La encíclica Spe Salvi, del papa Benedicto XVI, vista bajo una perspectiva adventista del séptimo día
El 30 de noviembre del año pasado, el papa Benedicto XVI promulgó la segunda encíclica de su pontificado. Titulada Spe Salvi,[1] la carta apostólica versa acerca de la esperanza cristiana y sus efectos en la vida de la comunidad de la fe, frente a un mundo alienado de Dios.
A pesar de ganar notoriedad en buena parte de los medios como un ataque al secularismo y al ateísmo, Spe Salvi focaliza sus consideraciones en el vivir cristiano. Benedicto XVI analiza diversos textos bíblicos, principalmente escritos por Pablo, acerca de la naturaleza, el significado y el propósito de la esperanza que Cristo nos trajo. “Porque en esperanza fuimos salvos” (Rom. 8:24) es el texto introductorio del Papa.
Con una retórica atemperada, entre la erudición y la apelación devocional, Benedicto XVI discurre acerca de puntos comunes a los cristianos, conduciendo su tema hasta introducir posiciones y dogmas católicos. En este artículo, pretendemos analizar brevemente sus declaraciones acerca de temas generalmente aceptados y, luego, acerca de lo que es particularmente católico.
En lo tocante al presente
En su disertación acerca de la esperanza, “gracias a la que podemos enfrentar nuestro tiempo presente”, Ratzinger señala hacia su propósito: los cristianos saben que “su vida no termina en el vacío”. Mientras que “el racionalismo filosófico relegó los dioses al campo de lo irreal”, el cristiano tiene la convicción de que no “son los elementos del cosmos, las leyes de la materia que, a fin de cuentas, gobiernan el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal el que gobierna las estrellas; es decir, el universo”.
Para el pontífice, la fe nos concede “ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una ‘prueba’ de las cosas que no se ven”. La sustancia de las cosas futuras queda todavía más confirmada por intermedio de Cristo. Por eso, el “evangelio no es solo una comunicación de las realidades que se pueden saber, sino una comunicación que genera hechos y cambia la vida”.[2]
El apóstol Pedro nos llama al empeño en ser hallados en paz, sin culpa o mancha, una vez que estamos viviendo en el contexto en que el juicio comienza “por la casa de Dios” y teniendo en mente que esperamos “cielos nuevos y tierra nueva” (2 Ped. 3:13, 14; 1 Ped. 4:17). Así, tiene sentido que Benedicto XVI afirme: “La imagen del juicio final no es primariamente una imagen aterradora, sino de esperanza […] es una imagen que apela a la responsabilidad”.[3] Es inevitable aceptar que nuestra esperanza afecta el presente, la forma en que vivimos, nuestras actitudes, opiniones, criterios de juicio y relaciones.
Pero existen otras consideraciones cuestionables, hechas por Benedicto XVI, principalmente cuando aborda la esperanza de la vida eterna.
Eternidad dinámica
El Papa menciona que la muerte no es deseable, pero nos acomodamos a ella. Para él, el aspecto positivo de la muerte es poner un término a la vida que, en caso de prolongarse indefinidamente, sería algo “molesto y, en última instancia, insoportable”. Ni siquiera la tierra habría sido “creada con esta perspectiva” de una vida inmortal. La antítesis entre el rechazo a la eternidad y la lucha por prolongar la vida llevan al Papa a concluir que “no sabemos realmente lo que queremos, no conocemos esta ‘vida verdadera’ y, por otro lado, sabemos que debe existir algo que no conocemos y por eso nos sentimos impelidos” Sin considerar el material bíblico acerca del tema, Benedicto XVI ensaya una solución filosófica:
“La única responsabilidad que tenemos es buscar salir, con el pensamiento, de la temporalidad de la que somos prisioneros y, de alguna forma, conjeturar que la eternidad no sea una sucesión continua de días de calendario, sino algo parecido al instante repleto de satisfacción, donde la totalidad nos abraza y nos abrazamos a la totalidad. Sería el instante de bucear en el océano del amor infinito, en el que el tiempo -el antes y el después- ya no existe. Podemos buscar solamente pensar que este instante es la vida en sentido pleno, un incesante bucear en la vastedad del ser, al mismo tiempo en que quedamos sencillamente inundados por la alegría”.[4]
Por más sentido que sea su estilo poético, hay serios problemas en la definición de vida eterna como “el instante repleto de satisfacción”. La calificación “eterna” se refiere no solo a la condición de la vida, sino también a su extensión. Si la vida eterna fuera menos que literalmente eterna, tendríamos que concordar en que no habría solución para el problema de la muerte. Ahora, si algún resquicio del pecado sobreviviera a la consumación del plan de la redención, Dios no sería victorioso en el Gran Conflicto. Pero la promesa es que “no habrá más muerte” (Apoc. 21:4).
