Es triste, pero cierto, que mucho de lo que pasa por evangelismo no lo es
El evangelismo, en rigor, no se lleva tan bien con la prensa. Evangelismo literalmente significa compartir las buenas nuevas, pero para la mayoría de la gente hay muy pocas buenas noticias en él. Evoca imágenes de predicadores sudorosos y gritones, de evangelistas de televisión de suave hablar, o de extraños personajes que se instalan en las esquinas de las calles e instan a los transeúntes a arrepentirse para encontrarse con Dios.
En una palabra, el evangelismo semeja algo en lo cual ninguna persona respetable quisiera verse envuelta. Tiene visos de manipulación. En una época permisiva como la actual da la impresión de querer cambiar la manera de ser de otras personas. Y eso es una afrenta. Es inaceptable.
Difícilmente sorprende, por tanto, que en muchas iglesias principales el evangelismo esté casi en extinción. Pertenece al sub mundo. Es una actividad a la cual algunos entusiastas desequilibrados, sin preparación teológica, quieren dedicarse. Es, definidamente, no muy confiable. Una iglesia equilibrada, juiciosa, no debería tener nada que ver con él. Y sin embargo, esas mismas iglesias, lo piensan dos veces cuando ven los asientos vacíos donde una vez hubo gente en sus reuniones. Algunas veces preguntan de nuevo por el evangelismo cuando reflexionan en el materialismo, la impiedad y el egoísmo que cada día se agudizan más en nuestra sociedad. Y si su visión se proyecta hacia las iglesias de rápido crecimiento de África, por ejemplo, pueden decir, como David Jenkins, obispo de Durham, dijo a David Gitari, obispo de Mount Kenya East, después de la Conferencia de Lambeth, en 1988, “Yo necesito aprender de usted”.
¡Me parece muy significativo que ninguna iglesia haya tomado el evangelismo más en serio en esta última década que la Iglesia Católica Romana, y eso que es la más institucional y respetable de todas las denominaciones! Quizá muchos de nosotros deberíamos leer una página de su libro.
¿En qué piensa cuando oye la palabra evangelismo? ¿Piensa en un predicador, como Billy Graham, que pone de cabeza a todo un pueblo? ¿Piensa en un programa cuidadosamente diseñado para alcanzar a todas las clases de su comunidad?, o ¿piensa quizá en dos personas (ambas con apariencia un tanto incómoda) enfrascadas en una ferviente discusión con sus Biblias abiertas? ¿Y qué siente usted cuando las iglesias más populares del mundo, incluyendo la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Anglicana, designaron la última década de este siglo como una década de evangelismo?
Quizá ayudaría, en principio, si borráramos de nuestras mentes algunas ideas erróneas que las nublan por lo general cuando se habla de evangelismo. Reconozcamos cuando menos qué no es el evangelismo.
Lo que no es el evangelismo
Evangelismo no es lo mismo que llenar bancas vacías. Entre los pastores, que por lo general se muestran muy suspicaces con este tipo de cosas, de pronto resurge un vivo interés en ellas cuando ven que el número de asistentes y las finanzas de sus iglesias se hunden lentamente. Pero la motivación por semejante tipo de “evangelismo” es dudosa, y los resultados probablemente no serán duraderos.
El evangelismo no es lo que eufemísticamente se llama en Canadá “sheep-shuffling” (revolver las ovejas). Mucho de lo que se entiende por evangelismo en una iglesia que crece rápidamente no es más que transferir el desarrollo de una sección a otra de la fracturada iglesia de Dios. Y eso no sirve más que para alimentar el ego del pastor de la nueva iglesia. El evangelismo no es un escándalo producido por la visita de una celebridad. Si eso ocurre, la mayoría de la congregación votará en contra de ella, mantendrán sus cabezas inclinadas mientras pasa, y se levantarán al final cuando la costa esté despejada. Tal invasión es más probable que divida a la feligresía de la iglesia en vez de unirla en el cumplimiento de su misión. Los visitantes pueden, por supuesto, hacer mucho para movilizar y alentar el evangelismo, pero nunca sí se los considera expertos sabelotodo que van a “hacer evangelismo” para la iglesia local.
El evangelismo no es un asunto de apasionados y reiterativos llamados al arrepentimiento y a la toma de decisión. Si tales desafíos son frecuentes, pierden su poder. Si no se fundan en una clara enseñanza, son superficiales. Recuerdo haber visto un anuncio sobre una pared que decía: “Jesús es la respuesta”, al cual alguien, con bastante ingenio, le había añadido a lápiz, “pero, ¿cuál es la pregunta?” La repetición simplista de frases trilladas o el lanzamiento de desafíos sin fundamento bíblico y sin que éstos tengan nada que ver con las necesidades contemporáneas, no es evangelismo, por muy ortodoxo que suene.
