Al escribir su primera epístola a los cristianos de Tesalónica, el apóstol Pablo comienza diciendo: “Pablo, Silvano y Timoteo, a la iglesia de los tesalonicenses en Dios Padre y en el Señor Jesucristo: Gracia y paz sean a vosotros” (1 Tes. 1:1). Pablo se está dirigiendo a la iglesia. La palabra “iglesia” es la traducción del término griego ekklesía, cuyo significado literal es “los que fueron llamados a salir”.
La iglesia está integrada por hombres y mujeres que un día aceptaron el llamado a salir de la mundanalidad. El Señor forma su iglesia con un llamado. Él es un Dios que llama. Constantemente. Todo el tiempo. Con insistencia. La Biblia es un libro de llamados. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis encontramos a Dios, que busca al ser humano. En el jardín del Edén, después de la caída de Adán y Eva, el Señor aparece haciendo un llamado: “Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿dónde estás tú?” (Gén. 3:9). Más tarde, llamó a Abraham: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Gén. 12:1). El Antiguo Testamento está colmado de llamados; incluso el último libro de esa sección bíblica contiene un solemne llamado divino: “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros” (Mal. 3:7).
En el Nuevo Testamento, el mismo Señor Jesucristo dice, en el Evangelio de Mateo: “Venid a mí todos lo que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (11:28). Finalmente, el libro del Apocalipsis registra esta invitación: “Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (22:17).
¿Por qué llama Dios? Por causa de la libertad con que nos dotó. El Señor Jesucristo no desea que nadie responda por la fuerza. Si alguien desea formar parte de la iglesia del Señor, debe tomar una decisión. Juan 3:16 afirma que Jesús murió en la cruz “para que todo aquél que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. No todos responden; sólo los que creen, los que deciden. Aquí encontramos nuevamente el tema de la libertad. Por eso, Dios dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apoc. 3:20).
Por eso, la predicación nunca debe terminar sin un llamado o una invitación. Si Dios no sólo presenta su verdad sino que llama, si la Biblia no es una mera exposición del mensaje sino un llamado, el predicador fiel no puede conformarse con la sola explicación de un texto bíblico, su exposición o una disertación acerca de él: necesita concluir el sermón con una invitación a la gente para comprometerse con el mensaje. Cuando aconsejaba al joven pastor Timoteo, Pablo afirmó: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos que prediques la palabra, que instes a tiempo y fuera de tiempo” (2 Tim. 4:1, 2).
La misión es solemne. Los diccionarios definen el vocablo “instar” como “repetir la petición, porfiar, insistir”. La diferencia que hay entre un discurso y un sermón es que el primero tiene como objetivo la exposición de un tema, mientras que el propósito del segundo es convencer a la gente para que se comprometa con el mensaje. El predicador fiel nunca podrá terminar su sermón con afirmaciones tales como éstas: “Éste es mi deseo y mi oración”, o “Que Dios los bendiga”: necesita llamar, invitar, insistir y esperar a que la gente se comprometa.
En cierto sentido, el predicador es semejante al colportor. ¿Qué sucedería si, después de una excelente presentación, el colportor se limitara a decirle al cliente: “¿Entendió?” O dijera: “Deseo que Dios lo bendiga”. ¡Así no funciona este asunto! El propósito de todos los pasos que da el colportor previamente es conseguir que el cliente compre el libro. Sin un pedido de compra, la excelente presentación fue sólo una pérdida de tiempo. De la misma manera, el pastor nunca debe bajar del púlpito sin la seguridad de que sus oyentes se comprometieron con el mensaje que presentó.
En el púlpito, usted, pastor, es la voz de Dios. No es Dios ni un semidiós; es la voz de Dios. Es el instrumento que, en ese momento, el Señor está usando para llegar al corazón de la gente. No se olvide de esto cuando predique su próximo sermón.
Sobre el autor: Secretario de la Asociación Ministerial de la División Sudamericana.