Un predicador cumple muchas funciones a la vez: debe actuar como consejero, maestro, encargado de reunir fondos, administrador de la iglesia y pacificador espiritual. También debe ser un hombre íntegro, de hábitos personales intachables, sin mancha en su reputación, amigable y plenamente dedicado a su cometido sagrado. Debe, además, experimentar el llamamiento divino al ministerio, ocupando su lugar como instrumento de la salvación que Dios ofrece a los hombres. “Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?” (2 Cor. 2:16).

            Estos requisitos demandan una capacidad de desempeño sobrehumana. Por lo tanto, el predicador debe mantenerse en contacto directo con el poder divino, pues es un hombre de Dios y siempre debe serlo.

            Frente al tremendo desafío que implica el elevado llamamiento al ministerio, a menudo olvidamos que un predicador es también una figura pública, un profesional. Por esta razón, cuando el predicador actúa delante del público, debe saber desempeñarse con competencia. Esto es lo que el mundo da por sentado, la iglesia espera que ocurra y Dios exige. Si bien es cierto que el llamamiento divino proporciona inspiración, y que los talentos naturales son de gran ayuda, también es cierto que la capacidad de hablar en público con eficiencia se logra fundamentalmente por medio de estudio cuidadoso y esfuerzo diligente.

            De ahí que a cada ministro adventista le hagamos la siguiente pregunta acerca de su nivel como orador público: ¿Es usted un orador aficionado o profesional?

            Desde el punto de vista de nuestra historia como iglesia, hemos sentido siempre un justificable orgullo acerca de nuestros orígenes humildes. Nuestros pioneros fueron agricultores, comerciantes, navegantes: hombres y mujeres fervientes, la mayoría de los cuales sólo poseía una educación limitada. Ellos aceptaron un cometido divino que otros dirigentes eclesiásticos más sofisticados ni siquiera oyeron. Luego fueron desarrollándose con su mensaje, adquiriendo competencia profesional, hasta que muchos de ellos llegaron a destacarse con brillantez en su desempeño como oradores públicos.

            Ahora hemos llegado a ser una iglesia madura, aunque algunos consideran que esta bendición entraña también sus peligros, y nuestros jóvenes predicadores egresan del seminario o de nuestros colegios con una buena formación educativa en artes liberales, y también con un fundamento sólido en historia eclesiástica y teología. Durante sus años de preparación han estudiado psicología y asesoramiento pastoral. Han completado cursos sobre organización de la iglesia, homilética y el arte de hablar en público. Tanto ellos como sus posibles oyentes tienen un grado de sofisticación que nuestra iglesia no conocía en sus primeros años.

            ¿Llegarán estos jóvenes ministros a ser los predicadores de calidad superior que es justo esperar que sean? Podrían llegar a serlo, pues poseen el potencial para ello, pero este resultado no vendrá como una consecuencia automática de la excelente preparación que han recibido. Tampoco se producirá por el mero hecho de habérseles confiado el mensaje más importante de la historia. La excelencia en su desempeño como predicadores sólo la obtendrán aquellos que realicen un esfuerzo consciente y decidido, que no habrá de terminar hasta que sus labores profesionales hayan concluido.

            Un ejemplo vivido de la diferencia que existe entre aficionados y profesionales nos la proporciona el mundo del deporte. Estudiantes de instituciones superiores, que suelen llegar a destacarse como atletas brillantes, y se los considera entre los mejores del país, muy a menudo se tienen que enfrentar a una desilusión completa cuando deciden tornarse profesionales, debido al hecho de que las normas de desempeño son demasiado elevadas, y algunos de ellos nunca logran alcanzarlas.

            Tenemos muchos oradores excelentes en las filas del ministerio adventista, y damos gracias a Dios por ello. Pero también tenemos una hueste de predicadores un tanto pobres, si los juzgamos por las normas profesionales de la eficiencia en el arte de hablar en público. El porcentaje de mediocridad es mucho más elevado de lo que debería ser. Por eso, cada hombre que acepta la designación al cargo de ministro debiera comprender que con eso se espera que él se convierta en un orador público profesional, no simplemente un aficionado bien dotado.

            ¿Me permitirían sugerir tres reglas sencillas para alcanzar y mantener esta norma de excelencia en el arte de predicar?