El evangelismo no es un sistema. Con frecuencia se lo presenta como un paquete que contiene tres puntos bien definidos, cuatro leyes espirituales, o cinco cosas que Dios quiere que usted sepa. No tengo porqué objetar ese tipo de ayudas como recordativos para aquellos que están difundiendo las buenas nuevas. El peligro surge cuando el Evangelio se contrae para adaptarlo a las dimensiones de tales fórmulas selectivas y limitantes. En nombre de la sencillez se le abre la puerta a la mala interpretación, a la superficialidad e incluso a la herejía.
El evangelismo no es una actividad apropiada sólo para ministros, ni tampoco es un asunto exclusivo de la predicación. Pero con frecuencia se piensa que lo es. Si ha de hacerse evangelismo, debería realizarse, sentimos, en el templo, los días de reposo y dirigido por el pastor. Es saludable recordar que en los días de los grandes avances de la iglesia no tenían edificios especiales ni ministros claramente ordenados. Parecía ser un llamado para todos los cristianos, y se entendía que las buenas nuevas podían comunicarse en una variedad de formas, y no necesariamente, o primariamente, en el templo.
El evangelismo no es sólo proclamación, ni sólo presencia. A lo largo del siglo veinte, tanto en Europa como en los Estados Unidos de Norteamérica, un desastroso abismo se ha formado entre aquellos que piensan del evangelismo en términos de proclamación y aquellos que, cansados de la hipocresía y la exageración en mucha de esa predicación, sostienen que lo que cuenta es nuestra presencia como cristianos en medio de un mundo doliente, no nuestras palabras. Una dicotomía muy similar separa a aquellos que piensan en términos de un evangelio espiritual o social. En cada caso, la distinción es, o ilusoria o maliciosa. Separar las palabras de las acciones es hacer a un lado dos cosas que Dios siempre quiso unir. Separar lo espiritual de lo social es estar ciegos al hecho de que son lo interior y lo exterior de una misma cosa. Para los cristianos, como siempre, Jesús es el ejemplo supremo. Su preocupación social y espiritual iban de la mano. Su presencia que encarnaba el reino de Dios iba unida a su Palabra que explicaba el reino de Dios. No había separación entre ambas; se complementaban. Anima saber que los cristianos “conservadores” y “liberales” han comenzado a coincidir en esto más de lo que imaginan.
El evangelismo no es individualista. Con frecuencia, en los diversos sectores de la cultura occidental se lo presenta de esa manera. Pero sabido es que en la historia de la difusión del cristianismo, el evangelismo fue parte integrante de la sociedad; aldeas enteras, pueblos, y comunidades de varios tipos y clases habían sido traídas a la fe, en mayor o menor grado, colectivamente. Fue así como países enteros fueron ganados en el pasado: en condiciones normales, tribus enteras están siendo ganadas para la fe, sean los Aucas de Colombia, en Sudamérica, o los Sawi en Indonesia. Si los europeos secularizados, fuertes en la solidaridad fraternal de sus tratados comerciales, han de ser traídos de vuelta al cristianismo, será necesario que la iglesia se involucre más en este aspecto corporativo del evangelismo. Porque el evangelismo no puede ni debe ser meramente “sacar tizones encendidos del horno”, sino cambiar el rumbo de la sociedad hacia el Dios viviente, en vez de alejarlo de él.
El evangelismo no es algo que puede o no ser hecho por aquellos que gustan de este tipo de cosas. Es parte importante de la obediencia de la iglesia entera al mandato de su Señor. El nos mandó ir a todo el mundo y hacer discípulos. Es imposible poder reconocerlo realistamente como nuestro Señor, si no tomamos nota de lo que nos ha mandado hacer. La iglesia, nos recuerda Pedro, existe, nada menos que para anunciar “las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero que ahora habéis alcanzado misericordia” (1 Ped. 2:9-10). Estas buenas nuevas son para compartirlas, y cualquiera iglesia digna de ese nombre, debe asegurarse de que lo lleve a cabo.
Es triste, pero cierto, que mucho de lo que pasa por evangelismo no lo es.
El evangelismo muchas veces está pulverizado, y su lado espiritual desconectado del resto de la vida. El énfasis en la respuesta del espíritu a Cristo no se equipará con la preocupación por el bienestar físico y moral de la persona total.
