Tal como está organizado actualmente el protestantismo, la dignidad, influencia y prosperidad de la iglesia local dependen, en gran parte, de la personalidad, el carácter y la capacidad de su ministro. Se puede afirmar que, en general, una iglesia dada es tal como su pastor. Con frecuencia una iglesia que prospera bajo un pastor languidece bajo su sucesor: o, con la misma frecuencia, una iglesia que ha mostrado pocas señales de vitalidad mientras era administrada por un hombre, súbitamente revive cuando otro toma su lugar. En este sentido nuestras llamadas iglesias libres están en desventaja con respecto a las iglesias autoritarias, cuya fuerza reside en la institución misma de la iglesia, en sus dogmas y sacramentos inmutables. En ellas la autoridad y la dignidad de la iglesia no varían de acuerdo con la personalidad, ni aun la capacidad del pastor. Porque él no es más que el medio por el cual la gracia de Dios pasa al creyente. La autoridad y dignidad de la iglesia residen en la “gracia”, y ésta no sufre alteraciones debido a la personalidad de aquel que sirve de intermediario. Es indiscutible que el protestantismo ganaría en estabilidad y seguridad en nuestro mundo moderno, si recobrara el concepto de la iglesia como un organismo divino, dotada de una divina autoridad en su verdad, su culto, sus sacramentos, y menos dependiente de la personalidad y capacidad de sus ministros.
Tal como son las cosas, sin embargo, sobre los hombros del pastor encargado de una iglesia protestante descansa una pesada responsabilidad. Él debe decirse: lo que soy, lo que hago, la manera en que realizo mi trabajo ha de determinar en gran parte la influencia y prosperidad de la iglesia que está a mi cuidado. Este hecho, en sí, naturalmente da cierta dignidad a su trabajo. Si bien le impone una gran responsabilidad, le ofrece también una brillante oportunidad. Apela fuertemente a su imaginación, a su voluntad y a su ambición. Enciende el fuego de una profunda consagración, de un propósito determinado de ser todo lo que un ministro ungido por Jesucristo puede y debe ser para que por medio de él la iglesia ejerza plenamente su influencia sobre las vidas humanas y, de esa manera, sobre el mundo. No hay posibilidades más gloriosas para servir a la humanidad, que las que han sido puestas en manos del más humilde de los pastores en nuestro mundo moderno.
Para conocer todo el gozo y el romance del ministerio, es necesario, sobre todo, haber recibido un claro y auténtico “llamado” a este profético y sacerdotal oficio. Hay otras maneras de servir a Dios, pero el ministerio es algo distinto, aparte, peculiar. No es algo que uno escoge, sino más bien para lo cual es escogido. La mano del Señor, en un sentido muy real, se posa sobre uno, y se tiene conciencia de haber sido llamado a trabajar en su obra. No es que uno pase revista mentalmente a las distintas profesiones que se le ofrecen y elija el ministerio, por razones meramente prudenciales, como la profesión más adaptada a sus gustos y capacidades. Debe uno repetir en su propia experiencia la experiencia de Amos, de Isaías, de Jeremías, de Pablo, que ha sido siempre la experiencia de todo verdadero profeta de Dios. Estos hombres no eligieron su misión. Fueron llamados a asumirla. Hubo un día, una hora, un momento en que la palabra del Señor llegó a ellos. Todo esto puede parecer muy místico, pero es intensamente real. Y todo verdadero ministerio se funda en el hecho y la realidad de este llamamiento. No debiera entrar en el ministerio nadie que pueda mantenerse afuera de él. Uno debe poder decir: “Para esto he venido al mundo”.
Esta profunda convicción de haber sido llamado por Dios para servirle en esta forma única debe proporcionar al ministro la pasión, el idealismo, la libertad que será el secreto de su gozo y de su inagotable entusiasmo; y que arrojará un manto de romance sobre toda su obra. Sólo esto podrá salvarlo del desaliento, de la desilusión y la desesperanza, y procurarle una profunda, inagotable fuente de contentamiento a medida que pasan los años.
Nada más, ni nada menos que la convicción de haber sido llamado por Dios a esa tarea y de que Dios nunca le abandonará; de que es un colaborador de Dios, cuyos propósitos nunca pueden fallar. Aceptará contratiempos, dificultades y desilusiones como parte de su recompensa. Pero estas cosas no lograrán nunca apagar el fuego de sus esperanzas y pasiones. Para él, la vida es una gran aventura. Al final de su vida y su labor, estará más vivo que al principio. Y al mirar hacia atrás podrá decir: “No he tenido realmente un día desgraciado en todo mi ministerio”. Porque la felicidad que ha experimentado ha balanceado siempre cualquier fracaso transitorio. Su felicidad suprema ha sido la de aquel que ha sido llamado a una vida de supremo sacrificio y servicio.
