La frase ha de entenderse en el contexto del lenguaje bíblico, en el que se atribuyen todos los hechos directamente a Dios prescindiendo de las causas seguidas.

Dios conoce el corazón del hombre y sus pensamientos conoce la sicología de la conducta humana, y sabe cómo reaccionará frente a los reveses de la vida y los obstáculos que enfrenta. Sin embargo, no interviene en forma sobrenatural para justificar los resultados predichos. Si Dios tuviera una forma arbitraria de obrar en la vida de los hombres en la tierra, entonces el faraón, de quien se dice que Dios le endureció el corazón (Éxo. 4:21), sería una pobre y desvalida víctima de un poder superior e irresistible que actuaba caprichosamente sobre él. Faraón no tenía derecho de variar el curso de su comportamiento, puesto que ya estaban previstos y asegurados los resultados de sus actos ímprobos. No era dueño de su voluntad; para él, no había libre albedrío; aun cuando hubiera querido someterse a Dios, el poder divino que coaccionaba su libertad de elección lo alejaba de esa posibilidad. Faraón no estaría incluido, cuando menos en ese tiempo, dentro del plan salvador de Dios, y lo que es más, la actitud de Dios hacia ese ser humano podría ser interpretada como un exponente de su comportamiento con otros tantos seres que serían aplastados por la pesada mano divina sin que pudieran hacer uso de su derecho de elección. Habría seres humanos que justificarían su rechazo de Dios invocando las mismas razones que sembraron la desgracia en la persona del faraón.

Es ésta, sin embargo, una acción incompatible con la enseñanza general de la Biblia acerca del interés salvador de Dios por los hombres, sin distingos de raza, nación, o afiliación religiosa (Juan 3:16). El hace que su sol salga sobre buenos y malos, y que su lluvia llene de frescura a todos los hijos de los hombres. Tal ha sido el anhelo vehemente de Dios por la raza caída, que aun sabiendo que sería objeto de negación y menosprecio, vino al mundo en la persona de su Hijo, para que todos supiesen que se había reservado la mejor provisión para todos los que quisieran disfrutar del plan divino de la salvación.

Causas de su comportamiento

Lo que ocurrió en el caso del faraón debe ser examinado a la luz de la historia egipcia durante la dinastía faraónica. Si el faraón del Exodo fue Tutmosis lll[1], su éxito en todas las campañas militares, el hecho de que Egipto alcanzara una posición envidiable en el ámbito económico de la época, y el hecho de que el propio faraón fuera considerado como dios,[2] constituían elementos más que suficientes como para atribuírsele poderes insuperables. Por otra parte, si tuvo algún contacto con el Dios hebreo, la impresión recibida no fue la más deseable. Era el Dios de los hebreos, que en cierto modo, era también un Dios esclavo. La figura de Dios era visualizada por faraón a través de Moisés, pero juntamente con eso visualizaba al rival más competente al trono,[3] posición que le correspondía a Moisés por ser hijo adoptivo y favorito al trono de Hatshepsut, la supuestamente depuesta reina.[4].

La muerte o desaparición de la reina dio el trono a su sobrino, Tutmosis III, favorito de los sacerdotes.[5] La vuelta de Moisés podría significar para faraón una lucha por el trono; una revuelta con el pueblo organizado contra los egipcios, o la eliminación del trono por no ser legitimo heredero.[6] De manera que las manifestaciones apocalípticas de Moisés, no llegaban en principio al faraón, como pruebas del poder de Dios, sino como actos que revelaban el poder de un gran contendiente con desmedidas ambiciones políticas. Ese podía haber sido también el prejuicio de los magos hasta que se vieron obligados a admitir la presencia de un Dios superior (Éxo. 8:19). Aceptar la superioridad del Dios hebreo entraba en abierto conflicto con la naturaleza de alguien que era el dios de la nación, a la sazón, más grande y poderosa de la tierra.[7] Admitirlo era lo mismo que renunciar a su misma autoridad considerada divina, o al menos, reconocer al Dios de los esclavos superior al dios esclavizador.