El evangelismo está, muchas veces, fosilizado: el paquete que envuelve las buenas nuevas se identifica erróneamente con ellas, y el resultado es un cristianismo que contemporiza con la cultura. Esto ha ocurrido a todas luces en la exportación de adornos y denominaciones europeas, junto con las buenas nuevas en sí mismas, a África y Asia.
Además, el evangelismo está demasiado clericalizado. El evangelismo se ve, generalmente, como propiedad exclusiva del clero. Si una persona está pensando en la ordenación, la gente automáticamente dice: “Oh, así que usted entrará en la organización de la iglesia ¿verdad?” Esta virtual identificación de la iglesia con sus ministros en la mente de muchos es una de las más serias distorsiones del cristianismo que obstaculiza la diseminación del Evangelio en nuestra generación.
En algunos círculos, por otro lado, el evangelismo se ha secularizado demasiado. Como una reacción contra los llamados al arrepentimiento simplistas y pietistas, muchos de los cristianos más radicales de nuestros días han identificado al evangelismo con la obra social y de filantropía. Por supuesto, esa identificación es muy correcta y meritoria. Pero cuando se llega al grado de proveer de armas a los terroristas del movimiento de liberación, el caso se enturbia seriamente. Y cuando a eso se llama evangelismo, nos hemos desviado muchísimo de Jesús quien se negó a tomar la espada, y sin embargo fue crucificado en la cruz de un luchador por la libertad.
En otro extremo, y muy frecuentemente, es común ver un cristianismo “pasteurizado”. Como la leche, es tratado y embotellado antes de servirse. Llega a sus manos un evangelismo indefinido, que no perturba a nadie, que no desafía a nadie; que no transforma a nadie. Un evangelismo que no persigue un cambio radical sino una osmosis gradual dentro del sistema eclesiástico. Eso está aún más lejos de Jesús, el radical más extremista que el mundo ha visto jamás, que siempre desafiaba a los hombres y las mujeres a dejar los más acariciados aspectos de sus vidas egoístas y venir a él y seguirle. La iglesia con demasiada frecuencia ha procurado domesticar a Jesús y mutilado las buenas nuevas.
Todas estas son expresiones de un evangelismo empobrecido. Necesitamos volver a las anchuras de las buenas nuevas como Jesús mismo las proclamó en una asombrada sinagoga de su propio pueblo de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor” (Luc. 4:18-19). Jesús cerró el rollo de Isaías 61 del cual había estado leyendo este pasaje y sorprendió a sus oyentes informándoles: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (Luc. 4:21). Estas no eran buenas nuevas ordinarias ni él era un mensajero ordinario. No fue nada menos que la salvación de Dios largamente esperada, proclamada por el Mesías mismo. Dios había venido realmente al rescate de un mundo necesitado. No extraña, entonces, que llegara a ser conocido en síntesis como evangelion, las buenas nuevas.
El pasaje de Isaías era muy significativo. Se relaciona con el período posterior al cautiverio babilónico; y el Mensajero, ungido con el Espíritu de Dios, anuncia la señal de victoria divina, su mandato regio. Señala nada menos que el amanecer de una nueva era, y una nueva era de la cual los paganos no están excluidos. Los días de salvación han llegado. El pueblo de Dios está listo y esperándolo como la novia espera al novio, su indignidad cubierta por un manto de justicia, sus relaciones con su Dios establecidas por un pacto eterno. Son días de liberación, días de sanidad, días de grandes buenas nuevas, que están destinadas a extenderse como fuego en el rastrojo. Dios está extendiéndose desde una Jerusalén reconstruida, hasta los gentiles. Todo eso, está contenido en el capítulo de Isaías del cual Jesús leyó este Manifiesto, en la fecha inaugural de sus buenas nuevas al mundo. El evangelismo es una cosa esplendorosa.
¿Qué es evangelismo?
He hallado tres definiciones de evangelismo que son muy útiles.
La primera es una palabra: desbordar. Da la idea correcta, de alguien que está tan lleno del gozo de Jesucristo que se desborda del mismo modo que una bañera que se ha llenado de agua hasta el límite. Es algo natural. Es una cosa muy obvia. Según esto, tiene la cualidad de la cual tanto carece el evangelismo, la espontaneidad. Incidentalmente, “el desbordamiento” es una versión muy aceptable de una palabra griega que aparece muchas veces en el Nuevo Testamento para describir la confianza liberada del cristiano, Plerophoria. Pablo les recuerda a los Tesalonicenses que “nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre, como bien sabéis cuáles fuimos entre vosotros por amor de vosotros” (1 Tes. 1:5).
