Resumen de uno de los temas presentados en el Segundo congreso de medicina preventiva, que se llevó a cabo en el Sanatorio Adventista del Plata.

El profesor Fred O. Henker,[1]de la Universidad de Arkansas, relata el caso de una paciente de 49 años, casada y madre de dos adolescentes. Había recibido una implantación de válvula mitral a los 47 años y evolucionó normalmente durante un año, hasta que empezó a mostrar signos crecientes de descompensación cardíaca. Se decidió hacer un nuevo reemplazo. Cuando estaba internada para ser intervenida quirúrgicamente dio evidentes muestras de pesimismo. Sus hijos eran muy indiferentes y le hacían sentir que estaba de más. Su esposo cada vez se ponía más impaciente con ella. La paciente hizo algunos comentarios como: “Esto no va a servir para nada”, “Tengo la sensación de que no voy a pasar este trance’, “Estoy pronta para irme”. La operación fue un éxito. Se tomaron todas las precauciones para lograr un buen nivel de recuperación postoperatorio, sin embargo, al segundo día de ser intervenida sufrió el efecto de una falla cardíaca y falleció. Se habían utilizado todos los recursos disponibles —termina diciendo Henker—, excepto uno, “la esperanza de parte del paciente’’.

Seguramente, la casuística de cualquiera que asiste a pacientes quirúrgicos o en situaciones de alto riesgo, encontrará anécdotas análogas con harta frecuencia. La bibliografía especializada ha puesto de manifiesto, hace varias décadas, la importancia etiopato  génica de la desesperanza a la que Gabriel Marcel llamó la “voluntad de deserción” y que Engel[2] ha descrito como “síndrome de renuncia”, sentimientos de desamparo y renuncia, impotencia, imposibilidad de recibir ayuda, pérdida de confianza en las relaciones interpersonales, vivencia de ruptura de continuidad biográfica, refugio y aferramiento al pasado con pérdida de proyectos para el futuro.

La desesperanza ha sido identificada como una de las características de la depresión,[3]de la esquizofrenia,[4] del alcoholismo,[5]de las conductas antisociales,[6] y de otros cuadros psicopatológicos. A la desesperanza también se la describe entre los factores psicosociales implicados en la etiología de las enfermedades infecciosas, cardiovasculares y neoplásicas. Asociada a los factores de estrés ha sido tratada en numerosos estudios que parten de la hipótesis común de que los estímulos emocionales producen una disminución de las defensas del organismo facilitando, de este modo, la aparición de las enfermedades infecciosas. Greene[7] encontró relaciones entre el estrés y la citotoxicidad de los linfocitos; Jacobs observó que las crisis emocionales aumentaban las infecciones respiratorias;[8] Bartrop, entre otros autores, demostró que la aflicción y el duelo disminuyen la capacidad de respuesta de los linfocitos T y las células NK (natural killers cell) Un reciente estudio realizado por Nancy T. Blaney de la Universidad de Miami a un grupo de homosexuales infectados con el virus del SIDA, descubrió que los que exhibían un alto nivel de inmunoglobulina y anticuerpos —indicadores de mayor infección— eran los que se retraían, resignaban, deprimían y perdían la esperanza. Por el contrario, las personalidades aguerridas, luchadoras, que enfrentaban los problemas, tenían una mejor respuesta de las killercells[9] y de actividad de los linfocitos. [10]“Dentro de la población general, los individuos destinados a sufrir infarto de miocardio poseen un carácter más obsesivo y pesimista”.[11]Por su parte, B. Boskis informa que “la aparición de isquemia silente inducida por estrés mental es un hecho concluyente”.[12]

Con relación a las enfermedades del cáncer se han observado dos rasgos de personalidad asociados a una mayor incidencia oncológica: a) la incapacidad para manifestar los sentimientos o represión emocional, y b) la tendencia pesimista, impotente o desesperanza frente a los problemas inevitables de la vida.[13]Schmale informa que en el caso de 68 mujeres con cáncer de útero, la desesperanza, la depresión y la ausencia de un proyecto existencia fueron y son “condiciones permisivas que favorecen la evolución neoplástica”.[14]Otros estudios indican que cuanto más disminuye la esperanza, más rápidamente se extienden las metástasis.[15]

Al considerar la esperanza como factor de salud, también encontramos una vasta bibliografía en el campo clínico, experimental y de laboratorio que la asocian a los procesos de curación y de promoción del bienestar psicofísico. Desde los trabajos pioneros de Plügge en enfermos graves,[16] a los estudios en pacientes terminales de E. Kübler-Ross y la legión de continuadores,[17] se ha destacado “la esperanza de recuperar la salud —como dice P. Krauss— (como un) apoyo interno fundamental y un importante catalizador del proceso de curación”.[18]

Otros autores postulan la significación terapéutica de la esperanza.[19] Varios informes han comentado la incidencia que tiene en los pacientes quirúrgicos variables como la motivación, el significado, las expectativas y la esperanza en la evolución postoperatoria (especialmente en las cirugías cardíacas,[20] las renales,[21] las plásticas[22] y las odontológica[23]).