Dos seguridades acuden de inmediato en apoyo de aquel que, atendiendo al llamado divino, se consagra a la obra del ministerio. La primera es que las cualidades fundamentales necesarias para la realización de su labor no son las de un superhombre. Están al alcance de cualquier hombre consagrado. No se requiere que sea un hombre de capacidad intelectual excepcional, que esté dotado de características destacadas que llamen de inmediato la atención y reclamen la admiración de los demás, ni que tenga alguna suerte de dones especiales. Lo que se requiere es la virtud inherente al hombre como tal, tocada y estimulada y dulcificada por el espíritu de Jesucristo. La espiritualización de todas las capacidades normales más que la posesión de poderes inusitados es el elemento necesario. La segunda base para el optimismo es que las capacidades ordinarias, cuando son tocadas por el espíritu de Dios, se convierten en extraordinarias. Los discípulos no estuvieron listos y aparejados para su labor apostólica hasta que no pasaron por la experiencia pentecostal. ¡Qué hombres llegaron a ser entonces! Y en nuestros días, que un ministro sin especiales dotes intelectuales ni rasgos destacados sea bautizado como con fuego por el Espíritu Santo, y su vida se verá dotada de una increíble influencia sobre las vidas de otros hombres. No hay sobre la tierra nada más romántico que los insospechados poderes así despertados en las vidas de siervos de Dios que pueden haber parecido, tanto a otros como a ellos mismos, dotados de sólo moderadas capacidades humanas. A quien Dios exige para ser su profeta lo apareja para la tarea.
Para realizar una labor efectiva en el ministerio es necesario poseer abundancia de salud y energía física y nerviosa. Hay excepciones a esta regla, pero son excepciones. Lo cual no quiere decir que alguien que se sienta llamado a ella deje de emprender esta obra por no ser robusto. Lo probable es que sus fuerzas crezcan paralelamente a las exigencias. Nada hay en la vida tan asombroso como la acomodación gradual de nuestros poderes a una tarea que está de acuerdo con nuestra naturaleza. El contento y ¡a satisfacción interior que uno experimenta al realizarla parecen desarrollar las necesarias condiciones físicas para su cumplimiento. Al mismo tiempo, también es cierto que una de las obligaciones más sagradas del ministro es el cuidado de su propia salud. Por regla general, los ministros viven mucho más a pesar de los tremendos esfuerzos a que están sujetas sus energías físicas y nerviosas. Esto es debido a su manera de vivir sencilla, austera, abstemia, si no ascética. Y también a que sus recursos espirituales los libran de temores, ansiedades y complejos que acosan a muchas personas. Además, no se encuentran envueltos en las dificultades que hacen que muchas vidas fracasen. Aunque tienen que llevar cargas pesadas, viven apartados de ese tipo anormal de existencia que se asemeja a lo macabro, lo frívolo, lo insano.
Sin embargo, dentro de su propia esfera el ministro puede sentirse tentado a esfuerzos excesivos, a un imprudente desgaste de energías, a desoír las demandas de la naturaleza en cuanto a descanso y recreación, cosas esenciales para el bienestar físico. Y a no ser que esté en pleno goce de su vigor físico, no estará “enteramente aparejado para toda buena obra”. Los sermones predicados en tono menor no son edificantes. Un ministro que no duerme bien o que es dispéptico, no es probable que pueda elevar su voz como una trompeta. Su impacto sobre otros carecerá de espontaneidad, de precisión, de frescura, de flexibilidad. Sin el humor que es hijo de la salud, marchará con paso tardo. De Henry Martyn se dijo que no tenía un solo nervio adormecido. Lo mismo debiera poder decirse de cada ministro o pastor. Su paso debiera ser elástico; su voz clara y brillante; su misma presencia debiera ser vivificante, una transmisión a otros de la vida y la fuerza abundantes que hay en él. Debiera poseer un poder como el de Whitefiel, de quien se ha dicho: “Era algo que quemaba a los hombres como el fuego; que los doblegaba como el viento; que los llevaba como una ola del mar. No se podía dar con el secreto. Lo poseía, sencillamente. En parte estaba en su voz; pero la voz es sólo una parte de esta ecuación personal. Era magnético, sea esto lo que fuere; porque éste es el nombre que damos a un secreto. Algunas personas nos dicen una cosa, y la oímos; otras nos la dicen, y la sentimos. Allí está la diferencia. Algunos hombres son máquinas lógicas, máquinas de calcular; otros respiran en nuestras almas y éstas se elevan para recibir su aliento, como las flores levantan sus corolas al soplo de la brisa primaveral”.
Centro y fuente de una vida tal son los recursos inagotables de la energía física. Estos a su vez dependen de un cuidadoso ordenamiento del diario vivir para tal fin. Cada cual debe descubrir el régimen de comidas, descanso y sueño que mejor cuadre a sus necesidades físicas. Y a él debe ajustarse rígidamente, no permitiendo que nada lo interrumpa. Lo que para otros pueda ser permisible, quizá no lo sea para él. El guarda celosamente su salud. Para el pastor no hay “fines de semana”. Los días que para otros son de descanso, para él son de trabajo más agotador. Ni hay días de la semana en que se vea libre de compromisos. La leyenda del “lunes del pastor” sólo circula entre aquellos que no lo conocen. Por regla general trabaja siete días por semana, todos los meses del año.
