Dejar de instruir plenamente al candidato al bautismo significa deslealtad hacia el nuevo converso.

Sin dudas, determinar que una persona está lista para el bautismo no debe ser algo tomado a la ligera. Al tener que juzgar, intuimos la necesidad de tener parámetros objetivos, criteriosos y prácticos, para hacerlo. En este artículo, mencionaremos los principales problemas a los cuales, según nuestra mirada, nos arrastra el bautismo fuera de tiempo o carente de una preparación adecuada. Además, proponemos una serie de parámetros sencillos y, seguramente, conocidos que, aun con las excepciones que los confirmen, pueden servir de guía a la hora de bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Conocimiento doctrinal

Tal vez el primer elemento que aparece en la mente del pastor y de la hermandad es este importante punto. En la gran comisión que Cristo dejó a su iglesia, registrada en Mateo 28:19 y 20, nuestro Señor hace explícita la orden de hacer discípulos. Para lograr dicho objetivo, Cristo nos enseña que debemos hacerlo bautizando y enseñando todas las cosas a los que quieran seguirlo, y llegar a ser sus discípulos. Por lo tanto, la enseñanza constituye parte fundamental del discipulado.

Normalmente, entendemos que para que una persona pueda dar el paso del bautismo debe tener terminada la serie de estudios bíblicos que se utilice, adaptándola a la edad, la capacidad y la realidad del catecúmeno. Respetar este punto nos brinda tranquilidad porque, aunque sabemos que el estudio no abarcara todos los conocimientos doctrinales que la iglesia enseña, permitirá al nuevo miembro de iglesia comprender, aceptar y sistematizar los rasgos fundamentales del Gran Conflicto, del plan de salvación y de la vida cristiana, junto con otros aspectos distintivos de la fe adventista. Se debería esperar que un candidato al bautismo conozca la verdad acerca del estado de los muertos, quién fue Elena de White, la santidad del sábado, etc.

Al bautizarse, el nuevo feligrés tendrá que enfrentar un arduo crecimiento, hasta llegar a ser un discipulado maduro. Pero eso no invalida el hecho de que, al ser bautizado, conozca las nuevas obligaciones que está adquiriendo con este paso. Un ejemplo típico puede ser el de un joven que mantiene un noviazgo y comienza a conocer el evangelio. Muy probablemente, este joven mantenga relaciones sexuales con su novia, y si al conocer las doctrinas no se le habla de la sexualidad en el marco bíblico, seguramente se bautizará y continuará manteniendo relaciones. Por pudor, descuido o apuro, nadie le explicó la conducta sexual que Dios requiere de sus hijos. Cuando alguien se entere de la situación, irá al pastor a presentar el problema, y probablemente la junta vote una disciplina eclesiástica. En este ejemplo hipotético, pero verosímil, podemos comprender que es un absoluto despropósito el bautismo sin la preparación doctrinal adecuada.

La falta de conocimiento expone a situaciones desconocidas a los nuevos en la fe. Hacer esto es actuar con deslealtad hacia el nuevo creyente, y debería ser un asunto de vigilancia para el pastor. Es él quien debe cerciorarse de que la persona esté doctrinalmente preparada.

Asistencia a la iglesia

Muchas veces, este es el aspecto más descuidado; al mismo tiempo, es uno de los factores clave para el discipulado victorioso.

En el relato bíblico de las primeras conversiones cristianas de la iglesia primitiva y los primeros bautismos a partir de Pentecostés, se repite enfáticamente que quienes se unían a la iglesia estaban en comunión unos con otros. Tan profunda e íntima era su unidad, que compartían todo lo que tenían, conformando una nueva familia dentro de la iglesia (Hech. 2:42-47). De esta manera, es claro que en la iglesia primitiva la comunión de los creyentes era un punto fundamental para la fortaleza de la iglesia y la ganancia de nuevos miembros.

Charles E. Brandford afirma que “una falta de compañerismo fue el factor más fuerte que influyó sobre las decisiones personales para irse de la iglesia”.[1] También, Cress menciona el mismo estudio, explicando las razones por las cuales permanecieron en la iglesia: “El factor real era si conocieron o no entre seis y ocho personas en la iglesia, durante los primeros seis meses de feligresía. Aquellos que conocieron personas, permanecieron; aquellos que no, no permanecieron”.[2] La asistencia a la iglesia, con su respectiva integración, es el factor que hará que el miembro tenga una red de contención ante sus flaquezas, caídas y desánimos. Si la persona apenas ha asistido unas pocas veces (por no decir una vez… o ninguna) antes del bautismo, es improbable que se haya integrado con pares que, a su vez, sean guardianes de su vida espiritual.