El profesor T. Hackett, de la Universidad Harvard, afirma que los pacientes de enfermedades coronarias sobreviven al infarto en mayor número cuando asumen una actitud de confianza en el futuro.[24]En una investigación sobre 22 pacientes con “regresión espontánea” de cáncer, se observaron tres características básicas: a) aceptaron la enfermedad y decidieron luchar sin claudicar, b) continuaron la vida normalmente después del episodio agudo, y c) desarrollaron cogniciones de confianza en la curación y nunca perdieron la esperanza de recuperarse.[25]

El Dr. A. Obayuwana asegura que la esperanza “es el principal recurso humano para soportar el estrés” que convierte al organismo en menos vulnerable a las situaciones de riesgo. Este autor, creador del test de la esperanza (The Hope Index Scale),[26] comunica una investigación realizada en 185 mujeres embarazadas estudiadas durante tres años, al concurrir a la primera visita de control. Les aplicó el test de la esperanza y según el grado de esperanza exhibido en el puntaje, las clasificó en dos grupos extremos. Quienes obtuvieron un alto nivel de esperanza lograron los puntajes más bajos de morbilidad neonatal y maternal, es decir, fueron partos normales con niños sanos. En cambio, de las embarazadas con bajo puntaje de esperanza (16 casos), 13 tuvieron una mayor estadía en el hospital, un alto grado de infecciones y cesáreas, atrasos o adelantos considerables en el parto, estados depresivos posteriores al parto y hasta se registró un caso de muerte en útero.[27]

Dice el Dr. S. Breznitz: “En nuestros estudios hemos encontrado dos hormonas —el cortisol y la prolactina— muy sensibles a la actitud de la esperanza. Aunque todavía no conocemos los vínculos precisos, las pruebas indican que hay una firme relación entre esas sustancias neuroquímicas y el sistema inmunológico”[28]. El apasionante campo de la psiconeuroinmunología es una disciplina nueva y en permanente expansión. Recientemente, Locke recopiló cerca de 1.500 referencias sobre el tema.[29]

Esperanza y estilo de vida

Definimos la esperanza como una actitud vital, un modelo disposicional de comportamiento de carácter prospectivo, una orientación de sentido que evalúa el porvenir y las diversas situaciones, esperando siempre lo mejor. Este concepto involucra cuatro componentes esenciales: el cognitivo, el afectivo, el activo y el axiológico. Es un sistema de cogniciones que tiene como común denominador expectativas positivas acerca de sí mismo y del propio futuro. Emocionalmente la esperanza produce un sentimiento de consuelo, de tranquilidad, de seguridad y de confianza. Conductualmente influye en las relaciones interpersonales gestando un diálogo más espontáneo, sincero y colaborador. Favorece la comunicación médico-paciente. Y espiritualmente, la esperanza es la expresión de fe en la vida, de solvencia absoluta, de crédito en lo porvenir. Tiene un carácter trascendente. Mira confiadamente hacia adelante, sobre la base de un contenido de promesas adjudicadas al Dios Todopoderoso. En esa creencia se afirma, precisamente, que Dios hará lo mejor para nuestro beneficio. Por eso ayuda a sobrellevar el sufrimiento, el dolor y la muerte misma; su fuerza trasciende el fin último de la vida terrena.

Considerando que la esperanza es una configuración globalizadora de percepciones, emociones y voliciones, además de construir un modelo del mundo y de sí mismo, posee condiciones privilegiadas para definir y construir un “estilo de vida sano”.

En este sentido traemos aquellas ideas de Erich Fromm, quien presenta dos orientaciones existenciales fundamentales y fundamentadoras, es decir, dos estilos de vida básicos: el síndrome de decadencia y el síndrome de crecimiento.[30] El primero es necrofílico, narcisista, simbiótico y está dominado por la regresión. El síndrome de crecimiento que apunta hacia el polo de salud es, por el contrario, biofllico, vehículo del desarrollo, de la independencia, de la libertad y del amor. Se encuentra regido por la progresión; nosotros diríamos por la esperanza. En síntesis, son los caminos de la vida y de la muerte, que con profética solemnidad propusiera hace más de tres milenios el patriarca Moisés,[31] es la dirección del que mira hacia atrás y el que se proyecta al mañana, el sendero que recorren los súbditos de la resignación y la “senda de los justos” —como dice la Biblia— que va en aumento y que es iluminada por las promesas de Dios.