El consciente rechazo de faraón

La pregunta: “¿Quién es Jehová?”, expresada por el rey, denota una desinformación voluntaria y una manera despectiva de referirse a Dios, identificándolo como un ente de poca significación; y la conclusión confirma esa actitud desafiante: “Yo no conozco a Jehová —y aunque lo conociera— no dejaré ir a Israel”.[8]  El poder temporal y el poder “sobrenatural” en las manos del rey, lo colocaban por encima de cualquier otro poder, y por lo tanto invencible. En el contexto de su propia historia, el faraón no encontraba razones lógicas para someterse al extraño Dios. La oposición y la resistencia deberían ser empleadas para mostrar a los intrusos representantes dónde realmente descansaba el poder. Fue así como desde el mismo comienzo, faraón dio muestras de poseer un corazón que se negaba a reconocer la presencia de la soberanía divina. Los tres diferentes vocablos hebreos que aluden a su actitud (Exo. 7:13, 22 ‘jazaq’ “hacer firme”; 7:14; 8:15, 32 ‘kabed’ “hacerse pesado”; 13:15 ‘gashah’ “hacer duro”), denotan la intensificación de una condición ya existente en la conducta del joven monarca.[9]

No hay duda que faraón era obstinado, que poseía voluntad y propósitos férreos, factores que le impidieron cambiar de pensamientos y ajustarse a las nuevas ideas. “Estas ideas están implícitas en la expresión bíblica ‘duro de corazón’ que no se refiere a las emociones, sino a la mente, a la voluntad, a la inteligencia y a las reacciones”[10] El temor por la seguridad física y la obstinación del monarca egipcio afloraron repetidas veces en el drama (Éxo 8:8, 9, 28, 32; 10:16, 17, 20, 24, 27, 28; 12:31, 32; 14:5), aunque siempre con iguales resultados.

Al resistir a Dios, faraón asumía una conducta deliberada y consciente. En Éxodo 9:27 el rey formula una clara confesión de su maldad, pero sus ruegos no provienen de un sincero arrepentimiento, sino de un temor por su seguridad, que desaparecía cuando veía alejarse el peligro. “Esas confesiones así como sus promesas no eran efecto de un cambio radical en su mente, sino que eran arrancadas por el temor y la angustia”.[11] El endurecimiento no es entonces una definida reacción a las plagas, sino más bien la descripción de un estado.[12] Nótese que la frase “endurecerse” aparece siempre después que la plaga ha sido retirada (Exo. 8:35). “No fue ejercido un poder sobrenatural, para endurecer el corazón del rey. Dios dio a faraón las evidencias más notables de su divino poder, pero el monarca se negó obstinadamente a aceptar la luz concedida”. [13] Toda manifestación del poder infinito que él rechazara lo afirmaría más y más en su rebelión. “Al mantener su terquedad y alimentarla gradualmente, su corazón se endureció cada vez más hasta que fue llamado a contemplar el rostro frío de su primogénito muerto”.[14]

Interpretación del texto

El término: “Yo endureceré el corazón de faraón”, no parece hallar una interpretación literal en las declaraciones de otros escritores bíblicos. En 1 Samuel 6:6, por ejemplo, el escritor atribuye a faraón mismo el acto de endurecerse; por otra parte, Moisés, el mejor testigo ocular del drama, afirma que faraón fue quien endureció su propio corazón (Exo. 7:13, 14, 22; 8:15, 19, 32; 9:7, 34, 35). El mismo Señor interpreta su declaración cuando reconoce en faraón una terquedad voluntaria (Éxo. 7:14). ¿Cómo podría exigirle a faraón un cambio de conducta en favor de su pueblo, si Dios mismo es quien anima y fortalece esa obstinación? (Éxo. 9:17). Los padres apostólicos, siguieron esa misma línea de pensamiento. Para Gregorio Nacianceno, “Dios reserva la última gota de su ira para vaciarla sobre aquellos que, en vez de ser salvados por su bondad, aumentan su obstinación, como el endurecido faraón, quien se recuerda como un ejemplo del poder de Dios sobre el impío”.[15] Y Agustín añade: “El hecho de que dice ‘he endurecido’ o ‘endureceré el corazón de faraón’ no implica que él —faraón— no endureció su propio corazón. Por esa misma razón se dice de él, después que fue removida la plaga de moscas de los egipcios, ‘Y faraón endureció su corazón también esta vez, para no dejar ir al pueblo”.[16]

