Una noche de invierno, cuando ejercía como médico en la sección de urgencias de un hospital de una gran ciudad, llegó una mujer con su hijito. El niño tenía las amígdalas inflamadas, muy rojas y con llagas. También tenía fiebre y grandes bultos le deformaban el cuello. El chico necesitaba desesperadamente un tratamiento inmediato, así que además de gárgaras calientes, compresas calientes en el cuello y otros remedios sencillos, le receté penicilina.
La madre del niño rehusó la penicilina, pues no quería que su hijo tomara medicamentos. Le pregunté si conocía el origen de la penicilina. En efecto, lo conocía. Sabía que la penicilina fue descubierta en un moho. No obstante,
opinaba que ya no era un producto natural, sino una droga. Sin pretender parecer chistoso, le pregunté si me permitiría que le recetara un kilo de pan mohoso cuatro veces al día. Comprendió la alusión, porque sabía que el moho obtenido del pan produce penicilina. Sin embargo, siguió rehusando mi consejo y el pequeño paciente se marchó en plena noche sin la receta de las cápsulas de penicilina.
¿Tenía razón esta madre o estaba equivocada? ¿Son los fármacos una salida fácil en el mundillo médico? Las respuestas que demos a estas preguntas son de suma importancia para el fiel adventista del séptimo día que confía en el espíritu de profecía y que no ignora los mensajes concernientes a los medicamentos.
¿Pueden aportar alguna ayuda los medicamentos cuando estamos enfermos? Desde luego, nosotros creemos que sí. ¿Dañan los medicamentos? En cierto sentido no cabe duda de que todos los medicamentos tienen efectos secundarios. Ahora bien, lo mismo ocurre con cualquier otra cosa, incluidas el agua pura y las fresas recién recogidas del huerto.
Cuando se discute una cuestión tan vital y tan controvertida como lo es ésta en los círculos adventistas, es imprescindible empezar con una definición. El Diccionario de la lengua española define “medicamento” del siguiente modo: “Cualquier sustancia, simple o compuesta, que, aplicada interior o exteriormente al cuerpo del hombre o del animal, puede producir un efecto curativo”. Esta definición incluye el éter, la morfina, la digitalina, la antitoxina de la difteria, el hierro y el yodo, y también las hormonas como la insulina y los estrógenos femeninos. La definición tiene un alcance todavía más amplio: implica que los medicamentos se pueden obtener a partir de diversas fuentes, tales como metales, hormonas, alcaloides, vacunas y antibióticos.
Vayamos al espíritu de profecía y consideremos algunos consejos. Dentro de la naciente iglesia Adventista se alzaban voces que proclamaban una doctrina que ordenaba que se controlase el posible uso de medicamentos en el tratamiento de cualquier enfermedad. Los remedios no eran adecuados. Sin embargo. Elena G. de White escribió: “Su idea según la cual no habría que utilizar remedios para los enfermos, constituye un error. Dios no sana a los enfermos sin la ayuda de los medios de curación que están al alcance del hombre” (Mensajes selectos, t. 2, pág. 328).
Más tarde ella misma escribió: “Hacer uso de los agentes curativos que Dios ha suministrado para aliviar el dolor y para ayudar a la naturaleza en su obra restauradora no es negar nuestra fe… Dios nos ha facultado para que conozcamos las leyes de la vida. Este conocimiento ha sido puesto a nuestro alcance para que lo usemos. Debemos aprovechar toda facilidad para la restauración de la salud, sacando todas las ventajas posibles y trabajando en armonía con las leyes naturales” (El ministerio de curación, pág. 177).
