Cuando Débora, una señora de mediana edad y divorciada, fue encontrada muerta en su cuarto con una jeringa letal que todavía colgaba de su brazo, el consejero local recordó dos hechos significativos que había observado en su comportamiento. Primero, aunque Débora era miembro de una iglesia cercana, no tenía amigos íntimos. Segundo, tenía una historia de angustias que necesitaba compartir con alguien. Pero no encontró a nadie lo suficientemente considerado como para compartir su historia. Eso la mató. Probablemente los únicos oídos que estaban abiertos para ella eran los de Sly, su gato regalón.

Las iglesias, las instituciones, los hogares y los lugares de trabajo están llenos de Déboras, personas que necesitan desesperadamente que alguien las escuche. Como dice el psiquiatra Paul Toumier, “es imposible poner demasiado énfasis en la inmensa necesidad que tienen los seres humanos de que se los escuche, de hablar y que se los comprenda”.[1] El mundo está sediento de oyentes de calidad. Los adolescentes tratan de hablar con gente que no conviene, porque los adultos que sí convendrían no tienen tiempo para escucharlos. Las esposas depositan confidencias en oídos que no corresponden, porque no encuentran la paciencia y la gracia necesarias en los oídos de sus esposos. Cada vez percibimos con más claridad en nuestra cultura moderna una actitud de indiferencia y poca tolerancia hacia las historias llenas de angustia de nuestro prójimo.

Escuchar ciertamente es una habilidad especial del ministro. Esa habilidad le añade calidad a la obra pastoral, porque la gente la entiende como una demostración básica de amor e interés por sus necesidades. A diferencia de hablar, escuchar es precisamente una prueba de interés. Es evidente que el centro de atención del que escucha no es el “yo”, sino que es el “otro”. Al escuchar activamente, el pastor le dice a su consultante: “Su preocupación también es importante para mí. Quiero compartir su dolor y su felicidad”.

Oído pastoral

La gente viene la iglesia a oír. Pero también viene con el gran anhelo de que se la escuche. En gran medida, ese deseo y esa necesidad son las principales razones por las cuales la gente va a la iglesia. Cada una tiene una historia que contar. Sencillamente necesita sentir que significa algo cuando se le ofrecen oídos atentos. Si la iglesia no tuviere provisión para eso, hablarán en otro lugar.

Un ministerio dedicado a escuchar es un ministerio de amor. Y la iglesia existe para ofrecerlo a sus miembros. Desgraciadamente, la cantidad de ministros que sólo hablan ha crecido, en detrimento de los que escuchan.

Para hablar de forma práctica, superar esta limitación significa comenzar a formar una cultura de oídos atentos en la congregación. El pastor puede transformar la iglesia en una congregación de oyentes. Los padres pueden aprender a escuchar a sus hijos. Los cónyuges se pueden escuchar los unos a los otros. Todos pueden aprender a escuchar. El resultado será relaciones sólidas y saludables.

En su libro Los siete hábitos de la gente muy eficiente, Stephen Covey dice que “necesitamos aprender a escuchar, para relacionarnos eficazmente con nuestras esposas, nuestros hijos, amigos y compañeros de trabajo. Y eso requiere fuerza interior. El oír implica paciencia, mente amplia y disposición para comprender: cualidades supremas del carácter”.[2]

Escuchar para sanar

Los oídos que escuchan con propósitos emocionalmente curativos no oyen sólo lo que se dice; oyen a la persona que está hablando. En este caso, el “mensajero” es más importante que el “mensaje”. Debemos ser genuinamente sensibles, porque hablar es algo tan personal que la falta de atención equivale a la falta de respeto por el consultante.

Aunque mucha gente nos oye cuando hablamos, sólo la persona atenta nos escucha. La diferencia está en que en el acto de oír sólo participa el oído, mientras que en el acto de escuchar participan, además, la mente y el corazón.

Cuando se escucha con esa preocupación se curan las heridas emocionales. Si no se escucha así incluso se pueden causar heridas. Eliminamos nuestros problemas cuando sabemos que nos está escuchando alguien que es atento y solícito. Cuando compartimos nuestro dolor con alguien, éste se vuelve más llevadero. Por lo mismo, si compartimos nuestras alegrías, éstas serán más intensas. Sea como fuere, escuchar mejora la vida.

Las cualidades de alguien que sabe escuchar

Para alguien que se quiere descubrir a sí mismo, le decimos que el buen oyente tiene cuatro cualidades:

Confidencialidad. El consultante necesita estar seguro de que está hablando con la persona adecuada, alguien a quien puede confiar secretos personales sin correr el riesgo de su divulgación. La mayor parte de los adventistas considera que sus pastores son muy confiables. Los pastores que escuchan reúnen una gran cantidad de información con respecto a los problemas cotidianos de su rebaño. Eso aumenta su eficiencia al atender necesidades, sin mencionar la base de confianza que se forma, para la cual se abrirá toda clase de puertas.