Apreciados colegas, creo que como operadores sanitarios en los distintos niveles y áreas de trabajo que ocupamos, es nuestra función evaluar, conservar, fomentar y optimizar las fuerzas de la esperanza de nuestros pacientes. Estimo que, de esta manera, estaremos actuando en los tres niveles de la prevención y promoviendo este estilo de vida sano que mira con fe hacia un mañana mejor.

Sobre el autor: Mario Pereyra es el psicólogo clínico del Sanatorio Adventista del Plata.


Referencias

[1]  F. Henker, “Hope and Recovery from Surgical III-ness”, Comprehensive Therapy 1985, vol. 11 (11): 11-15

[2] G. L. Engel, “A Life Setting Conductive to illness: The Giver up-giving-up Complex”, Bull. Menn. Clin. 1968, vol. 32: 355-365.

[3] A. T. Beck, “Thinking and depression”, Archives of General Psychiatry, 1963, vol. 9: 324-333

[4] R. d. Laing y otros, “Sanity, Madness and Family”, vol. 1, Families of Schizophrenics (Nueva York, Basic Books, 1965).

[5] R. G. Smart, “Future Time Perspective in Alcoholic and Social Drinkers”, Journal of Abnormal Psychology, 1968, vol. 73: 81-83

[6] F. Melges y otros, “Types of Hopelessness and Psychopathological Process”, Archives of General Psychiatry, 1969, vol. 20: 690-699.

[7] W. A. Greene y otros, “Psychosocial Factors and Inmunity: Preliminary Report”, Psychosom. Med, 1978, págs. 40-87.

[8] M. A. Jacobs y otros, “Life Stress and Respiratory illness”, Psychosom. Med., 1970, vol. 32:233-242.

[9] R. W. Bartrop y otros, “Depressed Lymphocyte Function after Bereavement”, Lancet, 1977, vol. 1: 834-242.

[10] E. Smith, “Aids and Personality”, Psychology Today, marzo de 1989, pág. 74.

[11] A. H. Crisp y otros, “Infarto de miocardio y estado emocional”, Lancet, (edic. hispana), vol. 5, n° 1:65-68

[12] B. Bosquis, “Stress, reactividad y aparato cardiovascular” (folleto), pág. 9.

[13] A. H. Schmale y otros, “Hopelessness as a Predictor of Cervical Cancer”, Soc. School Med., 1975, vol. 5:95-100.

[14] H. J. Aysenck, “Personality as a Predictor of Cáncer and Cardiovascular Disease, and the Application of Behavior Therapy in Prophylaxis”, Eur. Journal Psychiat., enero-marzo 1987, págs. 29-41.

[15] P. Natale, “Aspectos psicológicos del cáncer”, citado por A. Seva Díaz, en Psiquiatría clínica (Barcelona, Espaxis Public., 1979), pág. 476.

[16] Citado por P. Krauss, “El sufrimiento y la esperanza en la medicina”, Universitas, vol. XVII, marzo de 1980, t. 3:167-185.

[17] E. Kubler- Ross, “On Death and Dying” (Nueva York, MacMillan, 1969); también en “Questions of Humor and Fear, Faith and Hope”, Questions and Answers on Death and Dying (Nueva York, MacMillan, 1974), págs. 154-163.

[18] P. Krauss, ibid.

[19] H. Vande Kemp, “Hope in Psychotherapy”, Journal of Psychology and Christianity, vol. 1, primavera de 1984, 1: 27-35.

[20] s. Heller y otros, “Psychiatric Aspects of Cardiac Surgery”, Adv. Psychosom. Med., 1986, vol. 15: 124-139

[21] P. Henker, ibid.  

[22] F. Ferrari, “Considerazioni sugli as- petti psicologici dellachirurgia plástica”, Minerva Chirur- gica, 1982, vol. 37:1105-1108.

[23] J. M George y otros, “The Effects of Psychological Factors on Recovery from Surgery”, Jama, agosto de 1982, vol. 105:251-258.

[24] D. Golean, American Health (Nueva York, diciembre de 1984).

[25] M. Ortiz, “Psicología y cáncer”, Jano, julio de 1987, págs. 57-62

[26] O. Obayuwana y otros, “Hope Index Scale: An Instrument for the Objective Assessment of Hope”, Journal of the National Medical Association, 1982, n° 8, vol. 74: 761-765.

[27]  Obayuwana y otros, “Psychosocial Distress and Pregnancy Outcome: A Three-Year Perspective Study”, Journal of Psychosomatic Obstetrical and Gynecology, diciembre de 1984, n° 3/4, vol. 3: 173-181.

[28]  D. Goleman, Ibld.

[29] s. E. Locke y otros, “Mind and Inmunity: Behavioral lnmunology”(Nueva York, Institute of the Advancement of Health, 1983)

[30] E. Fromm, The Anatomy of Human Destructiveness (Fawcett Publ. Connecticut); también El corazón del hombre (México, Fondo de Cultura Económica, 1966).

[31] Deut. 30: 15-20.