En el apéndice del Diccionario de la lengua española (Real Academia Española, edición de 1970), añade a la definición de “droga”’ como sinónimo, “medicamento”; aunque en el cuerpo del diccionario reza así: “DROGA. Nombre genérico de ciertas sustancias minerales, vegetales o animales, que se emplean en la medicina, en la Industrie o en las bellas artes. Sustancia o preparado medicamentoso de efecto estimulante, deprimente o narcótico”
Esta afirmación se halla en consonancia con la idea de que debemos usar remedios: “Hay hierbas sencillas que pueden emplearse para la restauración de los enfermos, cuyo efecto sobre el organismo es muy diferente del efecto de las drogas que envenenan la sangre y ponen en peligro la vida” (Mensajes selectos, t. 2, pág. 330).
Consideraremos ahora los términos empleados en la expresión “las drogas que envenenan la sangre y ponen en peligro la vida”. ¿Es posible que existieran entonces sustancias curativas no descubiertas que no envenenaban ni hacían peligrar la vida, medicamentos que verdaderamente no eran todavía conocidos, capaces de salvar vidas en lugar de ponerlas en peligro? ¿Es acaso una negación de la fe hacer uso de la penicilina con el fin de destruir gérmenes? ¿Es posible que Dios en su bondad nos haya provisto sabiamente de este remedio?
Abuso de cosas buenas
No demos por sentado que todos los medicamentos son prescritos de un modo correcto. No sé de nadie que lo haga todo siempre bien. Podemos equivocarnos en multitud de actividades: conduciendo, viendo la televisión y haciendo ejercicios musicales. El médico que pasa veinte horas al día ocupándose de sus pacientes, y que por ello descuida a su familia, no está actuando correctamente. De un modo similar puede equivocarse a la hora de recetar, cuando aconseja una intervención quirúrgica o en sus indicaciones en general. No todos los medicamentos debieran ser ingeridos cuando lo son, ni en su cantidad precisa, ni con ese objetivo. Incluso una cosa buena puede ser inapropiada y podemos abusar de ella.
Elena G. de White tiene algo más que decirnos acerca de las drogas: “Las drogas administradas a los enfermos no restauran sino que destruyen. Las drogas nunca curan. En cambio colocan en el organismo semillas que producen una cosecha amarguísima…” (ibid., pág. 331).
Esta es una acusación muy fuerte contra los medicamentos que se usaban en aquella época. Pero ¿acaso podemos nosotros sostener que cualquier píldora o medicina destruye o conlleva una cosecha amarga? Si es así, ¿debemos dejar de aplicar anestesia en cirugía? El llamar medicamento o droga a una hierba no soluciona el problema; porque si una droga proviene de una planta o es un producto sintético, y tanto si daña como si beneficia, es una droga o un medicamento por definición.
El vocablo “natural” sólo nos conduce a un dilema. La cortisona y la insulina las producen nuestros cuerpos. La marihuana es natural, pero en cambio no es natural usarla como un estimulante de nuestro estado de ánimo. El opio es natural (es más, los especialistas en nutrición afirman que está presente en una gran variedad de vegetales que ingerimos, como la col, por ejemplo), pero no es natural tomarlo como estimulante. Dios nos ha provisto una serie de remedios naturales, entre ellos está la reserpina para la hipotensión. ¿Tenemos que usar entonces la reserpina porque es natural, y dejar de usar algún otro preparado que actúa mejor en nuestro organismo y que probablemente produce menos efectos secundarios o reacciones alérgicas, simplemente porque lo distribuye el farmacéutico en lugar de crecer junto al camino?
El cuerpo humano no puede establecer diferencias entre moléculas naturales y moléculas producidas por el hombre. En consecuencia, parece que la vitamina C, extraída del escaramujo de rosal, es utilizada por el organismo de la misma manera que la vitamina C proveniente de la probeta del químico.
Otra afirmación importante concerniente a los medicamentos nos exhorta a depender más de otros métodos: “La medicación a base de drogas, tal como se la practica generalmente, es una maldición. Enseñad a no utilizar las drogas. Úseselas cada vez menos y confíese más en los recursos de la higiene, porque entonces la naturaleza responderá a la acción de los médicos de Dios: el aire puro, el agua pura, el ejercicio adecuado y una conciencia limpia” (ibid., pág. 322).
