Lecciones de una parábola extraña

            Ocurrió durante un estudio bíblico que duraría cinco horas (normalmente no tardo más de 40 minutos en un estudio bíblico). En la sala estaban unas 15 personas, ávidas de saber más del evangelio. De repente, alguien lanzó la pregunta: – ¿Entonces Dios nos perdona no importa lo que hagamos? -Sí -fue la breve respuesta-, así lo enseña la Biblia.

            -Pero -insistió, con una expresión de duda reflejada en su rostro-, si hemos cometido el mismo pecado en el pasado una o más veces, ¿Dios nos perdona?

            -Hermana -respondí con plena seguridad-, si la persona se arrepiente con sinceridad, la Biblia dice que Dios se goza en perdonamos, ‘hasta setenta veces siete’.

            A continuación, procedí a explicarle con más detalles la grandeza del amor de Dios, pero su conclusión me estremeció:

            -Si es así, ¿de qué sirve estar en la iglesia? Sena mejor darle gusto a la carne, y cuando sea grande me arrepiento, y asunto arreglado.

            Me estremecí porque tengo la impresión de que esa es una forma muy común de pensar entre los jóvenes adventistas. Algunos dicen: “La iglesia es para los viejos, para los que ya disfrutaron del mundo y ahora pueden dedicarse a la religión”. “Sé que algún día lo haré, pero quiero ‘vivir’ un poco antes de entregarme”, dicen otros. Todo eso me hizo recordar la parábola que nunca me gustó de niño: la parábola de los obreros de la viña, que se encuentra en Mateo 20:1-16.

            El dueño de la viña salió a buscar trabajadores muy temprano por la mañana y convino con ellos en pagarles un denario (el salario justo por un día de trabajo). Poco después, a la hora tercera del día, salió por más trabajadores y contrató a varios diciéndoles que les pagaría lo justo. Más tarde volvió a salir a la hora sexta, a la novena y a la undécima; cada vez contrató a otros más, prometiendo pagarles lo justo. Al final del día el dueño pidió al mayordomo que pagara el jornal a los obreros, comenzando desde los postreros, es decir, los que habían sido contratados a la hora undécima y que no habían trabajado más que una hora, y le ordenó que les pagara un denario, el salario que correspondía a un día de trabajo.

            Y aquí comienza el problema, porque los que habían sido contratados al principio del día, y por lo tanto habían trabajado las doce horas completas, al ver que a los que no habían trabajado más que una hora les pagaban un denario, esperaban, por un sentido de elemental justicia, que les pagaran más. Cuando sólo recibieron un denario, el salario convenido, “murmuraban” (vers. 11).

            Pero el “padre de familia” les dijo que no tenían razón para protestar. Un denario era la paga convenida, habían recibido esa cantidad, y, por lo tanto, su salario “justo”. A quienes habían sido contratados a las horas sexta, novena y undécima, no se les había prometido el salario de un día, sino que habían recibido la promesa de que el “padre de familia” les pagaría “lo que sea justo” (vers. 4, 5,7). Y el padre de familia consideró que lo justo era pagarles a estos postreros lo mismo que a los primeros.

¿Cómo será la recompensa en el cielo?

            ¿Hará Dios diferencia a la hora de dar las recompensas? ¿Recibirán una mayor porción los que hayan servido a Dios durante más tiempo y soportado más pruebas y penurias? Hasta donde sé, no habrá diferencia en las recompensas con base en años de fidelidad, sacrificios, pruebas, etc. No habrá casas más cómodas o más grandes, ni túnicas más brillantes para los que estuvieron más tiempo en la iglesia. Quizá la única diferencia que habrá serán más estrellas en la corona por las almas ganadas y el gozo de un largo y fructífero servicio. Si esto es así, alguien podría pensar “No importa cuándo me entregue, si alcanzo a tomar el último tren al cielo, habré hecho un buen negocio; después de todo, la recompensa será la misma”.

