“Mucha gente me dice que una vieja amiga está muriendo. Creen que ya es tiempo. Después de todo, le faltan sólo 60 años para llegar a los dos mil”.
Así comienza William Hadden un sermón sobre la iglesia reproducido en la revista Pulpit Digest (enero de 1971, págs. 27, 28). “Nació en Jerusalén —dice el escritor—. Sus primeros años fueron dolorosos; a veces estuvo al borde de la muerte. Su vida fue salvada vez tras vez por la sangre de sus amigos”. Relata luego la historia de la Edad Media, sus peripecias y enfermedades hasta llegar a nuestros días. “Según la opinión de muchos, ella está gravemente enferma hoy. Sus enfermedades mayores son el secularismo y las doctrinas ‘Dios ha muerto’ y ‘la iglesia ha muerto’. Está tan cercana de la muerte que ya hay que hacer planes para sus funerales”. Esta es la conclusión que sacan muchos al examinarla —agrega el predicador.
No es ésta una opinión aislada. Está en la mente de muchos teólogos y dirigentes cristianos. En el Sínodo General de la Iglesia Anglicana del Canadá, realizado en 1969, el obispo Ralph Dean declaró: “No estoy seguro de creer más en la iglesia, aunque sigo creyendo en el cuerpo místico de Cristo. Le doy a la iglesia como estructura —y no estoy hablando solamente de la Iglesia Anglicana del Canadá— diez años más de v da” (Ibid.). “Es ya demasiado tarde”, concluye diciendo el obispo, pensando en la posible rehabilitación de la iglesia.
Es cierto. Para algunos parece que tal vez ya sea demasiado tarde. La religión tradicional se está haciendo pedazos. Muchos seminarios protestantes y católicos se están cerrando. Las luchas intestinas están dividiendo y subdividiendo iglesias. El desánimo y la deserción subsiguientes están separando del sacerdocio y del pastorado a centenares de hombres que habían hecho del ministerio la obra de sus vidas. La negación de las verdades básicas del Evangelio —catalogadas como simples minando los cimientos de las estructuras otrora fuertes. Babilonia ha bebido de “cisternas rotas”, ha bebido “el vino de su fornicación”, y ahora, enferma de muerte, se desmorona.
Pueden, sin embargo, caer las estructuras, pero el Evangelio eterno, jamás. Es imposible pensar en el funeral del Evangelio, de la iglesia como el pueblo escogido de Dios. Ella no ha muerto, ni puede morir.
La palabra inspirada nos habla de una lluvia del Espíritu Santo que hará de la verdadera iglesia, en los postreros tiempos, una potencia mayor aún que la iglesia apostólica. Para nosotros como adventistas, los acontecimientos más gloriosos están en el futuro. Se ha prometido un despertar mayor que el de Pentecostés o el de 1844. Que otros cierren sus puertas, nosotros debemos ensanchar el sitio de nuestras tiendas y reforzar las estacas (Isa. 54:2), ya que muy pronto “miles se convertirán en un día” (El Ministerio de la Bondad, pág. 106). Y ese milagro ya se está realizando.
Al recorrer los más ocultos rincones de Sudamérica y encontrar allí congregaciones adventistas, elevamos nuestra voz en agradecimiento a Dios por el milagro que presenciamos. Al escribir estas líneas estamos en la Unión Norte Brasileña, en Belén, en la desembocadura del Amazonas. Al navegar en la lancha Luzeiro IV, un compañero de viaje mirando hacia donde señalaba la proa de la embarcación dijo, extendiendo el brazo: “En esta dirección este país tiene más de 3.000 km de selvas”. Al escucharlo pensamos: más allá de las fronteras la selva continúa. Esparcidos aquí y allá a lo largo del laberinto formado por tantos ríos, hay aviones y lanchas que llevan a cada poblador el mensaje de la hora: hay decenas y centenares de iglesias con miles de creyentes que esperan confiados el regreso de Jesús.
Pero más allá de las selvas están aún el altiplano, los Andes, los valles costeros, las pampas y las selvas de cemento. En cada lugar hay creyentes que oran y trabajan por el triunfo de la verdad del Evangelio eterno. En todos esos centros hay acción, vigor, fe, vida.
Hace dos días 140 jóvenes y señoritas adventistas, estudiantes universitarios de la zona en que estamos ahora, reunidos en un congreso, tomaron un voto que reza así: “Nosotros, estudiantes universitarios, renovamos nuestra fe en el mensaje adventista y nos consagramos a una tarea unida con la iglesia en la conclusión de la proclamación del Evangelio”.
