nueve mil millones de bocas para alimentar.
En un discurso pronunciado no hace mucho, el actual presidente de los Estados Unidos afirmó, refiriéndose a los países subdesarrollados: “ La parte del mundo que aumenta con más celeridad es, indudablemente la América Latina. Su población actual de 195 millones de habitantes representa un aumento de 30% en este último decenio; y en la década comprendida entre 1980 y 1990 el continente latino tendrá que suplir las necesidades de más de 400 millones de seres humanos”
En un artículo publicado en el World-Telegram, de Nueva York y firmado por Edwin Ellis, leemos: “El mundo debe alimentar cada año a 47 millones de bocas más que el año anterior”. Este significativo aumento equivale a la población de Francia”.
Es evidente que estas cifras fantásticas son un prenuncio del triste desequilibrio de que habla Malthus. Tendrán como resultado hambre, inseguridad e inquietud social.
Impresionado con la gravedad de este problema, Sir Julián Iluxley, ex presidente de la UNESCO, y otros 133 destacados estadistas, sociólogos y educadores, juzgaron prudente advertir a la ONU de los peligros de este explosivo aumento demográfico, con el fin de preservar a la civilización de los peligros amenazadores del pauperismo, la miseria y la desnutrición.
Alberto Einstein, formulador de la teoría de la relatividad, refiriéndose a este importante tema, pronunció esta solemne sentencia: “El fantástico aumento de la población ha produciendo una situación nueva, llena de problemas de proporciones todavía desconocidas Como iglesia que se encuentra frente a esta inquietante realidad, nos toca apresurar todas nuestras actividades a fin de evangelizar sin dilación a un turbulento planeta, cuya población aumenta en progresión geométrica. Es evidente que necesitamos el poder divino para realizar una obra tan gigantesca.
Jesús, al final de su ministerio público, comisionó a sus discípulos para que realizaran la obra evangélica. Aquellos mensajeros debían proclamar la gracia de Cristo a los 230 millones de habitantes que poblaban la faz de la tierra. Sin embargo, manifestaban poca disposición, un ánimo vacilante y una débil comprensión del Maestro y de su obra.
Evidentemente carecían de un equipo eficaz para cumplir esta difícil tarea de hacer discípulos en todas las naciones. No tenían colegios, hospitales, templos ni organización, que les ayudasen en el esfuerzo por ganar el mundo para Cristo.
Pero las Sagradas Escrituras dicen: “Y como se cumplieron los días de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos; y de repente vino un estruendo del cielo como de un viento recio que corría, el cual hinchió toda la casa donde estaban sentados. … Y fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Hch. 2:1-4). Era el derramamiento del poder prometido que anunciaba el despunte radiante de una época de evangelismo triunfante.
Los discípulos cobraron ánimo con la experiencia gloriosa del Pentecostés, y se tornaron cual antorchas ardientes que incendiaron las multitudes con las llamas del cristianismo.
Al igual que en los días apostólicos, hoy la Iglesia está frente a una responsabilidad que trasciende los estrechos límites de las responsabilidades humanas. En efecto, el anunciar el Evangelio transformador de Cristo a “toda nación, tribu, lengua y pueblo”, en un mundo convulsionado, donde el “aumento explosivo” de la población constituye una inquietante realidad, es una obra para hombres extraordinarios.
Como iglesia, tenemos un mensaje de esperanza para un mundo desesperado. Como organización elaboramos excelentes planes y métodos eficaces de trabajo. Nuestros presupuestos revelan la existencia de recursos financieros. Con todo, la necesidad del poder del Espíritu Santo es incuestionable, porque con su ayuda extenderemos los triunfos de la cruz en rápidos y vibrantes avances.