Dios no necesitaba hacer uso de la fuerza para reducir al orgulloso rey y demostrarle su superioridad. Demás está decir que faraón no poseía condiciones para establecer una posición de igualdad a Dios. De ahí que endurecerlo para entrar en un litigio o un duelo desigual, rayaba en lo injusto, cualidad ajena a la naturaleza de Dios. La frase ha de entenderse en el contexto del lenguaje bíblico en el que se atribuyen todos los hechos directamente a Dios prescindiendo de las causas seguidas. Los prodigios efectuados por Moisés, enviado de Dios, ocasionan el endurecimiento de corazón del faraón y en este sentido éste se atribuye a Dios que obra los prodigios.[17] (Véase Deut. 29:4.) En otras palabras, cada manifestación del poder de Dios, lejos de atraer el corazón del rey, lo endurecía y lo tornaba más obstinado. Aun cuando él está consciente del poder superior que actúa cuando le ruega a Moisés “pide a Dios por mí”, en vez de reconocerlo y someterse a él, termina rechazándolo. Las obras grandiosas de Dios fortalecían gradualmente la abierta negación del rey a reconocer al Dios superior.

Se repite la historia

Exactamente lo mismo le ocurrió a los dirigentes judíos con relación a las obras de Jesús. Las evidencias divinas que le acompañaban sólo contribuían al rechazo y menosprecio (Juan 9:28) de los líderes religiosos, y las obras que estaban más allá de su comprensión eran atribuidas al príncipe de los demonios (Mat. 9:34). La resurrección de Lázaro, un hecho insólito en la historia del pueblo judío, era la prueba culminante de la identidad divina de Jesús. Con dicho acontecimiento todo elemento de duda debía desaparecer. El milagro no se podía atribuir sino a alguien que poseyera credenciales divinas, pero algunos de los dirigentes que presenciaron el evento acudieron a los fariseos con la información que produjo este desesperado interrogante: “¿Qué haremos?, porque este hombre hace muchos milagros” (Juan 11:47). El mayor de todos los milagros y la prueba irrecusable de su divinidad, en vez de inclinar el corazón de los dirigentes en humilde y temeroso reconocimiento, sólo sirvió para apresurar y llevar a efecto el plan ya previamente concebido de eliminarlo (Juan 11:50). Para Caifás, Jesús no era un hombre común (Juan 11:47), pero no podía permitir que su propio poder y la influencia que ejercía sobre el pueblo se desplomaran de repente frente al hombre ya tantas veces rechazado por los representantes del gobierno.

Para él, Jesús era su rival. Aquí se establecía otra lucha desigual que terminaría también en el rechazo deliberado por los líderes religiosos y la eliminación física (Juan 7:51) del Hijo de Dios como la suprema y única salida momentánea; una repetición histórica de la actitud decidida de faraón en circunstancias semejantes (Éxo. 10:28). Aun cuando posteriormente un buen número de sacerdotes reconoció en Jesús al “Dios con nosotros” (Hech. 6:7), los que se habían mantenido en abierta oposición continuaron alimentando su terquedad, primero sobornando a los soldados romanos para que negaran la resurrección de Jesús (Mat. 28:11-15), un hecho imposible de ocultar, luego rechazando las obras, que en su nombre, realizaran sus seguidores (Hech. 4:16)

En este sentido, la actitud asumida por los líderes religiosos difiere poco de la del faraón, y ambas pueden ser calificadas como actos voluntarios de rechazo a las claras evidencias de la presencia divina. Faraón no vio a Dios, sino sólo sus obras, y aun así lo rechazó. Los líderes religiosos no sólo vieron sus obras, sino también a Dios en plena acción; mas, aun así, Jesús siguió siendo para ello presado en forma vulgar y despectiva (Hech. 5:8).