La segunda definición es una frase atribuida a C.H. Spurgeon, el famoso predicador y evangelista británico del siglo XIX. Evangelismo, dijo él, “es un mendigo diciéndole a otro mendigo dónde hallar pan”. Me gusta esa definición. Llama la atención tanto a la necesidad del recipiente, como a la generosidad del dador: Dios no nos dará una piedra cuando le pedimos pan. Me gusta la cualidad que destaca. No existe forma alguna en que el evangelista esté en un terreno mejor o superior que la persona a la cual le está hablando. El terreno se nivela en torno de la cruz de Cristo. La única diferencia entre los dos hambrientos mendigos es que uno de ellos ha sido alimentado y sabe dónde hay comida siempre disponible. No hay ninguna mística en esto. Evangelismo es simplemente decir a un prójimo hambriento dónde puede obtener pan. Pero hay otro toque que es importante en esta definición. Nos recuerda que no podemos darles estas buenas nuevas a otros a menos que nosotros mismos personalmente hayamos gustado y visto que “es bueno Jehová” (Sal. 34:8).
Pero quizá la definición de evangelismo más abarcante, y que ha logrado una aceptación más amplia, pertenece al arzobispo inglés William Temple. Viene en el principio del informe titulado: Towards the Conversión of England (Hacia la conversión de Inglaterra), y dice, ‘evangelizar es presentar a Jesucristo en el poder del Espíritu Santo, para que los hombres lleguen a poner su confianza en Dios por medio de él, aceptarle como Salvador, y servirle como su Rey en la comunión de la iglesia”. Si aceptamos esta definición, ella contiene muchas verdades muy importantes acerca del evangelismo.
En primer lugar, evangelismo no es lo mismo que misión. La misión es apenas la mitad de la razón por la cual existe la iglesia; la adoración es la otra. Mediante estas dos formas somos llamados a exponer lo que significa ser “una colonia del cielo”. Pero la misión de la iglesia es, por supuesto, mucho más abarcante que el simple evangelismo. Encarna el impacto total de la iglesia sobre el mundo: Su influencia, su participación en la vida social, política, y moral de la comunidad y la nación donde está localizada; su auxilio a una humanidad sangrante en toda forma posible. Esta misión incluye el evangelismo. Lo más grande que podemos hacer por la gente es ponerlas frente a frente con Cristo que murió por ellos. Pero claro está que el evangelismo es un aspecto, y sólo uno, de la misión global de la iglesia.
Segundo, evangelismo son buenas nuevas acerca de Jesús. No es promover las pretensiones de la iglesia, o la nación, o de una ideología, sino exaltar a Jesús mismo. Como lo expresó el papa Pablo VI: “No hay verdadero evangelismo si el nombre, las enseñanzas, las promesas, la vida, la muerte, la resurrección, el reino y el misterio de Jesucristo el Hijo de Dios no son proclamados”. Durante los juegos olímpicos de 1960 una revista publicó una extraordinaria caricatura en la que muestra al celebrado corredor de Marathón que llega a Atenas, cae exhausto mientras balbucea entre dientes, con una expresión demudada en su rostro, “he olvidado el mensaje”. He aquí lo que parece ser el caso muy frecuente de la iglesia contemporánea. A menos que Jesús mismo, que llegó a ser el Evangelio por medio de su muerte y resurrección, sea la esencia del mensaje, no importa qué hagamos, no es evangelismo.
Tercero, el evangelismo se centra en Dios el Padre. Jesús comparte la naturaleza divina y la nuestra. Es una muestra confiable de cómo es Dios. Pero él no abarcó a la Deidad, Dijo: “Porque el Padre mayor es que yo” (Juan 14:28). De acuerdo a esto, cualquier evangelismo que esté orientado únicamente hacia Jesús, y que nos deje con un Padre olvidado, es menos que totalmente cristiano. El movimiento de Jesús de la década de 1960, con toda su fortaleza, tenía una notable debilidad en este aspecto. Era una religión de Jesús. Pero la religión del Nuevo Testamento es firmemente trinitaria. Nos trae a la fuente de la Deidad, el Padre mismo, por medio de la agencia del Hijo, y por instancias del Espíritu Santo.
Y ésta es la cuarta característica del evangelismo, según lo definió William Temple. Es algo que depende totalmente de la obra del Espíritu Santo para su efectividad. Nosotros como seres humanos somos totalmente incapaces de atraer a otros hacia Cristo. Es prerrogativa del Espíritu Santo convencer a las personas de su necesidad de Cristo, hacerlo real para ellos, llevarlos hasta el punto de confesar que él es el Señor, bautizarlos en el cuerpo de Cristo, la iglesia, y asegurarles que ahora pertenecen a Dios. Todo esto es obra del Espíritu Santo, no nuestra. Esto no debe olvidarse nunca. Nosotros podemos hablar y desafiar a la gente, instarlos y animarlos de mil modos posibles, pero somos totalmente incapaces de traer a nadie “de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios” (Hech. 26:18). Esa es la obra del Dios soberano únicamente.
