Juan el Bautista se encontraba en la prisión de Herodes, y la muerte ron- daba su celda. Confrontado con la horripilante suerte que le aguardaba, su fe en la naturaleza mesiánica de Cristo fue duramente probada. “¿Eres tú el que había de venir o esperaremos a otro?” (Mat. 11:3), fue la pregunta que le hizo llegar a Jesús por medio de sus discípulos. 

Jesús respondió: “Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (vers. 4, 5). Esta lista de señales milagrosas sólo podían caracterizar al que había de venir. 

Si los Juan Bautistas modernos probaran a nuestra iglesia con la pregunta “¿Eres la verdadera iglesia, o debemos esperar a otra?” ¿Qué responderíamos? ¿Podríamos decir que poseemos el fervor de la iglesia primitiva? ¿Podríamos mostrar el uso efectivo de los dones espirituales? ¿Podríamos señalar a 1 Juan 3:14 y decir: “Nosotros sabemos… porque amamos a los hermanos”? ¿Qué señalaríamos como prueba de que somos auténticos? 

Nuestro broche de identificación 

El desafío de ser la “verdadera iglesia” nos ha motivado a compartir nuestra singular perspectiva a través de los años. Pero hoy afrontamos un desafío mayor. ¿Somos en verdad la iglesia de Cristo? ¿Podemos, como Cristo, ofrecer indicadores tangibles que disipen dudas? ¿Cuánto tiempo más nos excusaremos diciendo que estamos atrapados en una inevitable etapa laodicense para no reflejar a Cristo? 

Nuestra primera reacción es recurrir a nuestros puntos singulares de doctrina: el sábado, el estado de los muertos, el espíritu de profecía y la reforma pro salud. También citaríamos el hecho de que somos una iglesia mundial. Por supuesto ello nos ofrece muy buenas credenciales. Sin embargo, éstas distan mucho de ser del tipo que Cristo compartió con Juan el Bautista, un prisionero que estaba obviamente en la lista de condenados, que se aferraba a su único rayo de esperanza: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”. 

Ninguna de las credenciales que Jesús citó eran de tipo doctrinal. Todas estaban relacionadas con la obra de “Restaurar en el hombre la imagen de su Hacedor”1 (Esto coincide con la información que muestra que la gente por lo general no abandona a la Iglesia Adventista del Séptimo Día por causas doctrinales, sino por relaciones y necesidades insatisfechas.) Las credenciales de Cristo se centraban en la obra de aliviar el sufrimiento y ofrecer sanidad. 

Una taxonomía del crecimiento del reino 

No es mi intención minimizar el valor de nuestras doctrinas. Ellas son el fundamento de nuestro sistema de valores. Lo que deseo más bien es situar la doctrina en sus relaciones apropiadas con una taxonomía omniabarcante del crecimiento del reino. Si amáramos genuinamente a la gente, manifestando bondad, compasión y ternura de corazón, habría cien bautizados donde ahora sólo hay uno. ¿No es significativo que Cristo validara su condición de Mesías señalando ante Juan el Bautista sus milagros de sanidad y de restauración de las vidas humanas? ¿No es interesante que él no validara su condición de Mesías refiriéndose a un cuerpo de creencias fundamentales? El señaló los frutos de un ministerio dotado de poder por Dios: “el Verbo hecho carne”. 

Si los habitantes de otras galaxias visitaran nuestro planeta hoy, y estudiaran las Escrituras desde el Génesis hasta el Apocalipsis, ¿encontrarían que la Iglesia Adventista del Séptimo Día es la misma encarnación del ministerio de Cristo? ¿Encontrarían los frutos de ministerios dinámicamente conectados con Jesucristo? ¿Identificarían a nuestra iglesia como la verdadera? ¿Se nos reconocería si nos despojáramos de nuestros atavíos doctrinales? 

Irónicamente, la iglesia ha llegado a ser como Jacob cuando trató de engañar a su padre Isaac, para que le diera el derecho de la primogenitura. Isaac percibió la apetitosa comida, palpó la piel de cabra que cubría las manos de Jacob. El diálogo fue más o menos así: 

Isaac: -¿Quién eres? 

Jacob: -Soy tu hijo Esaú, tu primogénito. 

Isaac: —Acércate para que pueda tocarte, hijo mío, y saber así si eres en verdad mi hijo Esaú o no. 

Isaac lo tocó y dijo: —La voz es la voz de Jacob, pero las manos son las manos de Esaú. 

Si nos aproximáramos a Jesús buscando su confirmación como discípulos, ¿tendríamos que cubrirnos con las doctrinas de la iglesia para ocultarle lo que en realidad somos? ¿Diría él: “Las doctrinas son mías, pero la vida es del César?” 

Muchos están haciendo la misma pregunta que hizo Juan el Bautista: “¿Es ésta la iglesia, o esperaremos a otra?” Estoy convencido de que no tenemos por qué seguir buscando más. Sin embargo, debería quitarse la máscara de las doctrinas y reconstruirse lo que realmente debe ser. Los modelos de ministerios que se centran en el Espíritu Santo como la fuente de los dones que dotan de poder a cada miembro y ministro deben ser puestos en su lugar. Sólo los métodos de Cristo pueden producir verdadero éxito. “El Salvador trataba con los hombres como quien buscaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía sus necesidades y se ganaba su confianza. Entonces les decía: ‘Seguidme’.2 Debemos llegar a ser en verdad lo que pretendemos ser: la iglesia verdadera de Cristo.