            Primera regla-. Conozca y practique las técnicas básicas. Estas técnicas incluyen los problemas físicos referentes al cultivo de la voz, la enunciación, la postura y los ademanes. De igual importancia son los factores psicológicos relativos al énfasis y el interés, y también otros elementos más sutiles tales como la vivacidad, el calor y la corriente de simpatía que debe crearse entre el orador y el público.

            Estas técnicas de la correcta expresión deben contar con material sustancioso y cuidadosamente preparado mediante el cual operar. Esto implica realizar la necesaria investigación, desarrollar un bosquejo lógico, emplear la construcción literaria adecuada, y usar ilustraciones eficaces.

            Segunda regla-. Trate de obtener un análisis crítico de su desempeño. Como predicador usted recibirá muchos elogios. Miembros fieles le dirán con lágrimas en los ojos cuánto ha significado para ellos el sermón que usted acaba de predicar. Quizá un oyente que está de visita se acerque para preguntarle cómo sabía usted lo que él necesitaba, para agradecerle luego por haber predicado justamente para su caso. O quizá sean motivo de honrosa mención su voz, su sonrisa o sus interesantes ilustraciones.

            Estos comentarios son gratos, nos complacen y nos alientan. Pero seamos honestos: no constituyen una medida justa de la calidad de nuestra predicación. Y en cuanto a ayudarnos a mejorar son casi nulos.

            Cada predicador necesita que su desempeño como orador sea juzgado de un modo sincero por algún observador. A veces la esposa del pastor puede realizar este análisis. Pero también podría ocurrir que debido al mucho cariño que ella siente hacia su esposo le resulte ser verdaderamente crítica, o quizá el predicador podría llegar a sentirse molesto por las sugerencias de su esposa. Resultará más efectivo que una persona imparcial efectúe la evaluación mencionada. Esta tarea será todavía más útil si la realiza un “entrenador’ experimentado en preparar oradores, a quien se le pueda pagar por la instrucción técnica recibida.

            Pero cuando menos cada predicador puede grabar su sermón en cinta fono- magnética y luego estudiarlo por sí mismo con todo cuidado.

            Tercera regla: Esfuércese por lograr la excelencia cada vez que se levanta a hablar. El sermón constituye el corazón de la tarea del predicador como orador. Es en este punto donde él realiza su obra pública más eficaz, la cual figura entre las tareas más frecuentes y repetidas que debe cumplir. Esto requiere precaución extra a fin de mantener continuamente una elevada norma de ejecución. Es relativamente fácil sentir la importancia de preparar bien un discurso académico o el tema que usted debe presentar como orador invitado en una ocasión especial. Pero como verdadero “profesional”, usted no se permitirá a si mismo realizar en forma mediocre ningún sermón.

            Las ceremonias requieren una atención especial. Las bodas, los funerales, los bautismos, los servicios de ordenación, la celebración de las ordenanzas, cada una de estas ceremonias exigen una clase de dignidad y decoro especiales.

            ¿Qué diremos acerca de los relatos misioneros, las reuniones de oración, las charlas devocionales o los anuncios de las actividades de la iglesia? Cada una de estas tareas exige una ejecución que debe realizarse teniendo en cuenta la norma de la excelencia, norma a la cual usted mismo debe ajustarse cada vez que le toca hablar.

            La vida profesional de los actores, los conferenciantes, los locutores de radio y televisión, depende de la norma que deben alcanzar en el desempeño de sus responsabilidades. Durante los diez años que he pasado en la evangelización por medio de la radio, he tenido la oportunidad de observar directamente a esas personas en acción. El esfuerzo concentrado que emplean para perfeccionar sus respectivas técnicas, avergonzaría a más de un predicador adventista término medio. Para los profesionales mencionados el asunto de alcanzar la excelencia es algo esencial para sobrevivir.

            Pero, ¿podemos comparar su mensaje con el que nosotros proclamamos? Nosotros hemos sido colocados como mensajeros entre Dios y un mundo condenado para ofrecer a los hombres la única esperanza de salvación que existe. Esta proclamación divina merece llevarse a cabo por los canales más claros que podamos conseguir.

            Como ministros adventistas, ¿nos atreveremos a sentirnos satisfechos con una actuación a nivel de aficionados?

Sobre el autor: Presidente de la División del Lejano Oriente.