            Otros son más inteligentes y piensan así: “Bueno, no sé qué día moriré, así que mejor me entrego hoy, no sea que un accidente me arrebate la oportunidad de arrepentirme”. Pero éstos hablan mucho de los “sacrificios” de la vida cristiana; “añoran” el mundo, hacen los “sacrificios necesarios” para lograr pasar al cielo, aunque sea con la calificación mínima aprobatoria. Son cristianos que se preocupan por los límites que existen entre lo bueno y lo malo. Les gusta preguntar: ¿Hasta dónde es correcto esto o aquello? ¿Hasta dónde puedo avanzar sin pecar? Pareciera que intentan vivir regateando con Dios y con sus normas, de tal manera que puedan desenvolverse lo más cerca posible del mundo; pero claro, sin pecar. Aman al mundo, lo llevan en el corazón, y la vida cristiana se convierte en una especie de vía crucis llena de negaciones dolorosas con tal de obtener la recompensa.

            ¿Por qué contaría Jesús una parábola como ésta? ¿No les suena extraña? ¿Cuál es el mensaje? Lo importante es que en ella el dueño de la viña representa a Dios, que es Dueño de todo. ¿No le parece que es un tanto injusta? Pero esta parábola nos enseña preciosas lecciones. Acompáñeme a descubrirlas.

Dios se goza en recompensar a sus hijos

            Hacía sólo unos momentos que Jesús había invitado a un joven rico y promisorio para que fuera su discípulo. Tristemente para él, seguir a Jesús representaba un sacrificio muy grande: dejar todo lo que tenía.

            Pedro quedó pensando: Yo tenía una barca, no era rico, pero dejé todo para seguir a Jesús. ¿Cuál será mi recompensa? Quizá Mateo pensó en el buen puesto que había abandonado en et gobierno romano. Santiago y Juan habían dejado la barca de su padre. Al parecer, otros pensaban igual, porque Pedro se atrevió a hacer la pregunta en nombre del grupo: “He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido; ¿qué, pues, tendremos?” (Mat. 19:27).

            La respuesta de Jesús excedió sus más caras expectativas: “De cierto os digo que, en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna” (Mat. 19:27, 28).

            Sólo Dios puede ofrecer una recompensa tan grande por un servicio tan pequeño. Porque, pensándolo bien, ¿qué le ofrecemos a Dios? ¿Nuestros pecados? En ese caso la recompensa no es un salario, sino un regalo. Si recibiéramos el salario que realmente merecemos por nuestra vida o nuestro servicio, no importa cuán grande fueran, sin duda sería la muerte, porque todos hemos pecado (véase Rom. 6:23).

            Sin embargo, Dios se regocija en anunciar su recompensa para los que creen en Cristo Jesús. De hecho, Jesús es galardonador de los que le buscan (véase Heb. 11:6). El galardón es importante, y Dios espera que nos regocijemos en él. Ninguna aflicción del presente es tan grande que opaque el galardón de Dios (Rom. 8:18). Elena de White dice claramente que cuando estemos en el cielo todos diremos, sin importar cuánto hayamos sufrido: “Cuán poco nos ha costado el cielo” (El conflicto de los siglos, pág. 706).

            Lo que importa es que todos recibiremos lo mismo. La recompensa es tan grande que en ninguna mente subirá el pensamiento de que es injusta. El tema favorito de estudio de los redimidos será esta “salvación tan grande” (Heb. 2:3) por toda la eternidad. El tema del amor de Dios y su redención nunca se agotará, aunque dediquemos a su estudio todos los siglos sin fin de la eternidad.

Entendamos la recompensa

            ¿Qué representa el denario? ¿Casas de oro, palmas de victoria, el árbol de la vida? No. Representa mucho más que eso. Representa a Cristo Jesús. Cristo es el Sol brillante que ilumina la tierra nueva (véase Apoc. 21:23). Jesús es la vida eterna. Él es quien da significado al cielo. El será el gozo de los redimidos por los siglos sin fin. Como dice el himno:

            “¡Oh!, ¡qué será ver a Cristo! ¡Qué será ver al Señor! Prometiónos llevar al eterno hogar, mas, ¡oh!, ¡qué será ver a Cristo!” (Himnario adventista, No. 316).

            Si ver a Cristo, estar con él, será la mayor bendición, el mayor gozo y la mayor recompensa de los redimidos, todos recibirán la misma medida. Por eso es que el dueño de la viña dio a todos los obreros la misma paga: un denario. El salario de la salvación no depende de cuánto tiempo servimos a Dios ni de la eficiencia demostrada. Depende únicamente de la generosidad del Padre de familia. Nadie se salvará por haber servido a Dios sino porque el Dios a quien servimos es infinitamente misericordioso. “Al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Rom. 4:4,5). Y puesto que la recompensa dependerá de la gracia y la misericordia del Padre de familia y no de cuánto tiempo ni con cuánta eficiencia le sirvieron los jornaleros, todos reciben la misma recompensa: ver a Cristo y vivir con él en el reino de su Padre por la eternidad.

