Un informe psiquiátrico muestra mediante el examen de 70.000 personas, que los que tienen convicciones religiosas poseen personalidades mejor integradas. Necesitamos fe en Jesús para que nos ayude a estar “quedos” y conocer que él es Dios. Como obreros de Dios debemos recordar personalmente, y ayudar a recordar a nuestra congregación, que no podemos tener fe cuando la necesitamos a menos que la poseamos antes de que surja la necesidad. Y tiene importancia vital que comprendamos plenamente lo que significa estar “quietos” y esperar en el Señor.
Una de las lecciones más difíciles de aprender en la vida es el arte de estar quietos en tiempo de dificultades. La naturaleza humana se rebela contra las palabras “estad quietos”. Nos gusta hablar, queremos que se nos escuche, queremos que otros nos tomen en cuenta. Nos sentimos insulta dos si se nos dice que estemos quietos. Pero el silencio nos ayuda a comprender mejor a Dios y a conocerlo.
Las palabras “estad quietos” significan literalmente “desistid”, “dejad de hacer”, “dejaos estar”. ¿Por qué? La respuesta la dan las palabras que siguen: “Yo soy Dios”.
El análisis de nuestro pasaje de Salmo 46:10: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”, nos revela que habla de algo más que de la quietud; también propone la idea de que debemos despojarnos de las tensiones inducidas por el diario vivir.
Dios quiere que sus hijos disfruten de la tranquilidad que se encuentra únicamente en su presencia. Le preguntó a Job: “Si diere reposo, ¿quién inquietará? (Job 34:29).
No hay nada tan destructivo y perjudicial para la espiritualidad como la preocupación y el temor. Una de las señales más notables de grandeza es la serenidad frente a las tribulaciones, pruebas y reveses de la vida. Con frecuencia las desgracias ocurren porque no sabemos vivir serenamente ni estar quietos en el momento debido.
La paz perfecta es un atributo del cielo
¡Qué lecciones podemos aprender, como obreros, de nuestro Maestro! La serenidad de Jesús confundía a sus enemigos. La serenidad del alma es la prueba crucial de la vida. Las palabras: “Si él diere reposo” indican que no podemos lograr la paz del alma mediante nuestro propio esfuerzo, porque es un don de Dios. El da la tranquilidad íntima. Todas las dificultades que otros puedan ocasionarnos son externas. No pueden destruir nuestra serenidad íntima cuando Cristo mora adentro. Tenemos la promesa: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (Isa. 26:3). Leemos:
“La paz interior y una conciencia libre de ofensa contra Dios avivarán y vigorizarán el intelecto como rocío que cae sobre las plantas tiernas. Entonces la voluntad es correctamente gobernada, tiene mayor poder de decisión, y sin embargo está libre de perversidad. Las meditaciones son placenteras porque están santificadas. La serenidad de mente bendecirá a todos los que se relacionan con quienes la poseen. Esta paz y calma, con el tiempo, se harán naturales y reflejarán sus preciosos rayos sobre los que rodean a sus poseedores, y volverán sobre ellos mismos. Cuanto más probéis esta paz celestial y quietud de mente, tanto más aumentarán. Es un placer animado y viviente, que no arroja las energías morales en el estupor, sino que las despierta para que realicen una mayor actividad. La paz perfecta es un atributo del cielo que los ángeles poseen” (Testimonies, tomo 2, pág. 327).
Jesús les dice a sus ministros de hoy: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Juan 14:27). La paz y la quietud son dos aliados. La paz de Dios en el alma produce quietud. Debemos conocer por experiencia la senda de escape del desasosiego y el tumulto mundanos: se encuentra en la paz que sólo Cristo puede dar. Aunque no se puede escapar de las incertidumbres de la vida, gracias a Dios que es posible relajar las tensiones íntimas cuando el Príncipe de Paz reina supremo en nuestras vidas.
Como obreros en la causa de Dios haríamos bien en volver a estudiar los salmos, porque están repletos de promesas admirables. Muchos fueron escritos, como bien sabemos, en momentos de aflicción y peligro. Escuchémosle decir a David: “En Dios solamente está acallada mi alma; de él viene mi salvación” (Sal. 62:1). Cuando enfrentamos problemas serios que producen aflicción y preocupación, leamos estas palabras del perseguido rey de Israel: “Pacientemente esperé a Jehová, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor” (Sal. 40:1). El estudio de este pasaje puede producir un cambio admirable en nuestra vida. En él encontramos paz y serenidad para el corazón confundido y atribulado.
Jesús dijo: “Mi paz os doy”, y nos aseguró que su paz será nuestra posesión personal y que es muy diferente de la que ofrece el mundo. La paz del mundo se desvanece ante el pecado y la aflicción. Solamente Cristo puede decir: “Tus pecados te son perdonados”. El proporciona gozo en lugar de tristeza, y el resultado es paz mental y serenidad frente a la vida.