No es Dios quien endurece el corazón de un individuo mediante intervenciones sobrenaturales; este acto es el producto de las experiencias normales de la vida que operan a través de los principios del carácter de la naturaleza humana que son determinados por él.[18] La interpretación de la dureza y obstinación del hombre como parte de los designios de Dios no elimina la libertad y responsabilidad de parte del hombre, pero prueba que el “resultado de la impiedad puede ser usado por Dios para sus propios fines”.[19]

Por lo tanto, Dios no es responsable del comportamiento impropio del hombre que lo rechaza vez tras vez en su necio afán por ignorar su poder y sus obras. Es, en última instancia, la maldición del pecado que endurece el corazón y lo hace cada vez menos susceptible a las manifestaciones del amor, la paciencia, fidelidad y misericordia divinos. A Dios sólo se le puede atribuir la acción de endurecer el corazón de dos maneras: permisiva, cuando da tiempo y margen a las manifestaciones de oposición humana; y, efectiva, por las continuas manifestaciones de su voluntad, las cuales llevan al duro de corazón a tal extremo de obstinación, que no puede retornar al pensamiento sensato, y así el pecador endurecido se hace reo del juicio divino.[20]

Sobre el autor:  El Dr. Ramón Araújo Cuevas es profesor de religión del Seminario Adventista Latinoamericano de Teología de la División Sudamericana.


Referencias

[1] Enciclopedia de la Biblia II (Barcelona: Ediciones Garriga, S.A., 1964), pág. 1.128.

[2] J. Bright, Historia de Israel (Sao Paulo: Ediciones Paulinas, 1978), pág. 140.

[3] Elena White, Patriarcas y profetas (Washington, D.C.: Review & Herald Ass., 1958), pág. 245. George Fohrer, Historia da Religiáo de Israel (Sao Paulo: Edicoes Paulinas, 1982), pág. 78.

[4] White, Patriarcas y profetas, pág. 250.

[5]Enciclopedia Británica, tomo 8 (Chicago: Enciclopedia Británica Inc., 1950), pág. 72.

[6] Enciclopedia de la Biblia II, pág. 1.128.

[7] J. Bright, Historia de Israel, pág. 136.

[8] La frase entre guiones es del autor.

[9] Samuel Schuttz, The Old Testament Speaks (N.Y.: Harper and Row Pubis., 1970), pág. 50.

[10] Ray Alan Colé, Exodus (London: Inter-Varsity Press, 1963), pág. 74.

[11]Patriarcas y profetas, pág. 275.

[12] Brevard Schild, The Book of Exodus (Phil.: The Westminster Press, 1974), págs. 171-174.

[13] Patriarcas y profetas, pág. 273.

[14] Ibíd.

[15] Charles Gordon Brown and James Edward Swallow, Saint Gregory Nazianzen, tomo Vii (Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans Pubis. Co.), pág. 248.

[16] Philip Schaff, Nicene and Post Nicene Fathers (Grand Rapids; Wm. B. Eerdmans Pubis. Co., 1971), pág. 464.

[17] Alberto Colunga y Maximiliano García, Biblia Comentada I (Madrid: Editorial Católica, S.A., 1961), pág. 414.

[18] Ray Alan Colé, Exodus, pág. 75.

[19] Coert Rylaars Dam, “Exodus”, The Interpreter’s Bible, tomo 1 (Nashville: Abingdon Press, 1952), pág. 881.

[20] C. F. Kell and F. Delitzch, Theology of The Old Testament, tomo 1 (Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans Pubis. Co., 1960), pág. 674.