Esta orden es competente, y todos los médicos deberían actuar de acuerdo con ella. ¿Y qué decir1 de la expresión “tal como se la practica generalmente”? ¿Sería la misma hoy? ¿Condenaría, al usar tal expresión, el empleo de la insulina por los diabéticos, de la hormona tiroidea por las personas que sin ella morirían, de la inmunización infantil contra el sarampión o de una transfusión sanguínea a un hemofílico que se estuviera desangrando?
En 1899; la mensajera inspirada dijo: “El Señor ha proporcionado antídotos contra las enfermedades por medio de plantas sencillas, y éstos pueden utilizarse por fe, y sin abdicar por ello de la fe; porque al utilizar las bendiciones provistas por Dios para nuestro beneficio estamos colaborando con él” (ibid., págs. 331, 332).
Muchas de las medicinas empleadas en la actualidad por los médicos se obtuvieron originalmente de una planta. Buen ejemplo de ello es el ácido acetilsalicílico, la tan común aspirina, que hoy no sólo se utiliza para calmar el dolor y bajar la fiebre, sino también para prevenir un ataque apopléjico. La aspirina se obtiene de la corteza de los árboles, especialmente de la del sauce. Debido a que su extracción es costosa y difícil, los científicos pusieron manos a la obra (creo que por la gracia de Dios) y aprendieron a sintetizarla en el laboratorio. La molécula del ácido acetilsalicílico que proviene de la probeta del químico no es distinta de la que proviene de la fuente natural. El organismo no puede, ni lo necesita, apreciar la diferencia, porque se trata de la misma molécula.
Otras medicinas provenientes de las plantas
Existen muchas otras medicinas cuyo origen se halla en las plantas, tales como los digitálicos empleados en las insuficiencias cardíacas, y la atropina y sus derivados, que se usa como antiespasmódico, en los trastornos o desarreglos estomacales, y para acelerar el pulso de un corazón demasiado lento.
Otra afirmación inspirada sugiere un modo mejor de emplear los medicamentos del que era común en el siglo XIX: “No administréis drogas. Es cierto que, cuando se las administra con sabiduría, las drogas pueden no ser tan peligrosas como lo son generalmente; pero en las manos de muchos serán perjudiciales para la propiedad del Señor” (ibid., pág. 324).
Elena de White también dice: “Las drogas siempre tienen la tendencia a debilitar y destruir las fuerzas vitales” (ibid., pág. 321). No hay nada que se introduzca al cuerpo humano y que no sea perjudicial si es usado incorrectamente. ¿Hay algo más puro que el agua destilada? Sin embargo, un exceso de agua destilada provoca una intoxicación. ¿Existe acaso algo más puro o necesario que el oxígeno? Sin embargo, hay un síndrome letal conocido como intoxicación por oxígeno.
Es necesario que consideremos otra afirmación de Mensajes selectos: “Cuando se me mostró este asunto y vi los tristes resultados de la medicación con drogas, se me dijo que los adventistas del séptimo día deberían establecer instituciones de salud y descartar todas estas invenciones destructoras de la salud, y que los médicos deberían tratar a los enfermos basándose en los principios de la higiene” (t. 2, pág. 320). La expresión “invenciones destructoras de la salud” es significativa. ¿Usaría acaso esta misma expresión para describir las actuales medicinas que aportan salud en lugar de destruirla?
Dice además: “No debería introducirse en el cuerpo humano ninguna cosa que ejerza sobre él una influencia perniciosa” (ibid.). Pero esta competente afirmación, ¿se aplica al uso de la insulina cuando tratamos de subsanar un déficit del organismo? ¿Se refería a la insulina cuando hablaba de drogas venenosas?