            Lo maravilloso de esta recompensa es que podemos comenzar a disfrutarla hoy mismo. No necesitamos esperar la llegada del reino de la gloria para empezar a disfrutar nuestra recompensa. “El reino de Dios está entre vosotros” (Luc. 17:21), “para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Efe. 3:17). Podemos tener a Cristo hoy, aquí y ahora, andar con él cada día y empezar a gustar del “don celestial” y “los poderes del siglo venidero” (Heb. 6:4, 5). ¿No es maravilloso que podamos comenzar a disfrutar hoy la recompensa de los redimidos? A esto se refirió Jesús cuando dijo que quienes hayan dejado todo por su causa “recibirán cien veces más” en esta vida (Mat. 19:29) “Cuando el cristiano recibe ‘cien veces más en esta vida’, experimenta el gozo de la camaradería cristiana y la satisfacción mayor y más intensa que proviene de servir a Dios” (Comentario bíblico adventista, tomo 5, pág. 448).

            Me gusta pensar en los clubes de conquistadores como un ejemplo de lo que estamos diciendo. La ceremonia de investidura es importante, pero no lo más importante. Son las experiencias vividas durante el año, las aventuras, los campamentos, las fogatas, las caminatas, la lluvia que inundó las tiendas de campaña, etc., las que dan significado a la investidura. Muchas veces los miembros nuevos preguntan a los más antiguos: “Cuéntame, qué sucedió”.

            Imagino que en el cielo ocurrirá lo mismo. Aquellos que no tuvieron el privilegio de caminar con Jesús en esta tierra, les pedirán: “Cuéntame… Dime… ¿qué significó para ti caminar con Jesús?” De hecho, muchos que conocieron a Jesús en la edad madura, después de haber cometido errores casi irreparables, dicen: “Me habría gustado haber nacido en la iglesia”.

            Oh, sí, la parábola de los obreros de la viña parece un tanto extraña, pero está llena de grandes lecciones y bellas promesas.

¿”Malas nuevas” del evangelio?

            Desafortunadamente hay quienes dan la impresión de que para ellos el evangelio significa “malas nuevas”. Consideran la vida cristiana un requisito (y hasta un “mal necesario”) para obtener la recompensa que Dios ofrece. Para ellos la vida cristiana carece de alegría, cuando en realidad debería depararles el mayor gozo. A veces ocurre que cuando una persona se bautiza prácticamente le dan el “pésame”: “Prepárate para las pruebas, la vida cristiana es difícil, hay muchos hipócritas en la iglesia, no te fijes en los demás, fíjate en Cristo”, etc. ¿Que es difícil la vida cristiana? ¿Qué hay pruebas? ¿Qué hay hipócritas en la iglesia? Por supuesto que sí, pero el cristiano que conoce y comprende el gran conflicto en que estamos inmersos, no espera calma y tranquilidad. De hecho, se prepara para transitar un camino angosto, ascendente y escabroso. El Señor mismo lo dijo: “No he venido para traer paz, sino espada” (Mat. 10:34). ¿Es muchas veces difícil y lleno de pruebas y aflicciones el camino de la vida cristiana? Por supuesto que sí, pero al cristiano nada de esto lo sorprende ni desanima, pues se le ha dicho: “Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido… sino gozaos…” (1 Ped. 4:12,13).

            El camino de la vida cristiana es y debe ser gozoso, no porque sea una senda idílica, según el punto de vista del mundo, libre de problemas y dificultades; sino porque el cristiano anda con Cristo en cada tramo de ella. ¿Es imposible que el camino de la fe cristiana sea esencialmente gozoso? No, al contrario, es natural. “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!” (Fil. 4:4). “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas” (Sant. 1:2). ¿Es esto explicable? Claro que sí: Cristo es la Fuente de gozo permanente del cristiano.

            Por tanto, ¿hay injusticia en la distribución de recompensas en la parábola de los obreros de la viña? No, es la más justa y la más misericordiosa, porque Dios, “el Padre de familia”, ama entrañablemente a sus hijos.

Sobre el autor: es director del Departamento de Jóvenes de la Asociación Central, en la Unión Mexicana del Norte.