Alguien ha dicho: “El secreto de la serenidad consiste en volver la corriente del ser hacia Dios, porque entonces se convierte en un mar en calma”. Si analizamos estas palabras podemos encontrar algunas sugerencias útiles. Notemos que el secreto de la quietud del alma radica en “volver la corriente del ser hacia Dios”. ¿Qué hace esto por nosotros? La respuesta es clara: la corriente “se convierte en un mar en calma”. Debemos apoyarnos en Dios.
David aprendió este secreto, y le dijo a su propia alma: “En Dios solamente está acallada mi alma”. El Señor se disgusta cuando vivimos afligidos de corazón día tras día. Debemos saber que no hay paz o quietud lejos de Cristo. Dios dice: “No hay paz… para los impíos” (Isa. 57:21). Algunos buscan paz en los placeres del mundo, pero no tardan en saber, para tristeza suya, que “no conocieron camino de paz” (Isa. 59:8).
Otros procuran hallar paz en la justicia propia, que no es más que “trapos de inmundicia”. Únicamente cuando sometemos todos nuestros negocios a la voluntad de Dios podemos apreciar estas palabras: “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”.
La gracia de Dios es como el rocío
El rocío que riega las flores y el césped durante la quietud de la noche, no se forma cuando hay viento o tormenta. Así también el rocío de la gracia de Dios se derrama sobre las almas cuando están serenas y confían en él. Si nuestros corazones han de llenarse de gozo y paz debemos permanecer quietos. “Los grandes acontecimientos en la naturaleza y en la gracia son los más silenciosos e imperceptibles. El arroyo poco profundo suena a su paso y todos lo oyen; pero la llegada de las estaciones es silenciosa e invisible. La tormenta ruge y alarma, pero su furia pronto cesa, y sus efectos son parciales y no tardan en ser remediados; pero el rocío, aunque se forma suavemente y sin ruido, es abundantísimo, y es la vida para grandes porciones de terreno. Y éstos son símbolos de la manera como obra la gracia en la iglesia y el corazón” (The New Dictionary of Thoughts, pág. 518; ed. 1955).
La experiencia de Israel junto al Mar Rojo enseña la importancia de prestar atención a las palabras: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”. Cuando los israelitas salieron de Egipto, fueron perseguidos por los egipcios, y éstos casi los alcanzaron junto al Mar Rojo. Al ver acercarse cada vez más a sus enemigos, culparon furiosamente a Moisés de haberlos puesto en una situación tan desesperada. Dijeron airadamente: “¿No había sepulcros en Egipto, que nos has sacado para que muramos en el desierto? ¿Por qué has hecho así con nosotros, que nos has sacado de Egipto? ¿No es esto lo que te hablamos en Egipto, diciendo: ¿Déjanos servir a los egipcios? Porque mejor nos fuera servir a los egipcios, que morir nosotros en el desierto” (Éxo. 14:11, 12).
Leamos la respuesta de Moisés a sus airadas acusaciones: “No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis. Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (vers. 13, 14).
Dios realizó un gran milagro dividiendo el mar y permitiendo que su pueblo pasara sobre la tierra seca. ¿Y qué sucedió a los enemigos perseguidores del pueblo de Dios? El relato dice: “Y volvieron las aguas, y cubrieron los carros y la caballería, y todo el ejército de Faraón que había entrado tras ellos en el mar; no quedó de ellos ni uno” (vers. 28).
Después de esta liberación maravillosa, “el pueblo temió a Jehová, y creyeron a Jehová y a Moisés su siervo” (vers. 31). Cuánto mejor habría sido si hubieran tenido tanta fe en Dios y su liberación como para permanecer quietos, sin enojarse, esperando su salvación.
Esta experiencia debería impresionarnos con la verdad y belleza de la promesa de Salmo 107:29, 30: “Cambia la tempestad en sosiego… y así los guía al puerto que deseaban”. Encontramos además este hermoso pensamiento: “Luego se alegran, porque se apaciguaron” (vers. 30). La alegría del corazón no se produce por el mucho hablar sino por esperar sosegadamente en Dios, que él haga su voluntad en nuestras vidas. Cuando las aguas de la aflicción, la adversidad y el pecado rujan a nuestro alrededor, y nuestro atribulado corazón esté a punto de aniquilarse, pongamos nuestra mano en la mano de Dios y escuchemos tranquilamente estas palabras: “Jehová en las alturas es más poderoso que el estruendo de las muchas aguas” (Sal. 93:3, 4).
Cuando prediquemos a nuestras congregaciones, asegurémosles que tenemos un Piloto seguro que nos conducirá a salvo al hogar celestial, a pesar de las tormentas que se levanten. “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”.
Sobre el autor: Vicepresidente de la Asociación General.