Quinta, evangelismo significa incorporación a la iglesia, el cuerpo de Cristo. Y es aquí donde tropezamos con uno de los aspectos más lamentables del así llamado Televangelismo. A los televidentes se les invita a poner sus manos en el aparato de televisión para abrir sus vidas a Cristo, y así por el estilo; pero sólo una minúscula fracción de aquellos que hacen una profesión de fe en este marco llegan a formar parte real de la iglesia. Y sin embargo, en el Nuevo Testamento el evangelismo se expone sin ningún temor como corporativo. Usted puede venir a Cristo por sí mismo, pero tan pronto como lo hace, se encuentra entre una gran familia de hermanos y hermanas. Bien se ha dicho que una cristiandad que no comienza con el individuo nunca comienza; pero una cristiandad que termina con el individuo cesa su proceso. Esto es algo que los cristianos protestantes tienen que aprender de sus hermanos católicos. Como el papa Pablo VI lo expresó: “El evangelismo no es para ningún individuo un acto aislado. Es un acto profundamente eclesial. Cuando el más ignorado predicador, en la tierra más distante predica el evangelio, reúne a su pequeña comunidad o administra los sacramentos, incluso solo, está realizando un acto eclesial, y su acción está ciertamente ligada a la actividad evangelística de la iglesia entera”.
Sexta, nuestra definición hace perfectamente claro que el evangelismo pone a prueba la decisión. No es suficiente oír al predicador del Evangelio y ser movidos por las cualidades de la vida cristiana. Las personas tienen que decidir si doblar o no la rodilla ante Jesús como su Rey y Señor. La decisión puede ser progresiva o instantánea: esto no es lo importante. Puede ser implícito si la persona ha crecido y se ha nutrido desde su niñez en un hogar y en una comunidad cristianos, o puede ser muy explícito. En cualquier caso debe hacerse. No importa si recuerdo o no el día en que me entregué. Lo que importa es si estoy o no dispuesto a establecer una relación de dedicación y obediencia a él ahora. La enseñanza de Jesús y los apóstoles, la predicación evangelística de los cristianos a través de los siglos, siempre ha tenido este elemento desafiante. Hay dos formas en que un hombre puede viajar. Dos fundamentos en los cuales puede descansar una vida. Hay dos estados, la luz y las tinieblas, en los cuales podemos morar. Dos y no más. Hay una elección que no podemos evadir. De hecho, no decidir es decidir. Y esa decisión conlleva implicaciones inmensamente importantes y de largo alcance. ¿Pondremos o no nuestra confianza en Dios a través de Cristo? ¿Lo aceptaremos o no como nuestro Salvador? Debemos elegir.
Finalmente, la definición que Temple adoptó afirma el importante punto que dice que el verdadero evangelismo se resuelve en el discipulado. No es simplemente cuestión de anunciar las buenas nuevas, o lograr decisiones a favor de Cristo, haciendo que levanten las manos, o mediante un acto de dedicación. El objetivo en evangelismo no es ni más ni menos que cumplir La Gran Comisión y hacer discípulos de Jesucristo. Un discípulo es un aprendiz. Y el evangelismo que es auténtico termina en una vida que es cambiada, cuya dirección se invierte para ir por el camino de Cristo. Habrá muchas caídas, por supuesto, pero la dirección es lo que cuenta. Y la dirección del cristiano debe seguir el camino de Cristo y buscar servirle como nuestro Rey en la confraternidad de hermanos y hermanas cristianos de la iglesia. El negocio del evangelista no es simplemente buscar decisiones, por importante que sea este elemento, como efectivamente lo es. Su trabajo es hacer discípulos, no para sí mismo, su iglesia, o su organización; su trabajo es hacer discípulos para Jesucristo.
Eso, y sólo, es evangelismo. Y los cristianos primitivos siempre lo hicieron: en los establecimientos y en las calles, en las lavanderías y a la orilla del mar. En muchas partes del mundo, especialmente en África, Asia y Latinoamérica, todavía lo hacen. Pero en la mayor parte de Europa y Norteamérica no hacemos de buen grado el evangelismo directo, cálido y entusiasta. ¿Hasta cuándo será así?