Hoy es martes. Estoy comenzando mis actividades en las oficinas de la División. Sería un día como cualquier otro, pero sucedió algo que hizo arder mi corazón y que ya ha transformado mi día. Acabo de escuchar un hermoso mensaje en nuestro culto matutino acerca del regreso de Jesús. El predicador fue bendecido al reencender en los corazones la llama de la sublime esperanza.
Entré en la sala, y comencé a reflexionar en la importancia de la esperanza en la vida cristiana; o mejor, en mi vida. Quiero compartir con ustedes algunas conclusiones a las que llegué. Hay por lo menos dos clases de esperanza: la primera es la falsa esperanza. Es la experiencia de alimentar en el corazón una expectativa alrededor de algo que nunca se concretará.
Días atrás, escuché que alguien contaba que había hecho una combinación de números para la Mega-Sena (una de las loterías más importantes del Brasil). Decía que estaba tan entusiasmado con la posibilidad de convertirse en millonario que realmente llegó a creer que iba a ganar. Esa semana fue la más tensa y expectante de su vida. Sus esperanzas estaban puestas en el sorteo que sucedería el fin de semana. A la noche, no podía dormir. Hacía planes para la fortuna. En el trabajo, imaginaba los cambios que sucederían a partir de la siguiente semana. Pero horas antes del sorteo, descubrió que su esposa no había comprado los billetes. ¡Una falsa esperanza!
La esperanza es falsa porque, aun siendo sincera, está fundamentada en cosas que no serán seguras o no serán verdaderas. La Biblia dice que “la esperanza del impío perecerá” (Job 8:13). Se me parte el corazón al ver a multitudes a nuestro alrededor que viven una falsa esperanza. Sin Dios, muchas personas depositan sus esperanzas en las futilidades que el mundo presenta. Otras, a pesar de tener el más sincero sentimiento religioso, amparan las esperanzas en falsedades, en productos ofrecidos por el mercado de la fe de nuestros días. Son, en el más estricto sentido de la expresión, “ovejas que no tienen pastor”.
La Palabra de Dios nos motiva a vivir la verdadera esperanza, aquella que viene de Dios y sacia el alma. El salmista alza la voz y canta: “Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza” (Sal. 62:5). Es la esperanza que no se limita a esta vida, sino que trasciende el tiempo y el espacio; es la esperanza de la vida eterna. Por eso, el regreso de Jesús es el foco principal de la esperanza del cristiano.
¿Podría existir algo más sublime y deseable que la esperanza contenida en estas palabras?: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tes. 4:16,17).
La esperanza y la fe van de la mano, aunque sean diferentes. El fundamento de la fe está en el pasado, y el fundamento de la esperanza está en el futuro. Pablo afirma que “si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana” (1 Cor. 15:17). Así, la fe está fundamentada en el evento de la Cruz, que culminó con la resurrección. Nuestra fe no es algo vago, suspendido sobre el vacío. Está edificada en una obra realizada en el pasado. Por eso, la Biblia define la fe como certeza y convicción (Heb. 11:1).
La esperanza del regreso de Cristo es el resultado de la fe en la redención, garantizada por su muerte y su resurrección. Tenemos esperanza en el regreso del Señor, porque murió y resucitó. Esto nos asegura el cumplimiento pleno de sus promesas. Y así, fe y esperanza avanzan juntas. “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera”, dice la Biblia (Heb. 11:1). Querido pastor, piensa más en el regreso de Jesús; dedica tiempo para imaginar la escena gloriosa de los ángeles, que llevan a los redimidos al encuentro con el Señor en los aires. Deja que tu corazón arda con esa realidad futura, cada día más cercana a nosotros. Tu vida y tu ministerio serán más plenos del amor de Dios y el deseo de anunciar la razón de nuestra esperanza a un mundo perdido.
Sobre el autor: Secretario Ministerial asociado de la División Sudamericana.