Era una tarde de sábado. El río se estrechaba mientras el pequeño barco de madera cortaba las aguas. Navegamos en dirección a una más de las iglesias de nuestro nuevo distrito pastoral, en plena Amazonia. Por fuera, el calor húmedo nos dejaba transpirados; por dentro, el calor de la aventura misionera nos volvía apasionados.
Mi esposa embarazada, nuestra hija de un año y medio y yo disfrutábamos del maravilloso paisaje de la floresta cuando me avisaron que estábamos llegando. Mientras miraba atento, intentando divisar la iglesia, oí el sonido de alabanzas. De repente, vi una escena inolvidable: los hermanos estaban tan felices con la llegada del pastor que no nos esperaban dentro de la iglesia, sino afuera, en la ribera del río. Ellos no me conocían, pero no importaba mi identidad. Bastaba con saber que su pastor había llegado.
Al ver la alegría de aquel pequeño rebaño que me aguardaba, se me hizo un nudo en la garganta y los ojos se me empañaron con lágrimas. Al salir del barco, antes de recibir muchos abrazos, la mirada firme y brillante de un líder llamó mi atención; su sonrisa pronunció algunas de las palabras más profundas que alguna vez oí: “Estábamos esperando un pastor desde hace cuatro años”.
Aquella tarde, ministramos con toda la pasión de nuestro corazón. Además del sermón, realizamos la Santa Cena y el bautismo. Escenas similares se repitieron muchas veces en la ribera de grandes y pequeños ríos. Cuando recibí el comunicado de que debía dejar el interior para ser pastor de una gran iglesia en Manaos, me arrodillé al lado de la cama y, llorando, oré: “Señor, ¿será que un día sentiré nuevamente tanta realización, tanta pasión siendo pastor como la siento aquí? ¡Ayúdame, Señor!”
Las cosas cambiaron bastante. Cambiamos los ríos por las calles, visitábamos departamentos en lugar de chozas, condominios en lugar de comunidades ribereñas y hasta mansiones con piscinas en vez de palafitos sobre igarapés. Durante algunos meses, oré: “¿Por qué me trajiste aquí, Señor? Allá yo era tan útil”. Simplemente, no sentía que estaba marcando tanta diferencia. Estaba en la principal iglesia del Campo. Todos los sábados había no solamente uno sino, frecuentemente, varios pastores en la congregación.
Luché con Dios y lloré muchas veces. Estaba en un contexto tan diferente que mi estrategia pastoral no tenía el mismo efecto. En la ciudad, ante mentes influenciadas por el relativismo, donde la vida espiritual es apenas una porción de lo cual yo formaba parte, mis acciones no tenían el mismo impacto. Seguí sin sentirme realizado como antes, hasta que comencé a vivenciar en la nueva iglesia que plantamos el gusto del lento y difícil proceso del discipulado.
Lavar platos hasta tarde en la noche; pensar en un regalo simple, pero significativo; volverse vulnerable; escuchar más y hablar menos; estar disponible de verdad; caminar al lado, atento para ministrar a alguna necesidad; orar e interceder persistentemente; fue así que lentamente fui cambiando el foco de los programas y colocándolo en las personas. Durante los últimos seis años he experimentado el privilegio de discipular a personas como nunca lo había hecho, y ver a esas personas discipulando a otras es para mí la gran confirmación de mi ministerio.
Volví a tener aquella maravillosa realización como pastor, al llevar a la iglesia al persistente proceso del discipulado comprometido. La congregación pasó a ver el bautismo como parte del proceso, y no como un fin en sí mismo. Algunas personas tardan meses, dos años o hasta más para comprometerse totalmente con Cristo. Pero lo que más me hace sentir realizado actualmente es verlas haciendo eso de verdad. En los últimos cuatro años, nuestra iglesia tuvo una tasa media de crecimiento real del 12 %, con apenas 5 % de apostasía entre los que fueron bautizados a partir del nuevo énfasis.
Actualmente, la pasión y el objetivo de mi ministerio es trabajar y luchar, conforme al ideal presentado por Pablo, no simplemente para anunciar a Cristo a todos, sino “a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús” a quienes estoy discipulando (Col. 1:28). Esa pasión por hacer –y llevar a la iglesia a hacer– nuevos discípulos hacia la madurez, reaviva en mi corazón aquellas palabras dichas hace algunos años, surgiendo como un nuevo llamado para mí, ante los desafíos del discipulado en la Posmodernidad: “¡Estábamos esperando un pastor desde hace cuatro años!”
Sobre el autor: pastor en Manaos, Rep. del Brasil