También es común ver que muchas personas se acercan a la iglesia con el deseo de bautizarse, entendiendo (a través de un trasfondo católico) este acto como un sacramento; y después no ven la necesidad de asistir asiduamente. Aceptan que la Iglesia Adventista es verdadera, pero no entienden por qué es importante estar en los cultos y actividades. Lamentablemente, se escuchan de sobra casos de este tipo. Para palear esta situación, necesitamos verificar que la persona asista fielmente a lo largo de un tiempo prudencial, antes del bautismo. Al mismo tiempo, la ubicaremos cerca de pares consagrados, que puedan velar por ella y ser el futuro grupo de amigos que la contengan. Si estos elementos no se dan, es poco probable que la persona permanezca dentro de la iglesia.

Evidencias de conversión

Aquí entramos en un punto dramático, ya que no podemos medir la conversión; al mismo tiempo, tiene múltiples manifestaciones. Un parámetro coherente con la realidad de la persona y el ideal que buscamos es comprobar, en el candidato al bautismo, cambios en cuanto al estilo de vida, en puntos visibles que dan testimonio de su fe. Si fumaba, tomaba alcohol o se drogaba, que ya no lo haga. Si trabajaba en sábado, que ahora lo guarde. Si quebrantaba la Ley con ídolos, robo o adulterio, que esas prácticas no continúen. Que ahora el estudio de la Biblia y la oración sean la fuente de la nueva vida.

Estos elementos visibles son testigos de una conversión verdadera. Pero tienen un límite en su capacidad de atestiguar. Dios no tiene límites, y en su libro figuran los que realmente se han entregado de corazón a él. Pero, la iglesia sí tiene límites, y puede ser engañada, porque no puede, como Dios, mirar el corazón. Aquí, nos queda confiar en la sinceridad de las personas que piden el bautismo, observando, al mismo tiempo, su crecimiento.

Solicitación espontánea

Aunque, generalmente, se sobreentiende que la persona que desea ser bautizada debe pedir el bautismo, debemos estar atentos a que esto se dé de forma totalmente libre y voluntaria. Puede ocurrir que haya una presión familiar que lleve a la persona a este paso, sin realmente desearlo. Un caso típico es el del novio o la novia que se bautizan con el propósito de casarse con un miembro de la iglesia, y luego “desaparece”. Además, existen ciertos tipos de llamados o “toma de decisiones” que colocan a cierta clase de personas, más bien débiles de carácter, en una situación en la cual no saben cómo decir “no”, y terminan en las aguas de un bautismo…, que en lo profundo de su ser no desean. Podemos animarlos a tomar la decisión, pero no podemos tomar la decisión por ellos.

Significado del bautismo

Otro elemento a tener en cuenta es que el catecúmeno realmente comprenda cuáles son los privilegios que adquiere al ser miembro de iglesia, junto con las obligaciones que ahora también comparte con el resto de la hermandad. Elena de White afirma que, desde el bautismo en adelante, “el creyente debe tener presente que está dedicado a Dios, a Cristo y al Espíritu Santo. Debe subordinar a esta nueva relación todas las consideraciones mundanales. […] Ya no ha de vivir en una forma indiferente. Ha hecho un pacto con Dios”.[3] Si la persona avanza sin conocer estos elementos, más adelante puede sentirse engañada porque no le han “leído la letra chica” antes de “firmar”.

Consecuencias de la falta de preparación

Avanzar con un bautismo de personas que no están preparadas aún para dar ese paso, por el motivo que fuere, conlleva una serie de consecuencias naturales, de las cuales el pastor es en gran parte responsable, por su displicencia al bautizar.

Testimonio comprometido. Como iglesia, ponemos en peligro el impacto que damos al mundo al aceptar como miembros a personas que no están a la altura moral de llamarse cristianas. Es necesario aclarar que todos tenemos que seguir creciendo en Cristo pero, al mismo tiempo, debemos tener una “estatura” mínima al ser bautizados. La mala conducta, la agresividad, los vicios, la vida que niega a Cristo, en personas que son miembros de iglesia, daña el buen nombre de esta y, lo que es peor, hecha sombras sobre el verdadero carácter de Dios.

Como adventistas, tenemos enseñanzas muy concretas que buscamos dar a conocer, en cuanto al estilo de vida distintivo de un pueblo que se está preparando para encontrarse con su Dios. Somos llamados, como pueblo, a ser una nación santa, y aunque sabemos que no bautizamos personas perfectas, deberíamos velar porque estén siendo santificadas. Con el transcurso de los años, al paso las generaciones, la brecha entre el mundo y la iglesia se va acortando, y si no viramos, llegará el momento en que no podremos distinguir dónde comienza uno y termina el otro.

Pérdida de identidad. El bautismo de personas que no comprenden el carácter distintivo de la Iglesia Adventista ni el llamado profético hecho a este pueblo para proclamar el triple mensaje angélico, hace decrecer, dentro de nuestras filas, lo que podríamos llamar una “identidad adventista”. Elena de White afirma: “Nuestras iglesias se están debilitando al aceptar como doctrinas mandamientos de hombres. Muchos que no están convertidos son aceptados en la iglesia”.[4] La misión como estilo de vida, la inminencia del regreso de Jesucristo, el llamado a salir de Babilonia (entre tantas enseñanzas particulares), se van perdiendo un poco más cada vez que salen del agua personas que no comprenden por qué es distinto ser adventistas que de otra confesión.