De ahí la necesidad de que se imponga a sí mismo ciertos periodos de descanso, cuando pueda escapar de las insistentes llamadas telefónicas y de la campanilla de la puerta y entregarse a un completo reposo. Si es sabio, hará de sus vacaciones una época de absoluto reposo, entregándose a la vida al aire libre y vaciando su mente de todo lo que comúnmente la ocupa. Así podrá volver a sus tareas fresco y con nuevos bríos. Estos consejos puede que no convengan a todos los casos. Lo esencial, sin embargo, es que el ministro esté enteramente aparejado, físicamente, para toda buena obra.
Y también debe estar bien fortificado mental e intelectualmente. No se requiere que el ministro sea un intelecto brillante, pero sí que sea intelectualmente competente. Ningún ministro hoy en día puede ejercer una verdadera influencia si sus ideas van a la zaga del pensamiento de nuestro mundo moderno. Los bancos de cualquier iglesia, grande o pequeña están ocupados hoy por hombres y mujeres educados en las modernas formas de pensamiento. Podrá un ministro ser todo lo piadoso que se quiera, todo lo ardiente que sea posible, pero que demuestre no conocer las ideas básicas que gobiernan el pensamiento de la gente, y perderá toda su influencia sobre ella. Lo respetarán personalmente, tendrán reverencia por su piedad, pero sencillamente no escucharán lo que les diga. De ahí que preparación en todas las disciplinas seculares. Debe estar al tanto de los descubrimientos de la ciencia, la filosofía, la psicología, la sociología. No necesita ser un erudito en todas estas cosas, pero debe estar bien familiarizado con la geografía de la mente moderna.
Probablemente ninguna otra generación en la historia humana haya tenido que ajustar su pensamiento a tantos hechos, de tan distintos sectores, en tan corto espacio de tiempo como han tenido que hacerlo los hombres y mujeres de nuestros días. Especialmente en la esfera de la religión y la moral. El ministro debe estar bien informado sobre todo esto, porque está tratando con personas que han sido influidas, si no persuadidas, por ideas que están en abierta oposición a las enseñanzas religiosas tradicionales. Cuando el ministro demuestra en cada palabra y en todo su acento que conoce esas modernas tendencias del pensamiento, que sabe lo que han enseñado aquellos que discuten o niegan aún los principios más elementales sobre los cuales descansa todo el edificio de la religión y la moral, entonces y sólo entonces los hombres le escucharán cuando proclame su propia fe y la demuestre con su enseñanza tanto como con su vida. No tendrá que argumentar ni racionalizar. Pero cada vez que hable, en público o en privado, se advertirá su conocimiento del problema religioso moderno, y cautivará la atención y la simpatía de sus oyentes porque verán que sabe de lo que habla. Ningún ministro estará “enteramente aparejado para toda buena obra” si no tiene al menos este grado de competencia intelectual.
Con todo, no basta la cultura meramente secular. Pertenece a lo accesorio, pero no a la sustancia. La suprema calificación del ministro es esa cierta calidad de su ser espiritual que es sólo don de Dios. En todos los aspectos de su vida y obra debe dar una inconfundible evidencia de que tiene una experiencia de Dios constantemente renovada. Esto da cierta distinción a su carácter y realización. Da a todos los que se ponen en contacto con él la sutil impresión de que es un hombre verdaderamente consagrado, delicadamente sensible al aliento divino.
En el último análisis, es la espiritualidad del ministro lo que le da autoridad y le conquista el respeto, el afecto y la confianza de otros. Esa conciencia inmediata de Dios mediante el espíritu de Jesucristo que habita en él es el secreto íntimo de todo verdadero ministro. Sin ella, su obra es la de un mecánico pero no la de un artista espiritual. Con ella, los que pudieren parecer sólo fragmentos dispersos de poder e inspiración servirán para saciar el hambre espiritual de muchas almas. Conságrese por entero a su vocación de ministro de Jesucristo, busque, espere y cultive una profunda experiencia de Dios, y su utilidad y su influencia no tendrán limite.
Esta es la fuente de esa inspiración verdaderamente profética que no puede ser analizada ni definida. ¿Qué es la calidad espiritual? “Digamos, el estar poseídos por una Vida cuyo conocimiento es revelado a algunos niños y negado a algunos sabios; que procede más de la conducta que del estudio, y más aún de la gracia de Dios. Hombres capaces, que carecen de esta calidad, o la pierden, dejan de ser capaces e inspiradores; y hombres sencillos, ignorados, que la poseen, son literalmente la sal de la tierra”.