Otro aserto inspirado se dio en un sermón en Lodi (California) el 9 de mayo de 1908: “En nuestros sanatorios abogamos por el uso de remedios sencillos. Desalentamos el empleo de drogas, porque éstas envenenan la corriente sanguínea. En estas instituciones debe darse instrucción sensata acerca de cómo comer, cómo beber, cómo vestir y cómo vivir de manera que la salud pueda ser preservada” (Consejos sobre el régimen alimenticio, pág. 358). ¿Alude acaso aquí al paciente gravemente enfermo de asma bronquial? ¿Acaso dice que no se debería emplear un contraveneno con una persona que acaba de ser atacada y mordida por una serpiente de cascabel?
Con frecuencia Elena G. de White califica el término “droga” con expresiones como éstas: “perniciosa”, “peligrosa” y “venenosa”, como en el párrafo que sigue:
“Toda droga perniciosa que se coloca en el estómago, sea por prescripción médica o por la propia determinación, y que violente el organismo humano, perjudica toda la maquinaria” (Mensajes selectos, t. 2, pág. 321). ¿Implica esto que hubiera dicho lo mismo sobre todos los remedios médicos actuales?
Un problema típico
Consideremos un problema típico con que se enfrenta el médico: La paciente es una mujer de 63 años que ha sido conducida a toda velocidad al servicio de urgencias de un hospital con la respiración extremadamente entrecortada. Tiene una tos productora de cantidades masivas de mucosidad, y una gran hinchazón de las piernas hasta las rodillas. Cuando el facultativo le ausculta el pecho, escucha por todas partes estertores húmedos (sonidos que te indican que los pulmones están llenos de líquido). La exploración muestra que el corazón está dilatado, late violentamente y sin una frecuencia determinada. La paciente
sufre un colapso cardíaco, y a menos que se actúe rápidamente, la muerte es inminente.
Naturalmente, el facultativo ora. El médico cristiano halla gozo en la oración por sus pacientes. Ahora bien, sabe que Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos, y él ha sido preparado para ayudar.
Recuerda los métodos naturales. El ejercicio está fuera de lugar; el corazón ya está sobrecargado. El aire fresco y el sol no serán una ayuda en esta emergencia. El agua pura lo único que haría sería complicar las cosas, pues ya hay demasiada agua en el interior del organismo. Confiar en la conducción divina siempre es una ayuda, y ya lo está haciendo. Los fomentos dilatarían los vasos sanguíneos y además fatigarían al vacilante corazón.
¿Se te han agotado al médico todos los medios provistos por Dios? No del todo. Se deben hacer dos o tres cosas de inmediato si queremos salvar a la enferma. Debe deshacerse de varios litros de líquido, de lo contrario se ahogará con sus propias secreciones. Debe ser aminorada la marcha del corazón, que late violentamente y de un modo irregular que debe ser corregido. Los bronquíolos sufren un estado espasmódico, constreñidos y tensos, y esta situación también debe corregirse.
En estas circunstancias el médico debe recetar medicamentos. Puede optar por una inyección de digitalina y un diurético, y posiblemente un fármaco que frene los espasmos. El corazón aminorará enseguida su marcha y se regularizará. Los riñones empezarán rápidamente a producir litros de líquido. Los pulmones se vaciarán de agua y empezarán de nuevo a tomar oxígeno y a expulsar dióxido de carbono.
Suponga que usted es el médico. ¿Qué haría después de decir “oremos”? O suponga que usted es el paciente, o que el paciente es su madre, o un hijo suyo, o una hermana. Probablemente haría lo mismo que el facultativo: recetaría las moléculas milagrosas provistas por Dios, cada una para realizar un cometido específico, y cada una de ellas creada para participar en el rescate de un ser humano de la muerte.
Concluyendo, quisiera recalcar que lo que he dicho sobre el uso de medicamentos (drogas), presupone que el paciente ya se halla enfermo. Siempre que sea posible, desde luego, es mejor prevenir que curar. Después de la recuperación del enfermo, su educación en cuanto a cómo vivir saludablemente debería continuar.
Sobre el autor: El Dr. R. O. West es doctor en Medicina y profesor de la Universidad de Loma Linda