El verdadero espíritu misionero es el espíritu de Cristo. El Redentor del mundo fue el gran modelo misionero. Muchos de los que lo siguen han trabajado fervorosa y abnegadamente en la causa de la salvación de los seres humanos; pero no ha habido hombre cuya labor pueda compararse con la abnegación, el sacrificio y la benevolencia de nuestro Dechado.

    El amor que Cristo manifestó por nosotros es sin parangón. ¡Con cuánto fervor trabajó él! Con cuánta frecuencia estaba solo orando fervientemente, sobre la ladera de la montaña o en el retraimiento del huerto, exhalando sus súplicas con lloro y lágrimas. ¡Con cuánta perseverancia insistió en sus peticiones en favor de los pecadores! Aun en la Cruz se olvidó de sus propios sufrimientos en su profundo amor por aquellos a quienes vino a salvar. ¡Cuán frío es nuestro amor, cuán débil nuestro interés, cuando se comparan con el amor y el interés manifestados por nuestro Salvador! Jesús se dio a sí mismo para redimir nuestra especie; y sin embargo, cuán fácilmente nos excusamos de dar a Jesús todo lo que tenemos. Nuestro Salvador se sometió a trabajos cansadores, ignominia y sufrimiento. Fue repelido, escarnecido, vilipendiado, mientras se dedicaba a la gran obra que había venido a hacer en la Tierra.

    ¿Preguntan, hermanos y hermanas, qué modelo copiaremos? No les indico a hombres grandes y buenos, sino al Redentor del mundo. Si quieren tener el verdadero espíritu misionero, deben ser dominados por el amor de Cristo; deben mirar al Autor y Consumador de nuestra fe, estudiar su carácter, cultivar su espíritu de mansedumbre y humildad y andar en sus pisadas.

    Muchos suponen que el espíritu misionero y las cualidades para el trabajo misionero constituyen un don especial que se otorga a los ministros y a unos pocos miembros de iglesia, y que todos los demás serán meros espectadores. Nunca ha habido mayor error. Todo verdadero cristiano debe poseer un espíritu misionero, porque ser cristiano es ser como Cristo. Nadie vive para sí, “y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de él” (Rom. 8:9). Todo el que haya gustado las potestades del mundo venidero, sea joven o anciano, sabio o ignorante, será movido por el Espíritu que animaba a Cristo. El primer impulso del corazón renovado consiste en traer a otros también al Salvador. Quienes no poseen ese deseo dan muestras de que han perdido su primer amor; deben examinar detenidamente su propio corazón a la luz de la Palabra de Dios y buscar fervientemente un nuevo bautismo del Espíritu; deben orar por una comprensión más profunda de ese admirable amor que Jesús manifestó por nosotros, al dejar el Reino de gloria y venir a un mundo caído para salvar a los que perecían.

    En la viña del Señor hay trabajo para cada uno de nosotros. No debemos buscar la posición que nos dé los mayores goces o la mayor ganancia. La verdadera religión está exenta de egoísmo. El espíritu misionero es un espíritu de sacrificio personal. Hemos de trabajar dondequiera y en todas partes al máximo de nuestra capacidad, para la causa de nuestro Maestro.

    Tan pronto como una persona se ha convertido realmente a la verdad, brota en su corazón un ardiente deseo de ir y hablar a algún amigo o vecino acerca de la preciosa luz que resplandece en las páginas sagradas. En esta labor abnegada de salvar a otros, es una epístola viva, conocida y leída de todos los hombres. Su vida demuestra que se convirtió a Cristo, y llegó a ser colaborador con él. […]

    Hemos de servir bajo nuestro gran Caudillo, arrostrar toda influencia contraria, trabajar juntamente con Dios. La obra que nos ha sido asignada consiste en sembrar la semilla del evangelio junto a todas las aguas. En esta obra, cada uno puede desempeñar una parte. La múltiple gracia de Cristo impartida a nosotros nos constituye en mayordomos de talentos que debemos acrecentar dándolos a los banqueros, a fin de que cuando el Maestro los pida, pueda recibir lo suyo con creces.