El pastor no está libre de que se lo presione para que comparta alguna información privada que haya recibido. Pero, como persona íntegra, resistirá la tentación y no lo hará.

Paciencia. Es posible que un consultante no llegue a la raíz del problema durante la primera o la segunda sesión de consejo. Los primeros encuentros, por lo general, son ocasiones en las cuales hasta inconscientemente el consultante está evaluando al pastor, está probando si hay agua en la pileta antes de lanzarse adentro. ¿Es seguro abrirle el corazón? ¿Está realmente interesado en mi bienestar? ¿Está dispuesto a cuidarme? ¿Cuánto de lo mío le puedo confiar?

Sólo cuando esas preguntas hallan una respuesta afirmativa el oyente comenzará a dar informaciones útiles. En medio de esos cuidados es común que los oyentes lleguen a conclusiones antes de revelar toda la historia. “Yo ya sé lo que va a decir” es una actitud que refleja típicamente la pérdida de la paciencia. James W. Gibson y Michael Hanna escribieron: “Usted puede tratar este problema si aprende a ser paciente. Espere a oír todo lo que los consultantes tienen que decir, y recién entonces haga un juicio crítico. Ser paciente puede significar controlar su lengua afilada para que no interrumpa”.[3]

Atención. Muchos oyentes permiten que sus pensamientos vaguen u oscilen de modo letárgico cuando alguien está hablando. A menos que el consultante esté excepcionalmente dotado, o el asunto sea de suma importancia para el oyente, el ochenta por ciento de lo que se dijo se perderá. La mayor parte de nosotros prestamos atención sólo cuando nosotros mismos estamos hablando. En cuanto nos ponemos en la situación de oyente, tendemos a deslizamos hacia la indiferencia. Escuchar realmente es una habilidad muy especial.

La misma palabra “pastor” implica paciencia. Algunas ovejas son lentas, sin motivación, ingratas y siempre se están apartando de las demás. El pastor debe escuchar incluso a la gente lenta, molesta, sin inteligencia o que está equivocada, para hablarles entonces de lo que sea necesario. Cuando los pastores escuchan pacientemente están honrando su título. Como escribió John Powell: “Si usted levanta las cejas o deja de mirar, si usted bosteza o consulta el reloj, probablemente yo me iré a refugiar a un terreno más seguro: correré a guarecerme en el silencio”.[4]

empatía. Gibson y Hanna dicen que el oído empático (empatía = la capacidad de sentir y comprender las emociones ajenas como si fueran propias) nos permite identificar, comprender y reflejar los sentimientos, las necesidades y las intenciones de otras personas. Ese tipo de oído capacita al oyente para captar información que le permitirá sentir lo que está sucediendo; de verdad, lo pone en los zapatos del consultante. Sólo entonces el pastor puede ayudar a quien lo busca, y buscar y elegir la mejor solución para el problema que se le presenta.

Aprendamos a escuchar

Los pastores necesitamos definidamente afinar nuestra habilidad para escuchar. Los especialistas comparan la habilidad de un buen oyente con la de un buen lector. Si leer es oír con los ojos, escuchar es leer con los oídos. Tal como leer, escuchar puede ser difícil. Escuchar no es exactamente lo mismo que oír: requiere una disposición activa.

Los estudios llevados a cabo revelan que los empleados de muchas empresas no trataban de perfeccionar su capacidad de escuchar porque suponían erróneamente que ya eran buenos oyentes.[5] El primer paso que se debe dar para llegar a ser un oyente eficaz consiste en admitir la propia limitación en este aspecto.

Conseguir información de nuestros consultantes contribuirá a nuestro crecimiento profesional y personal, y nos ayudará a tomar decisiones acertadas. Además, saber escuchar contribuirá a que nuestro ministerio responda mejor a las necesidades de los que servimos.

Sobre el autor: Anciano de iglesia en Nairobi, Kenia.


Referencias

[1] J. Michael Bennett, Four Powers of Communication: Skills for Effective Leaming [Los cuatro poderes de la comunicación: habilidades que contribuyen al aprendizaje eficaz] (Nueva York, McGraw Hill, Inc., 1991), p. 51.

[2] Stephen R. Covey, Los siete hábitos de la gente muy eficaz, p. 37.

[3] James W. Gibson y Michael Hanna, Introduction to Human Communication [Introducción a la comunicación humana] (Wm. C. Brown Publishers, 1992), p. 66.

[4] John Powell, S. J. Why Am I Afraid to Tell You Who I Am? [¿Por qué tengo miedo de decirle quién soy?] (Niles, Illinois, Argur Communications, 1969), p. 56.

[5] Michael Bennett, Ibíd., p. 47.