La singularidad de nuestro mensaje es lo que nos da la razón de ser. Sin esa singularidad, lo mismo sería que engrosemos las filas de cualquier otra denominación, ya que seriamos más de lo mismo, y lo trascendente de nuestra existencia sería tanto como nada. Fuimos llamados como un pueblo especial, en un tiempo especial, a dar un mensaje especial. Es imperativo que aquellos que se unan a nuestras filas sepan esto y compartan este llamado. Seguramente, la profundidad de esta conciencia no será igual en cada nuevo miembro, pero debe estar germinada, como un llamado que lo incluye.

Entendimiento incorrecto de la salvación. Hay pocos daños más grandes, por parte de un ministro, que avanzar con un bautismo cuando no están dadas las condiciones. La teología del bautismo está relacionada con la eclesiología, pero también con la soteriología. La enseñanza de Jesús nos dice que “el que cree y es bautizado será salvo” (Mar. 16:16); lo que nos lleva a afirmar que el bautismo es un paso fundamental de la salvación. El bautismo es presentado a las personas como un evento “bisagra”, por el cual los pecados son perdonados y el Espíritu Santo desciende sobre la nueva criatura (Hech. 2:38).

El ministro no es, ni pretende serlo, quien diga a la persona si es salva o no, sino, más bien, es el Espíritu Santo quien hace esa obra (Rom. 8:16). Sin embargo, aunque no se lo explicite, cuando una persona se bautiza, “escucha” que es salva, y lo entiende de esa manera. Cuando ha dado pasos de salvación en cuanto a fe, confesión, abandono de pecado, cambio de hábitos, etc., esta certeza es feliz, positiva y real. Verdaderamente ha comenzado a caminar un camino de salvación; incompleto en el sentido temporal (tiene tiempo para elegir perderse), pero completo en el sentido cualitativo (es completamente salvo). Pero, cuando no ocurre de esta manera, la persona que no conoce lo esencial de la Palabra, que no está integrada en la iglesia, que no ha comenzado a dar evidencias de salvación ni entiende de forma cabal lo que está haciendo, puede estar interpretando una cosa: está siendo salva a través del rito (bautismo como sacramento). De ahí que muchos miembros entienden que, para ser salvos, les basta con bautizarse, dar el diezmo, asistir a la iglesia y guardar el sábado. Es lo que les dijeron, es lo que harán; y los ministros tienen mucho que ver con esta vana seguridad.

Calidad versus cantidad

Con frecuencia he escuchado la siguiente pregunta, en boca de directivos de la iglesia: “¿Queremos calidad o queremos cantidad, al bautizar?”. Todo buen dirigente espera que se le responda: ¡Ambas cosas! Y, de hecho, esto es cierto: queremos bautizar mucho y, al mismo tiempo, hacerlo bien, con conciencias gozosas de hacer la voluntad de Dios. Esto no es incompatible sino, al contrario, la consistencia de propósito y la minuciosidad van de la mano. La minuciosidad no pone un freno a la labor del ministerio evangélico. En realidad, un trabajo bien hecho colaborará con el objetivo de una iglesia santa y misionera, que a su vez atraerá muchos más a Cristo. Pero, si la tensión entre números y calidad aparece, ¿cuál tendrá la primacía, de nuestra parte? Porque para decidir es necesario que haya una prioridad. ¿Cuál será? En esos momentos es cuando debemos recordar por qué hacemos las cosas: no porque funcionen, sino porque son correctas; qué tipo de gloria buscamos: no la nuestra, sino la de Dios.

Con parámetros como los expuestos, y teniendo en cuenta los peligros eclesiológicos y soteriológicos del bautismo irresponsable, podemos estar seguros de colaborar para que la iglesia crezca en santidad, pero también en número. Porque no hay mejor agente misionero que una iglesia consagrada, santa, separada por Dios para proclamar, en vida y obra, la verdad presente, nuestra bienaventurada esperanza: el regreso glorioso de nuestro Señor Jesucristo.

Sobre el autor: Pastor en Buenos Aires, Rep. Argentina.


Referencias

[1] Estudio en la Iglesia Adventista de Charles E. Brandford, citado por James A. Cress, Los conservas si los cuidas (Buenos Aires: ACES, 2005), pp. 44, 45.

[2] Ibíd.

[3] Elena de White, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires: ACES, 1995), p. 268.

[4] Elena de White, Review and Herald, 6 de octubre de 1904. Citado en El ministerio pastoral (Buenos Aires: ACES, 1995), p. 189.