La noción de la vida eterna endosada por católicos y muchos protestantes está contaminada por el pensamiento griego. La eternidad termina siendo un tiempo estático, del que no se nota el paso; o ni siquiera sería un día continuo. Esa concepción, si fuera verdadera, sería en verdad “molesta” e “insoportable”. Por otro lado, la Biblia nos informa de cuán concreta, activa y estimulante será la vida eterna (Isa. 65:21-23). La eternidad, así, no es tiempo que no pasa, sino tiempo que no se acaba. Sentiremos pasar el tiempo, pero continuaremos aprendiendo, estudiando, produciendo, creando y relacionándonos; y, al adorar, seguiremos creciendo a la semejanza del Señor, sin estar limitados por los aspectos negativos del tiempo, como la vejez y la muerte.
Otro equívoco de la esperanza ofrecida por la encíclica papal es el del purgatorio. Según Ratzinger, podemos encontrar referencias a la “condición intermedia” en la que “las almas no se encuentran sencillamente en una especie de custodia provisoria, sino que ya padecen un castigo”. Es tiempo de preguntarnos cuán antiguas son las referencias judaicas a esa “condición intermedia”. Durante el período intertestamentario, por influencia del pensamiento griego, ya estaba diseminada entre los judíos la idea de un alma inmortal, que sufre castigos en el otro mundo. En Spe Salvi, se hace mención a ese “judaísmo antiguo”, citando el libro apócrifo de 2 Macabeos 12:28 al 45, del siglo I a.C.
Apelando a las emociones, el papa describe un amor que llega “hasta el más allá”; que nos vincula unos a otros “más allá de las fronteras de la muerte” o que, según él, constituye “una convicción fundamental del cristianismo a través de todos los siglos y todavía hoy permanece como una experiencia reconfortante”.
En cierto momento, el papa admite que la doctrina del purgatorio “se desarrolló poco a poco en la iglesia occidental”;[5] algo que, si es analizado, se mostrará más como resultado de la influencia del paganismo que como fruto de la reflexión bíblica. Las Escrituras enseñan que la muerte es un fin temporal (Ecl. 3:19, 20; 9:5, 6, 10; Sal. 115:17), ante el cual se cierran las oportunidades; “y después de esto el juicio” (Heb. 9:27), culminando con la resurrección de los justos y, mil años después, la de los injustos (Dan. 12:2; Apoc. 20:4-6). Faltan datos bíblicos que aludan a la existencia de un purgatorio.
Aun cuando no tengamos todos los detalles relativos a la vida en la eternidad, no estamos sin luz con respecto al regreso de Jesús y a los acontecimientos futuros (1 Tes. 5:1-4). Nuestra esperanza será sólida en la medida en que esté fundamentada en la Biblia y libre de mezcla con la filosofía humana. Para los adventistas, el estudio de las profecías, especialmente las de Daniel y Apocalipsis, ha mantenido el foco de nuestra esperanza en Jesús y en lo que la revelación describe acerca de los últimos acontecimientos.
Mediación
Para tener acceso a la esperanza, de acuerdo con Ratzinger, el cristiano tiene que ser orientado por “personas que supieron vivir con rectitud”. Entonces, presenta a María como “estrella de la esperanza”, “madre de la esperanza”. La Biblia, por otro lado, muestra a Jesús como “el autor y consumador de la fe”, en quien debemos fijar nuestros ojos, durante la carrera espiritual (Heb. 12:1, 2). Él es nuestro único Salvador e intercesor junto al Padre (Hech. 4:12; Efe. 1:20, 21; 2:6; Heb. 4:14-16; 8:1, 2; 9:15). Por lo tanto, la intercesión de los santos es un oscurecimiento de la esperanza cristiana, jamás su complemento.
Gracias a Dios, nuestra esperanza no depende de la tradición medieval o de la creencia en los santos. Está fundamentada en Cristo Jesús. Solamente estando nutridos por su Palabra somos fortalecidos para vencer los desafíos impuestos por el mundo posmoderno.
Sobre el autor: Capellán del Colegio Adventista de Itajai, SC, Rep. del Brasil.
Referencias
[1] Ver http://www.zenit.org/article-16906?!-español
[2] Benedicto XVI, Spe Salvi.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.