El apóstol San Pedro dirige su primera epístola universal “a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia” (1 Ped. 1:1). Pocas expresiones serían más adecuadas para describir la situación de la iglesia en el mundo.

Durante años los cristianos que vivían en Jerusalén parecían tan satisfechos del privilegio de integrar la comunidad cristiana en aquella ciudad que se olvidaron que la gran comisión divina era ir a todo el mundo. No les resultaba fácil tomar voluntariamente el camino de la dispersión. Pero en manera providencial fueron expulsados de Jerusalén por la persecución y se convirtieron en peregrinos, desterrados y esparcidos por todas las latitudes del gran imperio.

Dios ordenó al primer hombre que fructificase, se multiplicase y llenase la tierra, pero sus descendientes planearon edificar una ciudad con el propósito de permanecer reunidos, impidiendo de esta forma la dispersión. Dios, sin embargo, frustró sus designios esparciéndolos sobre la tierra. Lo mismo ocurrió con la iglesia. Jesús dijo: “Id por todo el mundo”, y la iglesia se concentró en Jerusalén, huyendo de la dispersión. Pero sobrevino la persecución de los cristianos que culminó con el martirio de Esteban. Desde entonces los cristianos han sido en todas partes nada más que extranjeros esparcidos, peregrinos y forasteros en un mundo entenebrecido por el pecado.

En la parábola de la cizaña (Mat. 13:36-43) “el campo es el mundo; la buena simiente son los hijos del reino”. Sembrar y esparcir son sinónimos, en cierto sentido. Cristo no solamente sembró en el mundo la verdad, sino que también esparció a “los hijos del reino”. Y en ocasión de su venida enviará a sus ángeles los cuales “juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mat. 24:31). Inferimos .de la lectura del texto que el período de dispersión cesará con la gran reunión de los redimidos, de acuerdo con los supremos designios de Dios.

La conclusión natural de todo esto es que ahora somos “expatriados de la dispersión” en todo el mundo, y que a través de esta dispersión la iglesia cumplirá la misión que le fue encomendada.

Si esta conclusión es correcta, podemos derivar de ella algunas ideas que servirán para aclarar el papel del laico en la iglesia.

Primero, durante los seis días de la semana, la iglesia se encuentra esparcida. El sábado se reúne por medio de la predicación, de la Santa Cena, y de los demás actos de culto, a fin de renovar el sentido de su misión para con el mundo.

Segundo, es preciso que el ministro, mediante la predicación, esté en condiciones de dar a los miembros reunidos una clara perspectiva de la posición de cada creyente en la estrategia misionera de la iglesia. Comparando a la iglesia con un ejército, diríamos que la congregación local es una especie de pelotón, con soldados que combaten en diferentes trincheras. La reunión del sábado sería el viaje al arsenal, tocándole al ministro proporcionar las armas necesarias para las rudas batallas contra las fuerzas hostiles del mundo. En realidad son los laicos quienes, a través de la semana, sufren el impacto de un mundo adverso y hostil.

Tercero, si la misión de la iglesia se realiza mediante la dispersión, tanto los ministros como los laicos somos todos misioneros, ya que todos somos enviados al mundo. Sin embargo, es oportuno recalcar que las oportunidades del ministro de llegar más directamente al mundo son más limitadas. Es mediante la interpretación de los laicos como el mensaje adquiere relevancia para el mundo actual y para el hombre contemporáneo.

Como ministros, durante los momentos de reunión sepamos alimentar a los creyentes e inspirar a la grey, para que durante el período de la dispersión (los seis días de la semana) puedan hacer de su lugar en la sociedad y en el mundo una cabecera de puente del reino de Dios.