Un evangelista nos escribió una carta hace poco contándonos de las maravillas que Dios estaba haciendo en la ciudad en la que estaba en ese momento dirigiendo una campaña de evangelización. Las satisfacciones eran tan grandes que en la noche no podía dormir de alegría. ¡Insomnio causado por la alegría de la victoria! Gracias a Dios que no era el insomnio provocado por la muerte de la iglesia. Otro evangelista nos decía: “Había pensado tener una sola campaña grande por año pero he decidido conducir dos”. Aquel hombre pasa de seis a siete meses por año lejos de su familia, pero todo lo sufre, sabiendo que es la hora de la vida y no de la muerte de la iglesia.
Hoy realizamos un maravilloso viaje cuyo recuerdo perdurará por mucho tiempo. El hidroavión misionero nos condujo por sobre el grandioso Amazonas, convertido ahora en un verdadero mar por la desusada crecida. El panorama era grandioso. Pero lo que más nos impresionó fue ver aquellos templos y capillas, en el mismo corazón de la selva, monumentos a la vida de la iglesia. Pero más que nada quedaron indeleblemente marcados los centenares de pañuelos blancos que de todas las casas adventistas saludaban el paso de “su avión”, que prácticamente tocaba los techos y los árboles.
Y qué diremos de los centenares de obreros anónimos que en grandes ciudades, o en villorrios o aldeas; viajando en aviones, automóviles o cabalgaduras; predicando en grandes templos, carpas, casas o chozas, llevan almas a Cristo, abren nuevos frentes en lugares donde el mensaje no ha entrado aún. Héroes o heroínas que saben que la iglesia no debe morir, no puede morir, pues es éste “el día de tu poder” (Sal. 110:3).
Ahora está 1972 por delante. El comienzo del año es una época de vacaciones merecidas para todo aquel que ha trabajado intensamente. Es cuando se respira profundo, se revisan las armas del combate y se planea la nueva estrategia para la nueva avanzada. Es el momento de la evaluación de lo hecho en el período precedente para aprender las lecciones que sus 365 días nos han enseñado. 1972 debe ser el año de la COSECHA UNIDA. UN AÑO DE VIDA Y ACCION.
¿Qué significa esto? Primeramente, es el AÑO DE LA COSECHA. Hemos sembrado con profusión. Si bien es cierto que mucha semilla cayó entre espinas o en los pedregales, también es cierto que parte ha caído en buena tierra. De ella, hemos cosechado mucho fruto. Pero debemos reconocer que parte ha quedado en el campo, el viento lo ha tumbado, o ha sido llevado por otras manos. Debemos cosechar los frutos de lo sembrado y hacerlo a tiempo. Lo que hemos logrado hasta ahora no está en relación con la inversión y la siembra profusa que hemos realizado.
En segundo lugar, debemos cosechar UNIDOS. Hemos hablado durante años de la diversidad de planes tal vez antagónicos emanados de todos los departamentos y de todos los organismos de la iglesia. Conocemos la desorientación que esos planes producen al final de la línea —el pastor de la iglesia— cuando él ve que al realizar lo que un plan recomienda, tal vez frene lo que otro promete. Y que antes de que ése produzca frutos, ya el calendario denominacional le ha puesto encima uno más que debe realizar, si quiere ser un obrero colaborador y disciplinado. Sin embargo, poco hemos hecho para sincronizar todos los planes en uno solo, dinámico, unificado en el que cada ramo de la obra tenga su participación, colaborando en el logro de un todo final, de la misma manera como el albañil, el electricista, el carpintero, el pintor, se unen al arquitecto, al dibujante y al calculista para que el edificio crezca. En una obra bien hecha, el carpintero no deshace lo del pintor, ni éste lo del electricista: todos trabajan en armonía y colaboración.
La Hna. White dijo una vez que “no podía considerar la voz de Dios la de la Asociación General representada por estos pocos hombres” (Joyas de los Testimonios, tomo 3, pág. 408). Esta declaración ha sido usada muchísimas veces fuera de su contexto. ¿Por qué lo dijo ella? Analizando las circunstancias en las cuales el Congreso de 1901 se desarrolló, lo entendemos. Había seis juntas autónomas en la obra, con planes y métodos propios trabajando separadamente, todas como parte del movimiento adventista. La Asociación General era una de las seis, pequeña, aislada, sin mayor autoridad. No era entonces la representación de todos los intereses de la obra. La Hna. White abogó por una “reorganización y una reforma”. La reorganización fue realizada en aquel histórico congreso de Battle Creek en 1901.
Ahora no necesitamos “empezar desde los cimientos” como ella dijo era la necesidad de aquel tiempo. Los cimientos ya están firmes, sólo se necesita aunar toda nuestra planificación y “cosechar unidos”. ¿Habrá llegado el momento histórico para Sudamérica? Esperamos que sí.
La iglesia no está muerta, está viva. Y su vida debe ser tal que los fieles que aún están en la Babilonia que cae, salgan de ella para formar “un rebaño, y un pastor”. Este es el momento. Gracias a Dios.